Por Paul Battistón.-

La intermitencia entre golpes y salidas electorales (algunas nacidas muertas) pareció ser la cuestión a la que había que acostumbrarse. A eso se resignaban los argentinos el siglo pasado (apenas ayer).

El acostumbrarse a elementos resignantes siempre fue una constante indiscutible y plena de discusiones en la vida de los argentinos. La deuda externa como causante inequívoco de nuestros males ocupó los resquicios de toda discusión y conversación desde casi el inicio del último gobierno militar hasta bien entrado el de Alfonsín. Pero Alfonsín logró lo que parecía imposible: hacernos olvidar por un buen rato de la deuda dejándola en el estante de las cosas que alguna vez se solucionarán. A cambio de ella, nos dio motivos para resignarnos a vivir en una inflación que se percibía como eterna tras el empujoncito que su gobierno le dio. Llegando a las vísperas de su “híper” ya todos nos habíamos olvidado de la monumental deuda para dedicarnos a sobrellevar ese fenómeno con la sensación de que había sido eterno (casi).

Alfonsín, en ese aspecto de arrodillar nuestra resignación ante un fenómeno monetario, fue benévolo; una década antes el fenómeno balístico nos hizo pensar que siempre viviríamos en la violencia.

Desencuentros, deudas, inflaciones, violencias fueron calamidades alternadas con la gran constante del siglo pasado, la intermitencia institucional con todos sus golpes debidamente justificados; así se desprende de los apoyos recibidos y la poca resistencia inmediata a los mismos.

Los supuestos golpeadores de puertas de cuarteles nunca volverían a completar un mandato desde 1930; los de la doctrina recién lo concretarán entre el 87 y el 93, aunque luego saldría a la luz que aunque todos habían formado parte del mismo en realidad no les era un gobierno propio.

Los golpeadores de puertas en realidad no lo habían sido tanto (la propaganda había sido efectiva) y los no golpeadores no lo necesitaban; se bastaban por sí solos y tenían sus representantes propios puertas adentro de los cuarteles.

Golpe o revolución, una imposible discusión.

Líder o golpista, eran insuficientes las pistas.

La certeza fue la intermitencia como la culpable de nuestro fracaso apoyado en la perpetua discontinuidad. Ningún modelo concretaba su esquema, lo cual en algunos casos quizás fue una suerte. La sorpresiva continuidad del fracaso posterior al fin de la intermitencia sólo sería mala suerte. Pero estaba claro que así no se podía continuar; alguna vez había que terminar algo y para terminar algo primero se debía terminar con esa manía militar de dar esos golpes que nadie pedía salvo la mitad del país (mitades intermitentes también). La excepción fue quizás el último de los golpes, el más odiado. El día de su concreción un sondeo indicaba un 80% desde aprobación hasta simpatía con su anunciada y esperada concreción. El peronismo casi lo había logrado, unir a todos los argentinos contra su propio caos.

Era necesario desaparecer esa incontinencia golpista que todo lo abortaba. Quizás hubiera sido interesante llegar a un acto comicial entre detonaciones y atentados. Seguro los papelitos habrían vencido al fuego.

Alfonsín tuvo el coraje de los vericuetos y escaramuzas de pasillos muertos. Nunca nadie se había atrevido a tanto, sentar una junta militar en un banquillo civil. Costa Gavras había mostrado en Z el agobiante camino del fracaso; estaban avisados de lo berretas que podían ser las escaramuzas, nada que un leguleyo radicheta avisado de antemano no pudiera superar (el enredo es su hábitat natural).

Alfonsín le puso término a lo que nadie parecía dispuesto a terminar: las interrupciones (sólo las militares). Alfonsín no terminó, lo interrumpieron. Hasta en eso se traicionó y nos traicionó. Sólo le golpearon las puertas de Olivos y caminando codo a codo con un peronista (se los ve de espalda pero son ellos) dejó pactado o plantado el olivo de nuestro primer golpe democrático sin cuartel. Los peronistas con el tiempo dieron cuenta de que quien caminaba con Alfonsín no era peronista. Aun así lo mantuvieron como un extrapartidario (o extraterrestre) en los fueros del senado.

Sin duda, más allá de estos detalles, le debemos a Alfonsín un gran agradecimiento y para ello nada como premiarlo con el título de padre de la democracia. Demos gracias a ese 1985 y su gran juicio sin el cual nunca hubiéramos conocido los peligrosos riesgos que surgen de someternos en forma continua a lo endeble del sistema democrático.

La ansiedad de terminar de leer un mal libro tiene siempre ventaja sobre la culpa de abandonarlo a la mitad. Si lo abandonamos antes de terminarlo, nunca sabremos en qué nos habrá cambiado para mal o para evitar lo malo.

Lo de continuar fracasando aun después de superar las interrupciones quizás sea sólo nuestro karma pero por lo menos estamos en democracia, que no es poco.

¿O es poco?

Ver también:

• Juegos de la memoria I (La beatificación de Lucifer)

Juegos de la memoria II (La tortura)

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