Por Hernán Andrés Kruse.-

EL DERECHO Y LA SOCIOLOGÍA. ALGUNAS DERIVACIONES. LOS PODERES EXORBITANTES DEL EMPLEADOR Y EL ARTÍCULO 245 (LCT)

LAS MATERIALIZACIONES DEL CONTROL SOCIAL EN EL INSTITUTO DEL DESPIDO INJUSTIFICADO

“Aquí nos adentramos en el punto elemental de nuestra investigación. Tratar de explicar por qué consideramos que el despido injustificado habilitado por el artículo 245 de la LCT debe ser estudiado como un instrumento de control social en manos de los empleadores y, a la vez, de manera paralela, como concreción de un poder exorbitante de su parte. Hemos referido hasta este momento a varias instituciones del Derecho del Trabajo y de la sociología vinculada, y tratamos de conectarla en cada momento oportuno con el caso analizado. En los apartados siguientes haremos una profundización de otros elementos importantes que nos ayuden a comprobar nuestra idea inicial. Entendemos que el despido injustificado es una herramienta de control social en manos del empleador. Se trata de un control social privado, justificado por el propio sistema jurídico habilitante de ese micro poder avasallante de los derechos de los trabajadores. Los justificativos elementales de esa idea proyectada, han sido planteados en una serie de puntos que a continuación serán desarrollados”.

NO HAY DERECHO A DESPEDIR PERO IGUAL SE DESPIDE

“Como dice este sub-título, dentro del despido injustificado –definido por la doctrina como el acto unilateral del empleador mediante el cual éste dispone la resolución del contrato, sin que medie un motivo legalmente atendible que legitime esa decisión rupturista (Gatti)–, no existe derecho a despedir. En la doctrina nacional algunos autores interpretan a –nuestro entender de manera errada–, que existe un derecho subjetivo del empleador a despedir sin causa justificada, disponiéndose además que el empleador puede hacer uso de tal facultad cuando así lo aconseje el giro normal de sus negocios, siempre y cuando cumpla con dos obligaciones: otorgar el preaviso, y pagar en tiempo y forma la indemnización por despido fijada en el artículo 245 de la LCT. En tal posición se encuentra por ejemplo Enrique Herrera, entre otros, y se afirma desde allí que en tanto el sistema legal no impide al empleador poder ejercer con eficacia el despido sin brindar causa justificada, tal facultad encuadra dentro de los derechos con que cuenta el empresario en el marco de sus facultades de organización y dirección.

En la dirección contraria, se afirma que el despido injustificado es un acto ilícito, pero eficaz. Para fundamentar la ilicitud propuesta, se ha afirmado que en el ejercicio de tal poder exorbitante, el empleador viola su obligación legal de mantener el contrato hasta la jubilación del trabajador –o hasta que se consideren cumplidos los recaudos establecidos por la ley para que el trabajador pueda acceder al beneficio de la jubilación ordinaria, todo dentro de la lógica del contrato por tiempo indeterminado–, y que dicha transgresión objetiva tiene como basamento la obligación impuesta al empresario rescisor de abonar al trabajador un suma en concepto de “indemnización” tarifada y legal, desde que, según los principios emanados del derecho de las obligaciones, nadie puede ser sancionado por el ejercicio regular de un derecho. Además de la violación a la regla de la continuidad, receptada en el artículo 10 de la LCT, se atribuye el carácter de ilícito al ejercicio del poder extintivo unilateral e injustificado del empleador, argumentándose en esa vereda que se encontraría vulnerada la garantía constitucional de la protección contra el despido arbitrario, garantía reconocida en el primer párrafo del artículo 14 bis de la CN.

Ahora bien, sin perjuicio de la calificación del despido injustificado como un acto ilícito (que compartimos plenamente), no es menos cierto advertir que incluso la doctrina más progresista en el tema debe admitir que tal carácter va acompañado –en nuestro derecho nacional–, por el de la eficacia de tal decisión. Como se comentó anteriormente, el empleador tiene el poder de aniquilar en cualquier oportunidad la relación de trabajo, y la calificación de ese acto como ilícito no desmembra su paralela consecuencia –y elemental en este punto–, cual es su habilidad para dar por extinguido aquello que muchos denominan fácilmente como contrato de trabajo, sin reparar en que una herramienta jurígena como el poder de despedir sin justa causa, deshabilita ontológicamente el uso de esa denominación general que no alcanza a configurarse realmente en el universo del trabajo, en donde el prestador de tareas se encuentra permanentemente sometido a una voluntad ajena que limita su libertad, y en donde por ende la igualdad (otro elemento de la figura de los contratos del derecho común, fuente elemental) es también un componente totalmente extraño en lo concreto.

En esta senda, señala el profesor Capón Filas que “(…) la realidad demuestra que el temor al despido y el consiguiente desempleo es un gran disciplinador social. Por ello, cada tanto, un despido, de tal modo que siempre pese sobre los trabajadores la advertencia: “el silencio o la expulsión” que repite intramuros de la empresa el eslogan “nosotros o el caos”. Tal vez, ese temor explique que durante la relación el trabajador no reclame sus derechos y acompañe con poco entusiasmo las huelgas, cuando existiesen o no las acompañe”.

Cierto es que en los últimos años, se han efectuado por la doctrina importantes aportes tendientes a deslegitimar el poder extintivo del empleador en las relaciones privadas –incluso en las que no se cualifican por una especialidad inicial del vínculo, como serían las relaciones de trabajo del representante gremial protegido por la tutela sindical, o el caso de la mujer embarazada o que ha dado a luz, entre otros supuestos–, mas aún no se ha desactivado tal energía extintiva. El artículo 245 de la LCT sigue vigente y con él toda una amalgama de poderes paralelos (exorbitantes o no, depende del caso), que por un lado desactivan la calificación como contrato del vínculo laboral y, por el otro, de manera consecuente, desnivelan la distribución de fuerzas en perjuicio del trabajador, cosechando así la ambivalencia del Derecho del Trabajo, y fomentando la violación a su propiedad del puesto de empleo. En esto, dice el maestro Moisés Meik que un modelo de ordenamiento como el argentino, es un sistema que trasunta “una dosis de violencia sobre la persona del trabajador”, quien, por ello, tiene internalizado desde el inicio de su relación y a lo largo de su desarrollo o devenir, la implícita amenaza del despido, que opera, además, como un condicionante perverso de “disciplinamiento” social inadmisible.

Esa amenaza de despido opera, también, contra el principio de la irrenunciabilidad de los derechos adquiridos por el trabajador durante el desarrollo de la relación laboral. La inestabilidad en el empleo condiciona la inestabilidad en las condiciones de trabajo. Y agrega en el mismo sentido que, por esa razón, el trabajador se ve empujado con frecuencia a someterse, durante el desarrollo de la relación laboral, a exigencias empresariales solapadas, para que resigne derechos adquiridos durante el curso de la relación laboral, o a inhibirse de plantear oportunamente las reivindicaciones de mejores derechos o reclamos por incumplimiento, todo por el temor al despido, que puede transformarse –como represalia perversa– en la reacción empresarial si persiste la resistencia o conducta reivindicativa del trabajador. De todo lo anterior se deriva entonces que la herramienta del despido injustificado es un acto ilícito, pero eficaz, y que a través de este último componente, el empleador empuña un poder exorbitante (el más poderoso de todos), controlando a los trabajadores a su cargo”.

ES UN ACTO DE VIOLENCIA Y UNO DE LOS MAYORES PODERES EXORBITANTES DEL EMPLEADOR

“Coincidiendo con dos excelentes autores de la literatura jurídico-social europea, Antonio Baylos Grau y Joaquín Perez Rey, y en concordancia con todo lo que hasta este momento llevamos analizado, diremos que el despido debe contemplarse como un fenómeno de violencia inserto en los intinerarios de la autoridad empresarial y que en tanto fenómeno de empresa, más allá de su forma jurídica y de su engarce en el mecanismo regulativo de las relaciones de trabajo entre el momento contractual y el organizativo, es ante todo un acto de violencia del poder privado que se expresa como tal. Efectivamente, el poder empresarial, aún siendo éste exorbitante como es el caso del despido injustificado, se inserta en un sistema legal y social que en parte lo justifica; se adhiere al mismo, habilitándose que el muro protectorio de las relaciones de trabajo se vea acanalado por facultades desmedidas que dañan a uno de los contratantes. Y como se dijo en páginas anteriores, ese paradigma de violencia no debe encontrar un reducto más de justificación en lo que se dio en llamar como el carácter ambivalente del Derecho del Trabajo, sino que, a contrario, lo útil es construir a partir de allí nuevas herramientas de protección para contrarrestar aquella situación de agresión jurídica y también física en favor de quienes todos los días exponen su persona con motivo de la prestación laboral (manifestación del control sobre los cuerpos).

Como dicen Baylos y Pérez Rey –confirmando una vez más la hipótesis del control social que manejamos–, la empresa, a través de la privación del empleo a una persona, procede a expulsarla de una esfera social y culturalmente decisiva, es decir, de una situación compleja en la que a través del trabajo ésta obtiene derechos de integración y de participación en la sociedad, en la cultura, en la educación y en la familia. Crea una persona sin cualidad social, porque la cualidad de la misma y los referentes que le dan seguridad en su vida social dependen del trabajo. Como tuvimos oportunidad de decirlo en otra ocasión, quizá aquello de que el trabajo dignifica tenga algo de cierto, no en cuanto a la dignidad ínsita en todas las personas por el solo hecho de ser tales (que reafirmamos), sino en tanto forma de realización individual y pertenencia grupal. Prosiguen diciendo Baylos y Pérez Rey –derivado de lo anterior–, que el despido es violencia y por eso se expresa a través de formas que la niegan, y que jurídicamente se incluye ese acto rescisorio (o la posibilidad de hacer uso del mismo, es decir, la facultad de despedir sin justificación) en el marco de la relación contractual, y en consecuencia haciéndolo derivar del sometimiento voluntario del trabajador y de las dificultades del cumplimiento de lo acordado, diluyéndose entonces el aspecto coactivo del acto de rescisión del contrato en la organización del consentimiento en la producción y los procesos de trabajo, como un elemento implícito de éste.

Entendemos que esa fuerza es permanente a lo largo de toda la vinculación laboral, y no necesita ser concretada especialmente para comprobar su verdadera presencia, aun cuando puede generar efectos agresivos encumbrados como el caso del despido injustificado. Creemos que el despido sin justa causa es la máxima expresión de violencia dentro de la empresa, y que se trata de ocultarla –además–, tras la figura del contrato de trabajo, haciendo ver a las partes como libres o iguales cuando en verdad no lo son. Pero también pensamos que la violencia parte de otros casos, como la desigual retribución, las jornadas extenuantes y las magras condiciones de salud, el ejercicio desorbitado del ius variandi, entre otros ejemplos, aun cuando concluimos que todos esos ítems tratan de ser justificados nuevamente por el propio sistema otorgando al empleador las facultades de organización y dirección de la empresa, o creyendo en su esencialidad dentro del llamado contrato de trabajo, o en la legitimidad derivada del ejercicio de algún derecho de propiedad. Recordemos que los empleadores no son los únicos propietarios dentro de la relación laboral, ya que los trabajadores son titulares de una triple propiedad: propiedad de su cuerpo, del puesto de trabajo, y una propiedad social, y que las mismas también deben ser defendidas.

En parte, como dicen Baylos y Pérez Rey, también dentro de esa aparente lógica contractual se intenta ocultar la violencia del despido injustificado tras la configuración de un relato que sólo da cuenta de ciertas consecuencias económicas derivadas de la rescisión del vínculo, aunque desde allí también se controle, sobre todo con una reparación parcial como la derivada del artículo 245 de la LCT que ya hemos analizado páginas atrás. Dicen los autores de cita que “el despido pretende situarse en el marco de una conducta puramente económica, la privación de los medios de renta de una persona, para aislar este referente de su repercusión en términos sociales y del acceso a la participación democrática en términos de derechos”. Como dijimos supra, la tarifa legal del sistema argentino también disciplina. Por su carácter limitado y su interpretación amplia en beneficio del empleador (el fallo “Vizzoti” es prueba de ello, en tanto la CSJN allí dijo que el tope era inconstitucional sólo si reducía la base indemnizatoria en más de un 33%), los trabajadores tienden a evitarla, sometiéndose a las órdenes del empleador aun cuando algunas de ellas puedan ser calificada de arbitrarias, por miedo a perder su empleo, por temor a ser expulsado “a un espacio desertizado –el no trabajo–, en donde se plantea la pesadilla del sin trabajo, es decir, la precariedad como regla de vida, con repercusiones en los vínculos afectivos, familiares y sociales”.

Luego, las negativas consecuencias derivadas de la economización del despido injustificado, no sólo surgen antes de materializada la rescisión del contrato por ese motivo –provocando el disciplinamiento del trabajador, y el sometimiento a condiciones que muchas veces le son perjudiciales–, sino que también se pueden advertir luego de efectivizado el acto de violencia del despido sin justa causa, desde que la supuesta reparación en beneficio del trabajador es sólo parcial, y como dijimos en páginas anteriores, no reúne las típicas características de las indemnizaciones del derecho común, a menos que se quiera crear en el Derecho Social una teoría especial de las obligaciones, contraria a los marcos generales que nos vienen dados desde el derecho romano, y que se expresan hoy de manera moderna en nuestro nuevo Código Civil y Comercial. Entonces el mayor disciplinamiento opera desde que se sabe de antemano, no sólo que la reparación económica derivada del despido injustificado es parcial y no se reproduce, tendiendo a licuarse al corto plazo (el “precio de despido”), sino que además, de provocarse el despido, vamos a sufrir un proceso de des-identificación con el grupo económicamente activo, pasando a formar parte de un gran desierto de desempleados en busca de ocupación, incursionando en eso que Baylos y Pérez Rey identificaron como “la pesadilla del sin trabajo”, agravada en buena manera por contextos de flexibilización laboral y crisis económica. Coincidiendo una vez más con Baylos y Pérez Rey, el despido injustificado es entonces un acto de fuerza que se inscribe en los itinerarios del ejercicio de la autoridad en los lugares de la producción, y al que prestan su potencia la dogmática contractual y su equivalente dinerario”.

(*) Adolfo Nicolás Balbín (Profesor en Derecho Social-Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Nacional de La Plata): “El despido injustificado como instituto de control social” (Redea-Derechos en Acción-2018).

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