Por Hernán Andrés Kruse.-

En su edición del domingo 3 de noviembre La Nación publicó una columna política de Jorge Liotti titulada “En busca de una nueva hegemonía liberal”. Escribió el autor: “En la cúspide del poder de la Casa Rosada se percibe que el clima cambió. Se respira un aire de sosiego mezclado con cierto aroma a triunfalismo (…) “Javier cambió mucho últimamente. –Está envalentonado, agrandado. Te ametralla con los indicadores y te mete miedo. Percibo que en su entorno le tienen pánico”, describió un legislador amigo que habla regularmente con Milei (…) El gobierno vive un momento de prematura euforia, como si las lecciones del pasado no aplicaran simplemente “porque esta vez es distinto”. Incluso coquetean con naturalidad con lo que van a hacer en “los próximos siete años de gestión”, dando por asumida la reelección presidencial (…) “Queremos construir una nueva hegemonía libertaria y una superestructura que la sustente. Suena un poco gramsciano, pero es así”, sintetiza una figura cercana al presidente, como si se tratara de una consigna aprendida de memoria”.

“Esa nueva hegemonía imaginada tiene un plano económico (el dogma del déficit cero y la liberalización de los mercados), uno político (la destrucción de la vieja casta y la reconfiguración del tablero a partir de la polarización entre las fuerzas libertarias del bien y las socialistas del mal) y otro cultural (la batalla por la imposición de las ideas en materia de género, salud, medio ambiente, derechos humanos, aborto). El gobierno entiende que en los dos primeros ya hay progresos tangibles, y que en consecuencia es momento de avanzar hacia el último (…) Natalio Botana establece una diferencia entre la legitimidad de origen de los gobiernos democráticos, donde la Argentina ha dado un salto cualitativo desde 1983, y la legitimidad de resultados, donde el país aparece rezagado desde hace años ante la imposibilidad de satisfacer las principales demandas sociales. En el Salvador, donde en una administración de fuerte impronta autoritaria Nayib Bukele mantiene el 80% de aprobación popular, la percepción social es, paradójicamente, que la democracia se ha fortalecido (…) Es decir, los logros de su política de seguridad le permitieron mejorar la percepción institucional, a pesar de establecer un régimen de restricciones antidemocráticas. Los resultados se impusieron a la legitimidad”.

La hegemonía es contraria a la democracia liberal. La hegemonía implica el poder cuasi omnímodo de una facción política sobre la ciudadanía. El gobierno de Bukele es un claro ejemplo. Ese 80% de imagen positiva pone en evidencia el okey dado por el pueblo salvadoreño a su plan hegemónico. En Argentina, según lo expone Jorge Liotti, el gobierno libertario tiene en mente imponer una hegemonía libertaria, es decir, un sistema de dominación anarcocapitalista. Emerge en toda su magnitud el feroz antiliberalismo de Javier Milei. Porque conviene reiterarlo todas las veces que sea necesario, la concepción hegemónica de la política implica la negación de la democracia liberal. Implica lo que el politólogo estadounidense Fareed Zakaria denominó en 1997 “la democracia iliberal”

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Peter Kramer (Magister en Relaciones Internacionales-Investigador Independiente-Hungría) titulado “La dinámica de la democracia iliberal: un estudio de caso” (Analecta polit.-2022-Medellín-Colombia). El autor analizar el ascenso al poder de Viktor Orbán, el maquiavélico presidente húngaro que construyó sin piedad un régimen político democrático iliberal.

¿QUÉ ES LA LLAMADA DEMOCRACIA ILIBERAL?

“El término democracia iliberal fue acuñado en 1997 por el politólogo estadounidense Fareed Zakaria para referirse al fenómeno de que ciertos gobiernos democráticos, muchas veces populares, utilizaban sus mandatos para erosionar los derechos individuales, la separación de poderes y el Estado de derecho. En aquel momento, era un fenómeno relativamente marginal. Las democracias abundaban, el Bloque del Este acababa de disolverse y muchos de sus países comenzaban a recorrer el camino para convertirse en verdaderas democracias liberales funcionales. La comunidad internacional tenía esperanzas de paz y desarrollo a través de la democracia. Poco se sospechaba que solo unas décadas más tarde el antiliberalismo se convertiría en la fuerte tendencia que representa hoy e, incluso, las democracias más comprobadas del mundo comenzarían a coquetear con ideas antiliberal-autocráticas.

Con una definición simplificada, la democracia liberal es un sistema de gobernanza con elecciones libres, equitativas y multipartidarias, en que existe la separación de poderes y el Estado garantiza ciertos derechos civiles. Su fundamento es la libertad del individuo. En cambio, la democracia iliberal es un sistema de gobierno en el que, aunque se celebran elecciones, el Gobierno limita la libertad del pueblo al que representa. Para describir el fenómeno, varios autores utilizan términos como ideología poscomunista neoconservadora, paternalismo, populismo o elitismo, entre otros (Szelényi y Csillag). Por cierto, no existe una línea de demarcación clara y definida entre las democracias liberales y las iliberales, y la zona gris cada vez más amplia entre la democracia liberal y la dictadura autoritaria es el tema de un interesante y amplio debate académico (…)”.

LA PRESENTACIÓN DEL CASO

“Hungría celebró sus primeras elecciones libres en 1990, tras cuatro décadas de socialismo y de libertad limitada bajo la fuerte mano política de la Unión Soviética. Por tanto, en una escala histórica, Hungría es una democracia naciente. Las instituciones de la democracia están garantizadas en su constitución y han comenzado a funcionar; pero, como las tradiciones democráticas no se han podido arraigar en la mente colectiva, todavía son débiles. Viktor Orbán fue uno de los personajes importantes del cambio de régimen. Un activista carismático, recién graduado, que organizó a sus amigos de la Facultad de Derecho en un partido liberal y anticomunista (Fidesz-Unión Cívica Húngara), coalición que llegó por elección popular al nuevo Congreso de la República. En las elecciones de 1994, ganó el partido socialista, y Fidesz casi no alcanza el umbral electoral: se quedó con una bancada mínima en el Congreso.

Tras su derrota, Orbán decidió hacer un giro ideológico de 180º: de liberal demócrata se convirtió a un nacionalista conservador cristiano, se adaptó a lo que el pueblo quería escuchar y abandonó su proyecto político original. Su estrategia funcionó. En las elecciones de 1998 ganó Fidesz y Orbán fue elegido primer ministro por primera vez. Sin embargo, contra todo pronóstico, en las elecciones de 2002 su partido perdió el poder. Esta derrota fue un golpe duro para Orbán, por lo que se propuso consolidar su proyecto político. “Estábamos en el Gobierno, no en el poder”, dijo un alto mando de su partido después del fracaso en 2002. A partir de este momento, Orbán se dedicó a estudiar todas las técnicas de ejercicio del poder y juró no volver a permitir que eso se repitiera. En 2010, en medio de la crisis financiera mundial y de una gran inestabilidad nacional, arrasó en las elecciones y obtuvo la victoria que le permitió una mayoría calificada, 2/3 de los escaños. Desde entonces ha llevado a cabo una centralización impresionante en el país y se ha preparado para quedarse en el poder (formal o informal) por muchos años.

En una conferencia en 2014, Orbán declaró que la democracia liberal había sido un fracaso en Occidente. Su propuesta consistía en cambiar la estructura de un Estado compuesto de individuos que gozan de derechos civiles hacia la construcción de una comunidad nacional, tomando como ejemplo a Rusia, Turquía y China, entre otros. El mismo Zakaria escribió en un artículo, en respuesta a la declaración de Orbán, que se sorprendió de que un líder nacional europeo usara el término con orgullo, como una insignia de honor. Nyyssönen y Metsälä definen a Hungría como un ejemplo de autoritarismo blando, y señalan que, si bien el hecho de celebrar elecciones libres puede ser un calificativo suficiente de democracia para el antiliberalismo, es una definición demasiado estrecha para la democracia liberal y constitucional cuando no se respeta el Estado de derecho. De hecho, argumenta Müller, el mero hecho de llamarlas democracias iliberales legitima a los líderes autocráticos que están transformando todo su sistema político en su beneficio, y en su lugar deberían llamarse simplemente antidemocráticas.

Lührmann et al. clasifican a Hungría como una autocracia electoral (un declive de la democracia electoral de hace unos años) según su cálculo del índice de régimen comparativo. Su clasificación se basa en una serie de criterios cualitativos y cuantitativos relativos a las elecciones y al Estado de derecho, según sus amplios datos estadísticos, cuyo Democracy Report 2022: “Autocratization changing nature” concluye que más de 2/3 de la población mundial vive en 87 países clasificados como autocracias. Bozóki y Hegedűs califican a Hungría de régimen híbrido con limitaciones externas, argumentan que la pertenencia de Hungría a la Unión Europea (UE), las competencias de las instituciones de la UE y el alcance de la legislación de la UE han desempeñado un papel crucial en el desarrollo de las características únicas del sistema. Señalan que la hibridación es un proceso bidireccional: no solo puede ser el producto de la democratización parcial de regímenes autoritarios o del estancamiento del proceso de transición, sino que, como en el caso de Hungría, un país con una democracia liberal de tipo occidental consolidada, puede abandonarla transformando su sistema político en un régimen híbrido. Sárosi, al hablar de la externalización de las instituciones y los fondos públicos en fundaciones privadas dirigidas por los aliados cercanos de Orbán, lo llama un sistema híbrido rediseñado (…).

LA ELIMINACIÓN DE PESOS Y CONTRAPESOS

“Muchos de los pesos y contrapesos que regulan una democracia funcional no son leyes o normas precisamente definidas, sino tradiciones o leyes no escritas. Por tanto, es fácil desmantelarlos sin técnicamente violar la ley o la Constitución. Los líderes de ciertas autoridades e instituciones estatales importantes, y que potencialmente puedan ejercer algún control sobre el Gobierno, son nombrados por mutuo acuerdo de todos los partidos representados en el Congreso, según la proporción de sus escaños. Estas autoridades incluyen la Comisión Electoral Nacional, la Oficina de Contratación Pública, la Autoridad Antimonopolio o la Comisión Nacional de Medios Audiovisuales. Estas instituciones son fundamentales para el funcionamiento básico del sistema democrático, y la lógica dicta que se debería mantener un equilibrio en su liderazgo para asegurar su funcionamiento en beneficio del bien común.

Pero la mayoría calificada parlamentaria húngara puede cambiar a los líderes de estas autoridades estatales sin considerar las otras fuerzas políticas, nombrar amigos, familiares o a otros aliados, y eliminar todo elemento de control exterior. Una de las primeras medidas legislativas de Orbán en 2010 fue cambiar la ley del fiscal general: su mandato fue alargado a nueve años (más de dos ciclos electorales) y se limitó la posibilidad de su supervisión por el Parlamento. Desde el nombramiento de Péter Polt, un viejo y leal aliado de Orbán, al cargo de fiscal general el mismo año, el número de procesos penales en casos de corrupción política se ha desplomado, y los casos comenzados han sido descontinuados a casi el doble de la tasa de antes. La Fiscalía General cerró las investigaciones en varios casos en los que la Oficina Europea de Lucha Contra el Fraude (OLAF) detectó graves irregularidades, entre ellos varios contra familiares del primer ministro.

Similarmente, todos los líderes de los entes judiciales nacionales han sido reemplazados por personas leales al partido, incluso varios jueces en la Corte Constitucional. La abolición de la independencia judicial pone en peligro el valor más importante del Estado de derecho, que es el de pesos y contrapesos. Sistemáticamente, Orbán y su partido Fidesz han cooptado las instituciones de justicia y de control, y transmitido la idea de que la ley no aplica de igual manera a todos, y que es posible desdoblar las leyes sin violarlas si es necesario. A largo plazo esto puede causar una crisis de confianza en las instituciones estatales”.

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