Por Italo Pallotti.-

Nuestros gobiernos, por obra de los votos de una ciudadanía que al momento de emitirlo equivocó el rumbo, como también al momento de elegirlos, han ido poniendo al pueblo poco menos que de rodillas. No en un sentido meramente metafórico, sino en la pérdida de sus deseos, sus ilusiones y un sentido de vida armónico y placentero. La Democracia, tan mentada, como pisoteada. La Constitución, tan teórica en su articulado, como bastardeada en su aplicación. La República, tan clara en sus preceptos, como anulada en su institucionalidad. El Estado, tan proclive a solucionar todos los problemas de la mano del populismo, progresismo y otros “ismos”; pero deshilachado en sus efectos bienhechores. Todo esto explica el porqué de lo expresado al comienzo. Tomando una frase de Leopoldo Lugones, diríamos que la Nación “está escasa de laureles”. Los tiempos que corrieron en el país y de la mano de personajes nefastos, impresentables y corruptos, capaces de los más lamentables episodios que pueda recibir el cuerpo social, lo han llevado a un estado de decadencia generalizada.

Las noticias y los hechos que día a día sacuden el interés general dan cuenta de la pérdida paulatina de esos frenos inhibitorios, tan necesarios para una vida en paz y armonía. El aturdimiento al que somos expuestos de continuo, con informaciones sesgadas, donde siempre aparece el fantasma de “las dos verdades”; un apabullamiento vía la propaganda para incentivar el consumo a cualquier precio (de los que pueden y los que no); un descarado mentidero en los medios de comunicación adictos a los gobiernos de turno, con falacias de las más grosera concepción, por decir detalles menores de la propaganda oficial, nos han ido depositando en un estado de repugnancia por todo lo que sucede. Ese estado de cosas, en una frecuencia que asusta y duele nos ha llevado a negar y ver, en muchos casos, la realidad de lo que realmente sucedía. Y si algún político osado y desafiante manifestaba que la “Democracia estaba en deuda con el pueblo”, los exégetas y amigos del poder le saltaban a la yugular, como su hubiera cometido uno de los siete pecados capitales; pero potenciado.

Aquellos discursitos de ocasión que hablaban de las virtudes del sistema democrático, de verdad que con el correr del tiempo y sobre todo en la llamada “nueva Democracia” han quedado en deuda. Claro que, expresado así, es muy probable que uno sea calificado de facho, antipatria y otras aseveraciones propias de un populismo degradante por donde se lo mire, e incapaz de poner en marcha una sucesión de valores que se han encargado meticulosamente de destruir. Los hechos son irrebatibles. Lo heredado, lo certifican con creces. El fanatismo de unos y el descreimiento de otros, evidencia una patética y triste realidad. El camino dejado cubierto de malezas, inocultables por donde se lo mire, han depositado la institucionalidad en un laberinto, el que será difícil soslayar sin las consecuencias que vemos cada día más escabrosas. La tozudez y los caprichos del gobierno anterior nos han dejado en un callejón cuyas variables de salida son complejas; y el destinatario, de nuevo, una comunidad absorta y conmovida de esa forma de gobernar a la que deberá darse un giro total para no caer de nuevo en alternativas, aún peores, a las heredadas. Habrá que salir del modo anteojera, donde cada uno mira su propio ombligo con cruel egoísmo, y pensar en un patrón de actitudes solidarias y de consenso si aspiramos a dar vuelta las páginas más horribles. Herencia que nos dejó una tríada gobernante que un día deberá responder ante los suyos y la Patria por tanta deshonra, tanta corrupción y tanta desdicha impuesta a quienes alguna vez confiaron en ellos. No es injusto decir que fuimos víctimas de mediocres inquilinos de la Casa del Poder.

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