Por Paul Battistón.-

Alguna vez el corredor y campeón del mundo de rally Carlos Sainz describió en pocas palabras nuestro procedimiento de autodestrucción. Palabras más palabras menos, sentenció: los argentinos son capaces de mejorar las cosas en forma paulatina y constante hasta casi alcanzar la perfección y entonces ahí lo arruinan (o tomamos el camino hacia su desmejoramiento gradual y constante). Su sentencia surgía de su propio choque con la realidad de encontrarse con una destrucción tragicómica del desarrollo del Rally Argentina al haber sido de un año para otro desplazado de su sede original (las serranías cordobesas) a una serie de circuitos inconexos por varias provincias con la única finalidad de la simulación circense de un federalismo siempre adeudado. Las presiones políticas habían sido las impulsoras del cambio.

Se podría enumerar toda una sucesión de situaciones, instituciones y empresas llevadas por la misma trayectoria de ascenso y perfeccionamiento para luego pretender de ellas un rédito ajeno (y hasta antagónico) a sus objetivos iniciando el declive vertiginoso de las mismas. Si además ese rédito es pretendido por algo que se asemeje a una doctrina en su convicción dogmática (casualmente podría ser peronismo) entonces el rumbo inequívoco hacia su inmolación habrá sido tomado. Cruzando cierto límite (una especie de no retorno o límite de tolerancia) hasta se podrá contar con una opinión pública favorable para su definitiva y a esa altura -¿por qué no?- necesaria destrucción.

Muchas instituciones de finalidad loable fueron llevadas después de haber alcanzado esa posición meritoria a un deterioro progresivo o a un repentino uso de las mismas en una dirección ajena a sus fines.

Cuando alguna vez a Menem le tocó ver el fracaso a corta distancia entendiendo que su doctrina no le serviría de nada para enfrentarlo, rindió su voluntad a la lógica y en ella le indicaron la reducción de los déficits como único camino. En ese instante muchas de las empresas del estado ya habían pasado ese límite de tolerancia tras años de deterioro. En ellas sobrevivía una memoria arcaica del concepto de soberanía que se diluía en un mundo que se globalizaba. El recorte lógico vino por el lado de ellas; habían maltratado a sus usuarios hasta la exasperación y su finalidad había variado de sólo producir un servicio a producir su servicio original deficitariamente más el agregado del servicio de rentar puestos (en esencia doctrinarios).

El déficit fiscal fue literalmente aniquilado con ellas.

De ahí en más en las siguientes administraciones se usaría la receta de Sainz directamente desde su mitad en adelante en la creación de nuevos entes o empresas, que sólo tendrían como finalidad crear déficit de modo que a futuro no se las pudiera señalar el haberse vuelto deficitarias.

El INADI, un elemento que parecía llegado para quedarse, cabe en la hoja de ruta relatada por Carlos Sainz. Su puesta en marcha tuvo una finalidad bienintencionada que a lo lejos pareció querer formar parte de una Argentina más justa, donde cualquier tipo retrógrado de discriminación debería desaparecer. Su funcionamiento pasó de ser de bajo perfil a notorio y justo fue ahí cuando la clase política notó que podía arruinarlo (léase usarlo en provecho propio). Hoy día su funcionamiento selectivo alimentado por la indignación ideológica y selectiva de sus rentados usurpadores encuadra en lo antagónico de su función original, convertido en una fuente de discriminación oficial. El límite donde la opinión pública se mostraría indiferente a su desaparición ya fue sobrepasado. De hecho hoy muchos esperan ansiosos su desaparición.

La lista es larga; todas y cada una de las empresas públicas que hace medio siglo tuvieron cierto prestigio pasaron por ese mecanismo sistematizado de perfeccionamiento, quiebre (inflexión), desmejoramiento continuo, desvirtualización, destrucción.

En sólo 40 años, la democracia ha corrido la misma suerte; 20 en perfeccionamiento, un quiebre (2001) y desde ahí 20 en caída. Estando tan cerca de un límite de tolerancia es fácil preguntarse si la misma no ha sido sólo para beneficio (económico y de poder) de esa casta integrada en su mayoría por especímenes que de otra forma jamás hubieran alcanzado su actual posición de relevancia (positiva o negativa, da lo mismo).

En bienestar, claramente la democracia no ha redundado, lo cual es una notoria prueba de la existencia de ese quiebre y del uso de la misma en un sentido antagónico a su verdadero sentido. El poder ha sido arrebatado con engaños de las manos del pueblo para ser acumulado en un estado corrupto promotor de colectivismos serviles y útiles a los fines de riqueza y poder de sus usurpadores travestidos de dirigentes.

Ante alguna duda sólo es necesario verificar la relación de hambre pre democracia y hambre en democracia

O peor aún, tirar números y encontrarse con una relación sangre sobre sangre con muchos litros de ventaja en nuestra democracia de zona liberada.

Si retiramos la lente alejando el foco, veremos que la maldita receta tuvo sus primeras víctimas mucho más temprano de lo que nos imaginamos y posiblemente, aunque es discutible, la primera haya sido la continuidad institucional propiamente dicha. Lo que seguro es difícilmente más discutible es la destrucción monetaria con una fecha precisa como punto de inflexión a partir de la cual se eligió cambiar su finalidad de medio de intercambio soberano a medio de financiamiento espurio ¿de una casta? ¿De la doctrina? O sencillamente de una mafia.

Deducimos que el peso podría haber alcanzado el nivel de divisa de intercambio internacional sólo prolongando las gráficas en su tendencia pre inflexión y sin exagerarlo. Claro que esa prolongación contrafáctica sería incompatible con el surgimiento fáctico del populismo.

El fundamento para mantener las empresas públicas en manos del estado por tanto tiempo era una supuesta pérdida de soberanía, lo cual podía ser considerado acertado en un contexto de nacionalismo sin el fenómeno de la globalización a la vista.

El fundamento para oponerse a una dolarización de nuestra economía es el mismo, la pérdida de soberanía. En este caso monetaria, aunque se esconde una mala intención disfrazada de punto de vista aprovechando el ensombrecimiento de la realidad o una miopía lograda por la larga batalla cultural. No existe la posibilidad de perder algo que ya no se tiene.

El peso literalmente ya no existe (no cotiza) y su existencia en papeles sólo cumple la función primaria de medio facilitador de intercambios, facultad que rápidamente va convirtiéndose en humo al ritmo de su devaluación y la consiguiente imposibilidad de darle a las cosas precios sostenidos en el tiempo.

Una dolarización sería un blanqueo de nuestra ficción soberana y ésa sería la verdadera cuestión urticante para quienes pretenden presentarse como defensores de una soberanía aniquilada por sus propias cuestiones de insuficiencia moral y cognitiva.

No hay en este instante otra moneda o unidad que determine con mayor precisión los valores de bienes que el dólar; nuestra dolarización es de hecho, aun en su ausencia a resguardo del estado. La razón de este desplazamiento a la moneda extranjera además de nuestra interdependencia con variada geografía del mercado mundial es el hecho de la sencilla indecisión de sostener una cantidad de circulante fija y acorde a nuestras necesidades sin posibilidades de ser ampliada a gusto de oportunistas con la anuencia de imbéciles.

En nuestro actual estado de ideologización, un intento de dolarización traería la consecuente oposición combativa siempre presente ante todo acontecimiento que no sea el de nacionalizar, expropiar o repartir.

Y ante la inexistente soberanía monetaria, una dolarización sería un shock de reacomodamiento y blanqueo de nuestra verdadera pobreza. Literalmente una apuesta de riesgo a una economía que no se ha apagado ante el estupor que causa su funcionamiento al borde de todo parámetro racional. Sería aprovechar el último destello del fósforo antes de que se apague para lograr una repentina ignición de cierta condición caótica.

Quienes se oponen a esta apuesta seguramente es porque prefieren una apuesta más conservadora de menor riesgo pero de mayor certeza de éxito aun cuando lleve más tiempo. Gradualismo le dicen y en este tipo de opción seguramente la oposición combativa preferiría arrimarse a un diálogo antes que arrojar la piedra (14 tn se me ocurren sólo por arriesgar un irónico número imposible).

Quienes arrojarían piedras por una dolarización seguro no lo harían por una yuanización. Aun cuando el yuan todavía está lejos de ser una plena divisa de intercambio a nivel mundial. La sustancial diferencia con los verdes es que estos siguen teniendo en su aceptación un mayoritario componente de confianza; el yuan se está edificando en una parte mucho mayor de miedo que de confianza. El yin y el yan en una gama de grises, oscuros y claros.

Share