Por Hernán Andrés Kruse.-

Fue un triunfo contundente, inapelable. Por primera vez en décadas el candidato presidencial republicano ganó en el colegio electoral y en las urnas. La mayoría del pueblo que participó en el acto electoral decidió el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca, harta del gobierno del demócrata Joe Biden, cuya incapacidad en el ejercicio del poder no hizo más que inmolar a Kamala Harris.

Quienes votaron a Trump no fueron los únicos que festejaron a rabiar. A miles de kilómetros de distancia, Javier Milei escribió en X: “Felicidades por tu formidable victoria”. “Ahora, Make America Great Again. Sabes que puedes contar con Argentina para llevar a cabo tu tarea. Éxitos y bendiciones. Saludos cordiales”. Las relaciones carnales en su máximo esplendor.

El 5 de noviembre millones de norteamericanos dieron el sí a un dirigente xenófobo, racista, intolerante y megalómano. A la hora de votarlo no les interesó, por ejemplo, el hecho de haber sido el ideólogo del asalto al Capitolio en enero de 2020 que tuvo en vilo al mundo. A la hora de votarlo millones de norteamericanos dieron el okey a un dirigente que es un emblema de la supremacía del hombre blanco, de lo que la doctrina ha dado en denominar “la América vertical”. Buceando en Google me encontré con un ensayo de Mimi Yang (Doctora en Lengua y Literatura Española por la Universidad de Arizona) titulado “Trumpismo: Un americanismo desfigurado” (Escuela de Ciencias Sociales y Humanidades-Costa Rica-2021), que explica con meridiana claridad el significado de “la América vertical”, la América racista y xenófoba encarnada en Donald Trump.

LA ASCENDENCIA DE LA AMÉRICA VERTICAL Y EL FORJAMIENTO DEL TRUMPISMO

“El Trumpismo ha profundizado el abismo entre la nación vertical y la horizontal, congregando a los anti-inmigracionistas, anti-musulmanes, antisemitas y anti-LGBTQ, entre otros, bajo la consigna «América Primero». Existe una falsa percepción de que los intereses nacionales se pueden delinear uniformemente en la forma de una muralla, cuya concreta manifestación en la frontera México-Estados Unidos tiene un alcance cultural mucho más extenso. Las consignas han demarcado la oposición entre quienes erigen las murallas y quienes las atraviesan. En el panorama cultural estadounidense, esta muralla es una línea divisoria entre la base de Trump, autoglorificada como patriotas, en oposición a todos aquellos considerados «no totalmente estadounidenses» o «foráneos».

Esta perspectiva cultural se arroga el poder de decidir quiénes se quedan dentro de los confines de la muralla y quiénes no, decidiendo cómo asignar la posesión respecto de la tierra americana en la canción de Guthrie. «Esta tierra es tu tierra, esta tierra es mi tierra». ¿A quiénes se refieren los posesivos «tu» y «mi»? ¿Quiénes son los dueños de la tierra estadounidense? Estas preguntas evocan un sinnúmero de historias de usurpación y represión ligadas a intereses económicos, poder sociopolítico, estatus de clase, género, religión y raza. En un país que depende profundamente de la energía nueva traída por olas de inmigrantes, la posesión de la tierra y del ideal que ella simboliza —libertad y democracia— ha sido adjudicada a los vencedores, es decir, gente de antepasados europeos (anglos) con una historia más antigua de inmigración.

El hecho de que los indígenas americanos son los ocupantes originales del territorio no ha impedido que, en su condición de vencidos, ocupen los espacios subalternos en la jerarquía social. El temprano asentamiento colonizador de los inmigrantes blancos, anglosajones, protestantes (White Anglo Saxon Protestants o WASPs) aseguró su dominio y poder. Se sabe que cualquier grupo, sea cual sea su origen, busca establecer medidas para conservar los territorios conquistados. Dado que, desde sus comienzos, el americanismo fue definido por las características de los WASPs, los indígenas, esclavos africanos, trabajadores asiáticos, hispanos, entre otros, tuvieron que adaptarse al concepto de americanismo, firmemente establecido por los WASPs. El no adaptarse resulta en su categorización como menos estadounidenses, incapaces de asimilarse en el mejor de los casos y, en el peor, como amenazas a la nación.

De forma paradójica, fue precisamente el grupo de WASPs el que trajo consigo los ideales de igualdad, libertad y democracia cuando, tras llegar con mínimas posesiones, aspiraron a realizar su visión de una tierra donde pudieran vivir sin persecuciones. Marginados por la Iglesia anglicana, se enfrentaron a barreras sociopolíticas en el sistema eclesiástico inglés. Cuando Carlos I disolvió el Parlamento británico en 1629, los puritanos, acertadamente, lo interpretaron como un acto de hostilidad, lo que determinó su decisión de establecerse en las Américas para construir comunidades basadas en sus creencias. Como otros inmigrantes, se arriesgaron a cruzar el Atlántico, escapando de penosas y difíciles circunstancias. Su esperanza era crear una sociedad justa y libre, desarrollando el modelo de la «Ciudad en la montaña», proclamado por John Winthrop en 1630, cuando le predicó su sermón «Una Ciudad Modelo de Caridad Cristiana» a los primeros colonos en la bahía de Massachusetts.

¿Qué valores podrían ser más democráticos y horizontales que estos? La ironía, sin embargo, es que, a pesar de la naturaleza igualitaria de estas aspiraciones, evitaron cuidadosamente compartirlas con otros inmigrantes, los indígenas y los africano-americanos, cuyo trabajo creó la infraestructura económica colonial. Tras casi ocho décadas desde la creación de la canción de Guthrie, esta se asocia con las más progresivas expresiones ideológicas estadounidenses, tales como el Movimiento por los Derechos Civiles de los años 60. La melodía simboliza el espíritu horizontal que aspira a la libertad y la igualdad, configurando un espacio esperanzador para millones de individuos marginados. El americanismo como concepto incluye tanto la nación horizontal como la vertical; pues ambas existen simultáneamente en forma separada, unida e interconectada. Como una dualidad, la desarticulación y el entrelazamiento entre ellas desafían cualquier definición rígida e inalterable, siendo un concepto dinámicamente vital.

La presidencia de Trump, con su aguda intolerancia cultural y acentuado racismo, hace cada vez más urgente dilucidar lo que la nación representa y lo que significa ser estadounidense. La canción de Guthrie, indefectiblemente, sirve como fuente de esperanza en medio de un exacerbado racismo. En aguda contraposición, y basándose en el argumento de los intereses de la seguridad nacional, la política de Trump de separar a los niños de sus familias en la frontera México-EUA, así como su proscripción musulmana, para mencionar solo algunas de sus prácticas, han reforzado una profunda intolerancia y repudio. Aunque ubicado físicamente entre México y los EUA, el muro es una rígida barrera entre razas, religiones y culturas que descoyunta a la nación.

Para examinar el desfiguramiento genético del americanismo bajo Trump hay que enfocarse en este muro cultural. Generaciones de académicos han basado sus estudios en Strangers in the Land: Patterns of American Nativism, 1860-1925, del historiador John Higham, considerándolo como el fundador del nativismo y una autoridad en el tema del americanismo. T. Meagher en «Revisiting John Higham’s Strangers in the Land: Comment» lo describe así: «Fue parte de uno de los grupos más escasos o menos conocidos del siglo XX, los blancos anglosajones protestantes (WASP) de Nueva York. Creció como un americano privilegiado que, sin embargo, fue considerado fuereño en una ciudad donde casi todos los demás formaban parte de minorías raciales, étnicas o religiosas».

Higham creció dentro del grupo WASP de Nueva York, lo que definía su estatus privilegiado, mientras que los antecedentes diversos de sus contemporáneos les conferían un estatus distinto. Los comentarios de Meagher revelan un innato paradigma cultural, producto del nativismo que el mismo Higham desarrolló: el americanismo es un pilar cultural e ideológico que define de modo exclusivo a quienes pertenecen al grupo blanco y cristiano. Aunque los demás se encuentran presentes en el mismo contexto, no forman parte esencial de la narrativa estadounidense.

Simon Van Oort, en su artículo «‘Strangers’ Revisited: Reading Donald Trump through John Higham» examina las raíces del lema «América Primero»: «Presagiando la política exterior del actual Presidente de Estados Unidos, la Asociación Nacional de Manufactureros confesaba en 1920 que la inmigración ponía en peligro a la nación y proclamaba que las políticas debían apoyarse en la idea básica de poner ‘las necesidades e intereses de América primero’». La obra de Higham explora la identidad cultural estadounidense alrededor de la década de 1860, cuando la llegada en masa de inmigrantes, especialmente de origen católico-irlandés, entre 1860 y 1925 incitó a considerar su impacto respecto a la identidad nacional. Las facciones anti-extranjeros que surgieron en Nueva York y otros lugares después de 1835, se transformaron durante la década de los 1850 en los disturbios civiles llamados Know-Nothing. Estas facciones se agrupaban bajo el nombre de nativo-americanos o simplemente el partido americano.

Cuando esta filosofía nativista fue identificada como americanismo, cualquier posibilidad de definir de otra forma los principios culturales de la nación desapareció. Higham declaraba que el gran logro del partido americano es «el principio de nacionalidad», tal como fuera proclamado en una de las publicaciones del Know-Nothing en 1855. Allí se afirmaba que, respecto del americanismo, «debemos hacer algo para protegerlo y vindicarlo. Si no lo hacemos, será destruido». Trasladándonos al Trumpismo del siglo XXI, el mismo texto diría: nos enfrentamos a una amenaza contra nuestra nación por parte de la gente de color, de religiones, valores y lenguas distintos de los nuestros. Profundamente influenciados por el nativismo de Higham, quienes apoyan a Trump lo perciben como protector del país, guardián de sus valores e intereses.

De acuerdo con el nativismo, la nación vertical existe para sostener una jerarquía cultural que codifica, de modo exclusivo, lo que significa ser estadounidense, sirviendo perfectamente para el desarrollo de las consignas de Trump, quien supo manipular el temor de la clase media, típicamente compuesta de blancos relegados por la imperante globalización. Sus consignas encontraron un eco favorable entre los conservadores, la facción alt-right y los nacionalistas blancos listos a expulsar a los «forasteros». En una época en la que la narrativa vertical requería una ideología fundacional, el nativismo sirvió para conferirles «honra» a los WASPs, asegurándoles una «honorable» dominación a fines del siglo XIX y comienzos del XX.

Higham abordó el dominio cultural como una cuestión existencial indicando: «¿Consiste el nativismo solo en un específico conjunto de actitudes dominantes en la cruzada anti-extranjera de mitades del siglo XIX? ¿O se extiende a cada instancia en que los habitantes de un país se enfrentan contra los extranjeros?» La identificación de los WASPs como los nativos de la nación, establecía inequívocamente la ideología nativista de la verticalidad que conecta el nativismo y el nacionalismo blanco, haciéndolos intercambiables. Leonard Dinnerstein y D. M. Reimers han indicado que Higham originalmente había planeado escribir sobre el nacionalismo americano, pero la tarea lo sobrecogió, pues «al examinar sus materiales en detalle comenzó a darse cuenta de que el nacionalismo americano tendía a establecer la distinción entre grupos privilegiados y grupos excluidos. El grupo privilegiado estaba formado por la raza dominante blanca protestante, que se opuso a la masiva inmigración europea en los años posteriores a 1880».

La homogeneidad religiosa, lingüística, racial e ideológica del grupo privilegiado facilitó su vinculación al nativismo, mientras que, en contraste, la diversidad del grupo excluido impedía adjudicarle una narrativa unificada. Ausentes del nativismo de Higham, estaban los indígenas, habitantes originales del territorio americano, pues convenientemente los colonos protestantes olvidaron el hecho de que ellos también fueron inmigrantes y que eran y son precisamente los indígenas los legítimos nativos de los EUA. Esta exclusión discursiva refleja su exterminio literal en el desarrollo del concepto de nacionalismo estadounidense. Este burdo olvido muestra la estrecha conexión entre etnocentrismo, culturocentrismo y teocentrismo; solamente los WASPs son considerados como los verdaderos estadounidenses y dirigentes de facto de la nación. Los inmigrantes irlandeses, mexicanos y chinos, entre otros, son para Higham, «extraños» y, por ende, «noestadounidenses», es decir, una amenaza a «nuestros» valores, pues supuestamente les quitan oportunidades a los legítimos estadounidenses.

Lo extraordinario es que en este siglo XXI se es testigo de una mentalidad similar en la nación de Trump, ya que los «nativistas» actuales y los descritos por Higham perciben la realidad de modo similar. La hegemonía y etnocentrismo de los WASPs de mediados del siglo XIX produjo conmoción y resentimiento culturales, religiosos y raciales. Quienes se habían autoproclamado dueños de los recursos y la cultura temían que los irlandeses los despojarían de sus privilegios y oportunidades, tal y como hoy los miembros de la clase media blanca temen que los mexicanos y otros inmigrantes usurparán los suyos. Este paralelo se extiende a la intolerancia previa hacia los católicos con la actual respecto de los musulmanes. La polarización de Higham entre estadounidenses versus no-estadounidenses, basada en orígenes nacionales aún define la actual disposición anti-inmigratoria. En su homogeneidad, los nativistas contemporáneos se auto perciben como estadounidenses, reviviendo lo que Higham describía como «una intensa oposición a las minorías domésticas con base en sus conexiones extranjeras».

Para eliminar los enemigos internos y las minorías, la orden presidencial de enero del 2017 «Seguridad Fronteriza y Mejoramiento de la Ejecución Inmigratoria» puso en marcha la construcción de una muralla en la frontera EUA-México. Otra orden ejecutiva implementó una «Proscripción Musulmana» de facto dándole instrucciones al Departamento de Seguridad de la Nación y el Departamento de Estado para reducir el número de inmigrantes musulmanes y rechazar la entrada de refugiados de seis países musulmanes. Exacerbando el odio y la intolerancia de su base política, el presidente catalogó a los mexicanos como criminales y violadores mientras compartía con su audiencia la opinión de que los inmigrantes de África y Haití provenían de «países de mierda». A esto hay que añadir sus esfuerzos por revocar el estatus de DACA destruyendo las esperanzas de jóvenes inmigrantes.

De forma fraudulenta la consigna de «América Primero» desfigura el americanismo precisamente cuando el flujo migratorio se ha vuelto una parte integral de los mercados, comunidades y redes globalizadas. Los que insisten en el patriotismo de «América Primero» ignoran cómo esto ha resultado en una discriminación exacerbada contra los inmigrantes legales. La compañía Macy’s, por ejemplo, ha discriminado contra sus empleados al exigir pruebas adicionales de estatus migratorio para conservar su trabajo, usando el pretexto de la seguridad nacional y dicha consigna. Esta discriminación laboral basada en ciudadanías de origen es copia fiel de lo ocurrido durante el auge del nativismo contra los inmigrantes irlandeses. La consigna trae adicionales connotaciones para grupos religiosos diversos, especialmente para los musulmanes americanos. Si la palabra «América» es monopolizada por la nación vertical ¿Significa que los musulmanes deben ser considerados como no-estadounidenses en el mejor de los casos y terroristas en el peor?

Quizás el acto más tristemente célebre de Trump para deshacerse de la minoría interna sobre la base de sus conexiones extranjeras, base de la consigna de «América Primero», es el premeditado «movimiento de nacimiento» contra el expresidente Obama. El núcleo de la América vertical no pudo ni puede aceptar el hecho de que un hombre negro ocupara el puesto más poderoso del mundo como comandante en jefe de los Estados Unidos. Su incapacidad de cruzar la línea del color, según el término acuñado en 1903 por W.E.B. Du Bois en Souls of Black Folk, motivó su sentido de amenaza frente al ascenso político de Obama. Para apaciguar sus temores existenciales, este grupo se vio en la necesidad de deslegitimizar a Obama al intentar probar que no había nacido en los EUA y que no tenía derecho de ser presidente.

Para la nación horizontal, en contraste, la elección de un presidente negro constituyó un momento histórico crucial. Su triunfo significó la victoria de los marginados al darles esperanza a los afro-americanos y otras minorías de influenciar el núcleo de las instituciones regidas por los grupos dominantes. La incompatibilidad de las dos perspectivas culturales —la dominación blanca y el triunfo de los marginados— desencadenó un racismo organizado en contra de la persona cuya función era proteger precisamente las instituciones y ciudadanos que trataban de destruirlo. Un americanismo desfigurado lo colocó en la insostenible posición de proteger los derechos de los nativistas, cuyo objetivo era rechazarlo por su raza”.

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