Italo Pallotti.-

Argentina vive un momento de gran incertidumbre que a manera de ciénaga la ha ido sumergiendo tanto en el ánimo individual como colectivo en una impronta con una monotonía exasperante y, ¿por qué no decirlo?, en un modo cruel. La nación, producto de ello, se inscribe en una de esas páginas tortuosas en la historia de los pueblos de esta región del continente. Con una matriz casi de rigor explícito, en cuanto a su convivencia cívica, fue con el correr de las décadas sumiéndose en un letargo e inmovilidad pasmosa que, de verdad, es para un análisis del que la psicología se haría un festín. Pasan los años y cuando aparece alguien con el libreto, en apariencia correcto, surgen factores que tiran por la borda la intención de poner a la ciudadanía sobre un barco que la deje, finalmente, en buen puerto. Por el contrario, siempre el naufragio nos está esperando. Y así, una nueva frustración hace que los, aunque sean esporádicos, esfuerzos caigan en otra decepción. Y con ella el esmero de quienes depositaron fe y esperanzas en el nuevo líder y, a veces, aparente Mesías, sucumban una y otra vez.

Difícil resulta explicar este fenómeno. Desde la vulgaridad de dirigentes de escasa capacidad y aptitud, hasta un pueblo que, bajo su incompetencia cívica, da la sensación que se complace, cuando aparece alguien que promete ser algo mejor a lo anterior, en perturbarlo a veces con nostalgia de lo malo conocido, a poco de haber asumido. De tanto fracaso, engaño, apatía y cansancio han ido abandonando paulatinamente principios elementales de raciocinio. Esto, dejado de lado, al parecer, lo hace incapaz de comprender que lo que se pone en juego tras cada nuevo gobierno es su interés personal y social a la vez. Bajo el ropaje del “no me importa la política”, va dejando jirones de su libertad y lo más grave aún, de su propia dignidad como ciudadano. Este mismo personaje, ya desahuciado del apego por lo íntimo, queda a tiro de cañón de dirigentes inescrupulosos y corruptos que no trepidan en mancillar ya no sólo el interés del prójimo, sino su imagen y calidad de hombre público. De allí a la perversión y envilecimiento de los principios propios y ajenos, hay solo un paso.

En ese escenario, no se pudo escapar a la debacle general. Todo fue torpe, sin oponer la mínima reacción y vocación, ingresando en una escalada de decadencia generalizada. La política, como responsable de la conducción del Estado, y en consecuencia del Pueblo y la República, fue degradando su rol y capacidad de mando que prostituyó, como en una siniestra espiral, el mandato popular que obtuvo a través del voto. Viene esto a la reflexión el hecho de la verdadera campaña de desestabilización que están ejerciendo la dirigencia y adeptos del gobierno anterior, sobre las nuevas autoridades (a sólo tres meses de asumir).

Una verdadera legión de dirigentes políticos opositores, sindicalistas, periodistas y advenedizos (muchos con condenas judiciales y procesos en marcha) jugando a las prácticas golpistas de un modo grosero, descarado e indecente, propio de aquellos acostumbrados a conductas reprochables dentro de un proceso democrático. Paros, toma de edificios, piquetes, atropellos, discursos de odio, maltrato y agresión a la investidura presidencial, poco visto en Democracia, conforman una muestra, apenas, de la asqueante costumbre de boicotear todo lo que no se ajuste a sus deleznables maneras de entender la política. La Historia los está registrando con nombres y apellidos. No son dignos de ocupar un lugarcito mínimo de recordación; todo lo contrario. Sus figuras, desteñidas por la deshonra, y sus inmerecidos privilegios merecen la repulsa de toda la nación. De los adversarios y de los propios, si un día sus conciencias se sinceran y les avisa que apoyaron a una especie de secta, mercachifles del poder, con una matriz de corrupción pocas veces vista. Perdieron la vergüenza y está todo dicho. A seguir participando, si les da la cara y la Justicia lo permite. Por ahora, a bancarse lo que el pueblo eligió. ¡No hay otra!

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