Por Enrique Guillermo Avogadro.-

«Se refiere a la moralidad de los medios, que es lo que define la moral de las personas, ya que en los fines todos parecemos buenos». Carlos Manfroni.

El INDEC confirmó el miércoles que 8.700.000 argentinos son pobres, y 1.700.000 son indigentes, o sea, un 32% de la población, y un 47% de los niños viven en hogares con pobreza, un chancro inmundo en el rostro de un país que, con poco más de 40 millones de habitantes, debiera ser capaz de alimentar, y muy bien, a 500 millones. Esos duros números se deben, exclusivamente, a cinco plagas que han azotado, con nuestra necesaria tolerancia, a la Argentina desde hace décadas: el estatismo, la corrupción, el populismo, el clientelismo y el narcotráfico, combinados e interdependientes.

Pero, como ya todos sabemos, esos factores se han ido potenciando a lo largo del tiempo, y han alcanzado su indudable cenit en los doce años y medio durante los cuales los Kirchner encabezaron la mayor asociación ilícita que recuerde nuestra historia, cuyo verdadero genocidio deja convertidos en meros ladrones de gallinas a quienes, en Brasil, lucraron con el «lava-jato» o con el «petrolão»; para confirmarlo basta con comparar lo robado en cada país.

Los montos que, todos los días, ratifican la magnitud del saqueo producen ahora -durante años decidimos ignorarlo- una indignación sin par, que sólo resulta superada por el asombro ante la actitud de los delincuentes que tuvieron responsabilidad directa sobre lo sucedido; por supuesto, además de la propia Cristina, descuellan Kicillof, Anímal, D’Elía, Boudou, Esteche, Bonafini, etc. Todos estos verdaderos monstruos simulan hoy ser almas buenas, dedicados al bien común, totalmente inocentes del desastre gigantesco que legaron a la posteridad, mientras se rasgan las vestiduras frente a los actos de un gobierno que debe atajar penales sin tener arquero.

La pregunta que, a imitación de Fariña, todos nos hacemos es: ¿cuántos pobres pesa un Máximo, un Cristóbal o un Lázaro? Porque en este terreno también son tantos que ni siquiera se los podía -ni quería- contar; como hacían quienes manejaban el dinero robado, hubiera bastado con pesarlos.

Claro que tampoco los empresarios parecen dispuestos a poner el hombro para salir de la monumental crisis que los datos exponen. Continúan en la postura de reclamar al Estado la protección que implica tener una economía cerrada al mundo, para seguir cazando en el zoológico, mientras que los gremios los acompañan invocando la necesidad de preservar el empleo. Que ambas premisas hayan demostrado su falsedad internacionalmente no parece hacerlos reflexionar, aunque los trabajadores cautivos representados por los sátrapas sindicales se vean obligados a pagar mucho más que sus homólogos en todo el mundo por los mismos bienes, empobreciéndolos más aún.

Salir de esta terrible situación, pese a las ponderables aspiraciones del Presidente, llevará décadas y será necesario que todos los argentinos nos pongamos de acuerdo en establecer verdaderas políticas de estado que se mantengan inalterables en el tiempo y que involucren educación, salud, vivienda, infraestructura, seguridad, y muchos otros ítems quizás tan relevantes como éstos. Porque la humanidad avanza a pasos acelerados y modifica dramáticamente el mercado laboral, producto de los inimaginables adelantos científicos que todos los días el mundo produce, que se pueden medir por la cantidad de patentes industriales que se registran en cada país.

Entonces, cuando tantos de nuestros compatriotas se han caído del mapa y han dejado de progresar en sus estudios, en los casos en que han llegado a ellos, la brecha que los separa de ese futuro que ya es inmediato se profundizará. Si bien no podremos comenzar a educar masiva y eficientemente hasta que superemos las barreras de la desnutrición, del hambre y de la enfermedad, porque ahí va la vida misma, tenemos que establecer metas concretas para permitir a los jóvenes llegar a empleos de calidad, que cada vez requieren de mayor especialización.

Un requisito fundamental para encarar el camino correcto pasa por la enseñanza, y en la necesidad de que maestros y profesores tengan la formación y los medios necesarios para educar adecuadamente; en la época de la informática, es absurdo que aún continuemos recurriendo al pizarrón y a la tiza. En la universidad, tenemos que encontrar la forma de contar con gente que pueda dedicarse exclusivamente a enseñar en ellas y actuar como tutores, como sucede en los mejores establecimientos del mundo.

Llevar a la mayoría de nuestros conciudadanos a estudios secundarios y superiores insumirá décadas pero, sin dejar de bregar en ese sentido, creo indispensable que nuestra universidad pública forme y gradúe cada vez más profesionales en las disciplinas duras que Argentina necesita con urgencia: ingenieros, matemáticos, geólogos, geógrafos, físicos, químicos, etc. Porque, además de cubrir un espacio casi vacío, si se lo compara con la cantidad de abogados o contadores que hoy egresan, esos graduados se convertirán en la herramienta fundamental para permitir acelerar el progreso general de nuestra población.

El kirchnerismo, con su vocación clientelista y populista, inventó innumerables universidades públicas que, además de la escasa calidad educativa que las caracteriza mayormente, no cumplen ese objetivo que debiera ser prioritario. De allí que el Gobierno tenga que poner sus mejores esfuerzos en crear en todas ellas carreras terciarias, de menor duración, que permitan una rápida inserción laboral de quienes egresen, amén de carreras universitarias que sirvan al entorno; así, en las provincias patagónicas, deben priorizarse las materias vinculadas al gas y al petróleo; en las pampeanas, a la agroindustria; etc.. Contemporáneamente, debe establecerse un programa de becas para esas carreras indispensables, con alta exigencia de rendimiento a sus beneficiarios, que no sólo garanticen la gratuidad sino que sean, en realidad, un sueldo mensual que permita la dedicación al estudio en tiempo completo.

En otro orden de cosas, en la inseguridad ciudadana, también debemos poner el mayor acento, porque gran parte de ella se debe al narcotráfico, uno de los mayores flagelos que afecta a todas las sociedades, y que aquí ha crecido exponencialmente de la mano de los Kirchner y de su gerente, el inefable Anímal. Hace años, la prensa brasileña publicó una entrevista a un jefe narco preso, en la cual éste emitió una sentencia definitiva: «ustedes ya perdieron»; la justificó explicando que, como los adictos y sus proveedores más pobres no valen nada, ya que la muerte los espera en cada esquina de la mano de una bala o una sobredosis, tampoco podían valorar la vida de los demás.

Más que en Colombia, México es el espejo en el que debemos adivinar nuestro futuro si no encaramos ya mismo el problema. Si no lo contenemos, si seguimos mirando para otro lado, pronto veremos matanzas masivas y cadáveres mutilados colgando de los puentes; porque las guerras que se desatan entre los carteles por el control de los territorios, siempre se libran en el terreno del terror. Las villas 1-11-14 y 31 porteñas, y las que rodean a Rosario y a Córdoba ya son una pequeña muestra de ese porvenir.

Las policías, en general, están ya corrompidas, aunque destacan la bonaerense y la santafecina, pero no están solas; también este gigantesco negocio ha comprado a jueces y a fiscales. Quienes luchan en su contra carecen de los medios adecuados para combatir: inteligencia, radares, armamento, personal especializado, juzgados y, sobre todo, leyes adecuadas. Faltan muchas cosas, y sobran tentaciones. También en este terreno debemos diseñar políticas de estado. Por ejemplo, la tan mentada «ley de derribo», aplicable a los aviones que se nieguen a obedecer órdenes de aterrizaje, ha sido en Brasil un factor de disuasión: está vigente, pero nunca tuvo que ser aplicada porque nadie se arriesga a hacerlo.

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