Por Justo J. Watson.-

Más allá de quejas pueriles del tipo “malos dirigentes culpables, buen pueblo inocente”, guste o no, nuestros gobernantes representan un extracto proporcional de los valores, valentías y cobardías de nuestra población. Extracto adulterado, sin embargo, desde el momento en que la previa “selección natural” en el mundillo político se dirime en una competencia donde prevalecen en general los más tenaces y obsesivos; los más vivos, taimados y traicioneros. A diferencia de la competencia positiva del mundo privado del mercado, la preselección estatal es una competencia mayormente negativa ya que no existe, salvo excepciones, el político sabio y desinteresado sólo movido por su vocación de servicio al prójimo y al país como supone la teoría democrática. Se trata de un mito angélico en el que pocas personas creen.

La idea de desconexión, de ajenidad entre la política y la gente no es algo nuevo sino consustancial al ciudadano común desde siempre.

Al decir de Henry L. Mencken (1880-1956, respetado autor, educador y periodista norteamericano) “El hombre medio, a pesar de sus errores, percibe con claridad en última instancia que el gobierno es algo ajeno a él y a la mayoría de sus prójimos; que se trata de un poder separado, independiente y hostil, sólo parcialmente bajo su control y capaz de causarle grandes perjuicios”.

El desinterés e incluso la hostilidad de un creciente porcentaje de nuestra población para con la clase política entronca en esa sensación incómoda, políticamente muy incorrecta que considera a la democracia, en el fondo, no sólo entorpecedora y demasiado costosa sino anti ética.

En efecto: declaradamente “consensual”, el ideal legislativo democrático promueve que el bloque 1 se alíe con el bloque 3 para robar a los votantes del bloque 2. Que el bloque 2 acuerde con el 3 para frenar con regulaciones, en realidad, al bloque 1. Que los bloques 1 y 2 conspiren parcialmente contra el 3 y así en forma constante y tan cambiante como cambiantes sean los intereses particulares de sus integrantes, a su vez transitorios y “borocotizables”.

Todo ello constituye para el sentido común popular, en última instancia, un fraude moral. Un procedimiento cínico, alejado del concepto clásico de lo que es útil por la vía de ser justo y transparente. Injusticia que deriva en inequidad, luego en iniquidad y al final del día… en esclavitud.

En la Edad Media el epítome del esclavo era el siervo de la gleba que, atado a la tierra de su señor sin opción de abandono, debía entregar cada año alrededor del 50% del producto al amo feudal, quien detentaba las armas y el monopolio de la violencia junto, claro, con el de la ley.

En la Argentina del siglo de la economía del conocimiento nuestros agricultores (por caso) entregan cada año sin poder evadirlo el 75% de lo logrado, al amo Estado. Que si bien no es el dueño de la tierra, tuvo la viveza de colocarse poco a poco en posición de obligarlos mediante extorsión fiscal a trabajar frenéticamente para él en situación más esclavizante aún que la de los siervos de la gleba, a través de un idéntico herramental monopólico de ley + violencia.

Nuestros productores trocaron así gradualmente en arrendatarios de facto de su propia heredad, siempre sujetos a la amenaza de quiebra, embargo y confiscación. Otras actividades formales de a pie (no encaramadas al ingenio artillado del gobierno) no llegan a entregar tanto al amo estatal pero la sumatoria de violencias bajo ley tributaria que se abate sobre ellas no baja del 50% del producido útil; similar a la de los esclavos medievales.

La extorsión fiscal monopólica, justificada en todo lo que el Estado nos brinda a cambio de esta agresión no consentida es inaceptable, más allá de que los monopolios sean casi siempre perjudiciales para el consumidor sin que esta sea la excepción. También fue, es y será inaceptable, siempre, pretender que el fin (servicios, en este caso) justifique los medios (violencias) so pena de inequidad e iniquidad (injusticias) a plazo fijo. Algo, esto último, en lo que todas las iglesias están en deuda con su prédica moral y se hallan en grave contradicción conceptual, sea por cobardía o por ánimo acomodaticio para con el Estado.

Soportamos ineficientes, pésimos servicios públicos de pago obligatorio en seguridad, educación, justicia, previsión, defensa, salud e infraestructura a los que se añaden ineficientes, pésimos servicios de costosas “empresas” estatales tanto como de soluciones solidarias, laborales y habitacionales sustentables para la creciente legión de víctimas económicas de su demagogia. También soportamos ineficientes, pésimos servicios administrativos del patrimonio “de todos”: nuestro capital nacional relativo viene en disminución desde hace más de siete décadas, en línea con el ascenso de nuestra deuda.

Delicias todas del monopolio estatal forzoso, facturadas al sideral costo de la carga impositiva más elevada del planeta (para los infelices que la pagan), sumada a una inflación actual y a una deuda para nuestros hijos y nietos que eleva el precio cierto de estos servicios a valores de insanía.

Extrapolado a praxis de competencia privada, el directorio en pleno hubiera sido eyectado a patadas, insultado y demandado penalmente por los accionistas tras la proyección de resultados visto el primer balance y memoria anual, allá por el ‘45.

Ciertas telarañas mentales empiezan a despejarse, al menos, a lomos de la impresionante batalla cultural que por todos nosotros están dando los jóvenes libertarios argentinos. Para ellos y para cada vez más ciudadanos, está claro que cualquiera de los ineficientes, pésimos servicios que a precio de oro nos presta el “indispensable” Estado puede ser prestado desde el sector privado (local o no) con mucha mayor eficiencia y variedad, a mucho menor costo y en limpia competencia antimonopólica, a través de miríadas de combinaciones contractuales (y de becas) posibles. Con cambios de enfoque social elevadores de la autoestima responsable. Con ideas originales conducentes apalancadas en las nuevas tecnologías; innovadoras, inteligentes y sobre todo superadoras del servilismo esclavo que caracteriza hoy a tantos adoctrinados, empobrecidos, embrutecidos y clientelizados por el Gran Hermano Justicialista.

En definitiva, como bien se dijo, el desarrollo es un proceso integrado de libertades que se conectan entre sí. Libertades políticas y económicas que abren el ascenso social y permiten a los individuos ampliar sus capacidades para llevar el tipo de vida que valoran. La esclavitud (cualquiera sea su grado) siempre atrofia a las personas provocando en forma directamente proporcional… pobreza y marginación.

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