Por Italo Pallotti.-

Nuestro país sufre, a no dudarlo, un cansancio de esos que lastiman; ya no sólo el cuerpo, sino el alma. De esos que lo producen, fatalmente, el comportamiento de gobiernos que en las últimas décadas ocuparon sitios de privilegio en el manejo de la cosa pública. Se olvidaron que la misión de solucionar los conflictos entre las personas requería de una categoría personal, y sobre todo humana, que estuvieron lejos de alcanzar. Una catarata de conflictos que permanecieron en el tiempo han ido sigilosamente corrompiendo las bases de sustentación de una sociedad que en tiempos no muy lejanos ofrecía alguna posibilidad de un futuro más o menos apetecible; digamos que medianamente deseable por una gran mayoría de la población. Todo se rompió, fracturaron la columna vertebral de los aspectos primarios que una sociedad adulta tiene la obligación de sostener en el tiempo. Hubo una especie de trampa que las malas praxis, con un desinterés crónico para hacerse cargo de sus responsabilidades produjeron en los dirigidos una especie de aceptación casi patológica. Abrumadoramente dañina.

Tan dramáticamente hostil parece todo que gran parte del pueblo se pregunta si las situaciones límites a las que fue llevado no han obedecido a una compleja planificación o bien a un mecanismo desde lo político que los propios actores cayeron bajo ese influjo perverso, sin medir, ni cercanamente, los perjuicios que causaban al cuerpo social. Desde ya que resulta imposible establecer un diagnóstico del final de este estado de cosas. Sí es cierto que en el medio se incentivó una filosofía del “vamosviendismo” que tuvo en el populismo y la demagogia su puerta de ingreso. Y las consecuencias fueron desarticular el proyecto de país. Dejarlo paulatinamente bajo los efectos de una porosidad cultural, cuyas consecuencias están a la vista. Dinamitaron la educación, base de lanzamiento para cualquier plan que se precie de ser serio. Prostituyeron los comportamientos entre pares. Da lo mismo ser derecho que traidor (parafraseando a Cambalache). Nos indujeron a un lodo indeseado por una inmensa mayoría. Las normas de convivencia cayeron en un abismo donde el respeto y la armonía sucumbieron de un modo grosero, casi cavernario. La paz social se estrelló frente a la locura del agravio. De la violencia, la furia y el salvajismo. Hoy ser víctima de ello en la espantosa normalidad. Los victimarios, por ahora, pareciera, blindados por un escudo protector que les dio un amparo oprobioso, sostenido por parte de la Justicia y algunas doctrinas de garantismo infame, brutalmente exagerado (léase liberación y protección de delincuentes, por ejemplo, como si tal cosa).

Dicho esto, los últimos casos de inseguridad criminal, rodeados de una ferocidad y crueldad que espanta (casos Paloma y Josué, o el último de Kim; junto a las desapariciones extrañas de niños (Loan y Lian) o el asesinato de Silvia en Vicente López, mientras esto escribo, ponen sobre la mesa un estado de extrema preocupación social y política, que, al margen de ser ya hora, esperemos no sea demasiado tarde. Esta nación triste, devastada de ilusiones, merece que los políticos y la justicia dejen de lado su soberbia, las componendas, y se encarguen de sostener este edificio estropeado que es la República; para que vivirla sea en paz y sin angustias. Una inmensa nostalgia de viejos tiempos nos lleva a pensar en aquello de “Entre lo que fuimos y lo que somos” del título.

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