Por Justo J. Watson.-
Tal y como lo describió el mismísimo Karl Marx, el interés del Estado aun cuando el gobierno que lo use empiece con las mejores intenciones de “bien común”, más pronto que tarde acaba convirtiéndose en un propósito particular privado, opuesto a otros propósitos privados.
Es el forzamiento reemplazando la persuasión por conveniencias lo que no sirvió ni sirve al efecto del tan meneado “bien común”.
Aclarando que nos referimos al efecto de beneficio real, no al del relato de cartón pintado, colchones y monoblocks pergeñado por nuestros populistas, cínicos jineteadores de masas embrutecidas.
Así sucede en el mundo real ya que la gran mayoría de los “representantes” políticos se representan primero a sí mismos. Algo natural y esperable en tanto seres humanos laborando en condiciones de impunidad.
Se venden de una u otra forma, con excusas ideológicas o sin ellas a representantes de otro poder o a capitalistas “amigos” dispuestos a aprovechar (¡cómo no!) las antinaturales, abstrusas reglas del sistema. Haciéndolo en clave de lobbies y de beneficios monetarios compartidos con aquellos.
La sacrosanta democracia, la “voluntad popular” y hasta el concepto mismo de bien común giran entonces… para mostrarnos su media faz leprosa, la que corresponde a la lucha de tribus que a continuación se desata.
En posición de vender favores, ellos colocan a la sociedad en la disyuntiva de dividirse en grupos de presión en lucha por aumentar su parte en la sustracción a una torta que no crece, a expensas de otros grupos con menos poder circunstancial de extorsión.
Es el canibalismo social de quienes no atinan a estudiar ni a comprender la relación entre la sacralidad del ser humano que no debe convertirse en “medio” de ningún otro (porque es “fin” en sí mismo con todo lo que eso implica) y la ingente riqueza social que se genera cuando, efectivamente, no permitimos que el fin justifique los medios. Cuando la libertad vence a la esclavitud y la evolución en el pensamiento económico racional se impone al dogma tribal del atropello redistribucionista.
De más está decirlo, la ética libertaria bloquea la expropiación de rentas de propiedad privada y el atropello de otros derechos individuales, neutralizando con abundantes oportunidades de progreso la mayor parte del resentimiento social.
Por eso es la ideología más aborrecida por las izquierdas que, tras las huellas de nazis y fascistas promueven una densa red de reglamentaciones totalitarias para el control de precios y salarios, de inversiones y finanzas, de exportaciones e importaciones, de educación y seguridad. Para finalizar siempre con el intento de control del disenso en pensamientos y palabras.
Para ese gran partidario de la libertad y de la no violencia que fue Cristo, finalmente, el fin nunca justificó los medios, no importa cómo quiera acomodarse el relato; algo importante de recordar a efectos de interpretar correctamente el impactante discurso del Papa argentino en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, de hace pocos días.
Dijo Francisco I, textualmente, que el sistema económico actual degrada y mata; que ya no lo aguantan los campesinos, los trabajadores ni los pueblos; que debemos rechazar el nuevo colonialismo y que también debemos luchar para superar las graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos, bregando por un redentor cambio de estructuras.
Resulta obvio para cada vez más mujeres y hombres pensantes que totalitarismos corruptos hasta la médula, como la dictadura de mayoría que padecemos en la Argentina, degradan a los ciudadanos (previamente empobrecidos) sometiéndolos a la cultura de la dádiva. Para no hablar de las muertes prematuras de cientos de miles por pobreza, malnutrición, desesperanza vital, enfermedades y accidentes evitables, debidos todos a su incompetencia criminal.
Un sistema vil que, está a la vista, ya no aguantan campesinos ahogados bajo el yugo de impuestos confiscatorios, trabajadores desempleados o estatales con sueldos miserables ni pueblos enteros del interior que languidecen al ritmo de la destrucción de sus economías regionales a manos de políticas cambiarias y financieras forzadoras… que hace ya 70 años, se revelaron obsoletas por contraproducentes. Por ser generadoras de las enormes villas miseria que hoy rodean a todas las ciudades del país.
Sin duda debemos rechazar el nuevo colonialismo económico de un Estado cada vez más pesado, omnipresente y mentiroso; más paternalista y anulador de emprendedores, creativos, honestas y honestos que pretendan elevar a sus familias trabajando. Paternalista de un padre borracho y golpeador, claro, no de uno que promueva libertades en pos de la madurez responsable de sus hijos.
Por eso coincidimos con Francisco en que todos debemos luchar para superar “las graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos”. Teniendo muy en claro que la exclusión es hija de la pobreza, esa que los clientelismos y los amigos de la cultura de la dádiva (sean laicos o religiosos) desean perpetuar para mantener su influencia y poder. Y que de la pobreza, de la falta de techo (propiedad), de bienestar, de la ausencia de futuro para los hijos y de autoestima no se sale con fiscalismo coactivo y conmiseración sino con buenos empleos.
Debemos luchar hombro con hombro con la Iglesia pero no por más empleo público sino por más seguridad jurídica y por su consecuencia: el trabajo productivo; ese que surge del único sector que crea riqueza real, el sector privado. El de la iniciativa individual; nuestra y de afuera, con capitales de riesgo, empresarios estimulados y mentes innovadoras.
Debemos luchar, sí, por una revolución de verdad: la revolución mental que representa reconocer en el Estado saqueador de bienes ajenos (que justifica medios violentos con fines engañosos), al verdadero enemigo de la moral y por carácter transitivo, de los necesitados.
El Estado socialista supuestamente “benefactor” es hoy la personificación práctica del mal. Es el promotor del dolor por impotencia popular y de la impudicia gubernamental a todo nivel. De la deuda que crece y crece, de los frenos a la producción, del quiebre de empresas y familias, de la consecuente depredación ambiental, de todas las guerras internacionales y desde luego del tráfico de drogas entre muchas otras calamidades que, como bien señala nuestro Vicario, campean en derredor.
Marx mismo, un resentido redactor de octavillas devenido “economista”, no lo haría mejor. Es claro que casi en ningún lugar del mundo actual funciona el capitalismo; el libre mercado, la competencia abierta, la libertad de crear, producir y comerciar sin tapujos.
Lo que hay son lamentables “economías mixtas” con predominio dirigista, ventajismo cortesano, trabas por doquier y alta imposición.
Por eso y sólo por eso el dinero es hoy más que nunca el “estiércol del Diablo” descripto por el Papa: merced a la inmunda corrupción del estatismo dominante y a la pegajosa, putrefacta red de reglas totalitarias que sus legisladores nos imponen bajo amenaza.
Un sistema violento y perverso a más de estúpido, que deja poco espacio a las mujeres y hombres justos que desean usar esa herramienta con limpieza.
15/07/2015 a las 6:25 PM
Bergoglio, el falso profeta. Es functional al comunismo. Expliqueme por favor como hay que “entender” las palabras de ese blasfemo?
15/07/2015 a las 7:08 PM
Demarquía. Estococracia. ¿Acaso el autor estaría dispuesto a llevar a concretarse su propuesta, eliminando intereses particulares -estatales y privados-, eliminando todo aparato partidario, todo partido, todas las elecciones? ¿Ignora que desde Montesquieu y los iluministas se sabe que la democracia por partidos es un recurso inventado e impuesto por la oligarquía para perpetuar su expolio y dominación?
15/07/2015 a las 7:00 PM
Juramento Antimodernista
Abolido el 17 de julio de 1967 por Paulo VI :.
D-2145 Yo… abrazo y acepto firmemente todas y cada una de las cosas que han sido definidas, afirmadas y declaradas por el magisterio inerrante de la Iglesia, principalmente aquellos puntos de doctrina que directamente se oponen a los errores de la época presente.
Y en primer lugar: profeso que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente conocido y, por tanto, también demostrado, como la causa por sus efectos, por la luz natural de la razón mediante las cosas que han sido hechas [cf. Rom. 1, 20], es decir, por las obras visibles de la creación.
En segundo lugar: admito y reconozco como signos certísimos del origen divino de la religión cristiana los argumentos externos de la revelación, esto es, hechos divinos, y en primer término, los milagros y las profecías, y sostengo que son sobremanera acomodados a la inteligencia de todas las edades y de los hombres, aun los de este tiempo.
En tercer lugar: creo igualmente con fe firme que la Iglesia, guardiana y maestra de la palabra revelada, fe próxima y directamente instituida por el mismo, verdadero e histórico, Cristo, mientras vivía entre nosotros, y que fue edificada sobre Pedro, príncipe de la jerarquía apostólica, y sus sucesores para siempre.
Cuarto: acepto sinceramente la doctrina de la fe trasmitida hasta nosotros desde los Apóstoles por medio de los Padres ortodoxos siempre en el mismo sentido y en la misma sentencia; y por tanto, de todo punto rechazo la invención herética de la evolución de los dogmas, que pasarían de un sentido a otro diverso del que primero mantuvo la Iglesia; igualmente condeno todo error, por el que al depósito divino, entregado a la Esposa de Cristo y que por ella ha de ser fielmente custodiado, sustituye un invento filosófico o una creación de la conciencia humana, lentamente formada por el esfuerzo de los hombres y que en adelante ha de perfeccionarse por progreso indefinido.
Quinto: Sostengo con toda certeza y sinceramente profeso que la fe no es un sentimiento ciego de la religión que brota de los escondrijos de la subconciencia, bajo presión del corazón y la inclinación de la voluntad formada moralmente, sino un verdadero asentimiento del entendimiento a la verdad recibida de fuera por oído, por el que creemos ser verdaderas las cosas que han sido dichas, atestiguadas y reveladas por el Dios personal, creador y Señor nuestro, y lo creemos por la autoridad de Dios, sumamente veraz.
D-2146 También me someto con la debida reverencia y de todo corazón me adhiero a las condenaciones, declaraciones y prescripciones todas que se contienen en la Carta Encíclica Pascendi [v. 2071] y en el Decreto Lamentabili, particularmente en lo relativo a la que llaman historia de los dogmas.
Asimismo repruebo el error de los que afirman que la fe propuesta por la Iglesia puede repugnar a la historia, y que los dogmas católicos en el sentido en que ahora son entendidos, no pueden conciliarse con los más exactos orígenes de la religión cristiana.
Condeno y rechazo también la sentencia de aquellos que dicen que el cristiano erudito se reviste de doble personalidad, una de creyente y otra de historiador, como si fuera lícito al historiador sostener lo que contradice a la fe del creyente, o sentar premisas de las que se siga que los dogmas son falsos y dudosos, con tal de que éstos no se nieguen directamente.
Repruebo igualmente el método de juzgar e interpretar la Sagrada Escritura que, sin tener en cuenta la tradición de la Iglesia, la analogía de la fe y las normas de la Sede Apostólica, sigue los delirios de los racionalistas y abraza no menos libre que temerariamente la crítica del texto como regla única y suprema.
Rechazo además la sentencia de aquellos que sostienen que quien enseña la historia de la teología o escribe sobre esas materias, tiene que dejar antes a un lado la opinión preconcebida, ora sobre el origen sobrenatural de la tradición católica, ora sobre la promesa divina de una ayuda para la conservación perenne de cada una de las verdades reveladas, y que además los escritos de cada uno de los Padres han de interpretarse por los solos principios de la ciencia, excluida toda autoridad sagrada, y con aquella libertad de juicio con que suelen investigarse cualesquiera monumentos profanos.
De manera general, finalmente, me profeso totalmente ajeno al error por el que los modernistas sostienen que en la sagrada tradición no hay nada divino, o, lo que es mucho peor, lo admiten en sentido panteístico, de suerte que ya no quede sino el hecho escueto y sencillo, que ha de ponerse al nivel de los hechos comunes de la historia, a saber: unos hombres que por su industria, ingenio y diligencia continúan en las edades siguientes la escuela comenzada por Cristo y sus Apóstoles.
Por tanto, mantengo firmísimamente la fe de los Padres y la mantendré hasta el postrer aliento de mi vida sobre el carisma cierto de la verdad, que está, estuvo y estará siempre en la sucesión del episcopado desde los Apóstoles (1); no para que se mantenga lo que mejor y más apto pueda parecer conforme a la cultura de cada edad, sino para que nunca se crea de otro modo, nunca de otro modo se entienda la verdad absoluta e inmutable predicada desde el principio por los Apóstoles (2).
Notas
(1) IREN. 4, 26, 2 [PG 7, 1053 C]
(2) TERTULIANUS, De praescr. 28 [PL 2, 40].
Fuente: Denzinger, Enchiridum Symbolorum, números citados.
15/07/2015 a las 7:01 PM
http://panoramacatolico.info/sites/panoramacatolico.info/files/pascendi_dominici_gregis.pdf
Juramento Antimodernista
Abolido el 17 de julio de 1967 por Paulo VI :.
D-2145 Yo… abrazo y acepto firmemente todas y cada una de las cosas que han sido definidas, afirmadas y declaradas por el magisterio inerrante de la Iglesia, principalmente aquellos puntos de doctrina que directamente se oponen a los errores de la época presente.
Y en primer lugar: profeso que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente conocido y, por tanto, también demostrado, como la causa por sus efectos, por la luz natural de la razón mediante las cosas que han sido hechas [cf. Rom. 1, 20], es decir, por las obras visibles de la creación.
En segundo lugar: admito y reconozco como signos certísimos del origen divino de la religión cristiana los argumentos externos de la revelación, esto es, hechos divinos, y en primer término, los milagros y las profecías, y sostengo que son sobremanera acomodados a la inteligencia de todas las edades y de los hombres, aun los de este tiempo.
En tercer lugar: creo igualmente con fe firme que la Iglesia, guardiana y maestra de la palabra revelada, fe próxima y directamente instituida por el mismo, verdadero e histórico, Cristo, mientras vivía entre nosotros, y que fue edificada sobre Pedro, príncipe de la jerarquía apostólica, y sus sucesores para siempre.
Cuarto: acepto sinceramente la doctrina de la fe trasmitida hasta nosotros desde los Apóstoles por medio de los Padres ortodoxos siempre en el mismo sentido y en la misma sentencia; y por tanto, de todo punto rechazo la invención herética de la evolución de los dogmas, que pasarían de un sentido a otro diverso del que primero mantuvo la Iglesia; igualmente condeno todo error, por el que al depósito divino, entregado a la Esposa de Cristo y que por ella ha de ser fielmente custodiado, sustituye un invento filosófico o una creación de la conciencia humana, lentamente formada por el esfuerzo de los hombres y que en adelante ha de perfeccionarse por progreso indefinido.
Quinto: Sostengo con toda certeza y sinceramente profeso que la fe no es un sentimiento ciego de la religión que brota de los escondrijos de la subconciencia, bajo presión del corazón y la inclinación de la voluntad formada moralmente, sino un verdadero asentimiento del entendimiento a la verdad recibida de fuera por oído, por el que creemos ser verdaderas las cosas que han sido dichas, atestiguadas y reveladas por el Dios personal, creador y Señor nuestro, y lo creemos por la autoridad de Dios, sumamente veraz.
D-2146 También me someto con la debida reverencia y de todo corazón me adhiero a las condenaciones, declaraciones y prescripciones todas que se contienen en la Carta Encíclica Pascendi [v. 2071] y en el Decreto Lamentabili, particularmente en lo relativo a la que llaman historia de los dogmas.
Asimismo repruebo el error de los que afirman que la fe propuesta por la Iglesia puede repugnar a la historia, y que los dogmas católicos en el sentido en que ahora son entendidos, no pueden conciliarse con los más exactos orígenes de la religión cristiana.
Condeno y rechazo también la sentencia de aquellos que dicen que el cristiano erudito se reviste de doble personalidad, una de creyente y otra de historiador, como si fuera lícito al historiador sostener lo que contradice a la fe del creyente, o sentar premisas de las que se siga que los dogmas son falsos y dudosos, con tal de que éstos no se nieguen directamente.
Repruebo igualmente el método de juzgar e interpretar la Sagrada Escritura que, sin tener en cuenta la tradición de la Iglesia, la analogía de la fe y las normas de la Sede Apostólica, sigue los delirios de los racionalistas y abraza no menos libre que temerariamente la crítica del texto como regla única y suprema.
Rechazo además la sentencia de aquellos que sostienen que quien enseña la historia de la teología o escribe sobre esas materias, tiene que dejar antes a un lado la opinión preconcebida, ora sobre el origen sobrenatural de la tradición católica, ora sobre la promesa divina de una ayuda para la conservación perenne de cada una de las verdades reveladas, y que además los escritos de cada uno de los Padres han de interpretarse por los solos principios de la ciencia, excluida toda autoridad sagrada, y con aquella libertad de juicio con que suelen investigarse cualesquiera monumentos profanos.
De manera general, finalmente, me profeso totalmente ajeno al error por el que los modernistas sostienen que en la sagrada tradición no hay nada divino, o, lo que es mucho peor, lo admiten en sentido panteístico, de suerte que ya no quede sino el hecho escueto y sencillo, que ha de ponerse al nivel de los hechos comunes de la historia, a saber: unos hombres que por su industria, ingenio y diligencia continúan en las edades siguientes la escuela comenzada por Cristo y sus Apóstoles.
Por tanto, mantengo firmísimamente la fe de los Padres y la mantendré hasta el postrer aliento de mi vida sobre el carisma cierto de la verdad, que está, estuvo y estará siempre en la sucesión del episcopado desde los Apóstoles (1); no para que se mantenga lo que mejor y más apto pueda parecer conforme a la cultura de cada edad, sino para que nunca se crea de otro modo, nunca de otro modo se entienda la verdad absoluta e inmutable predicada desde el principio por los Apóstoles (2).
Notas
(1) IREN. 4, 26, 2 [PG 7, 1053 C]
(2) TERTULIANUS, De praescr. 28 [PL 2, 40].