Por Hernán Andrés Kruse.-

“Ferguson parte de una concepción mixta de la naturaleza del hombre en la que se conjugan los componentes de un humanismo cívico y las perspectivas del naciente liberalismo económico. En su esquema, ambas dimensiones se expresan en la persecución de tres leyes que organizan la voluntad: la ley de la autoconservación, la ley de la sociedad y la ley de la excelencia.

La primera de ellas mueve al hombre a buscar y garantizar la propia conservación. Sin embargo, la propia conservación no significa sólo la salvaguarda física o la mera supervivencia. Los hombres son naturalmente benevolentes y con ello aparece la segunda ley. Junto con el interés que promueve la autoconservación, la benevolencia y una serie de pasiones desinteresadas llevan al hombre a actuar incluso contra sí mismo tejiendo un mapa de relaciones que podríamos identificar como producto de las propensiones sociales de su naturaleza. El equilibrio y la prosperidad social sólo pueden alcanzarse como resultado de una adecuada proporción entre ambas. De ellas emerge como resultado, la prosecución de la tercera ley: la búsqueda de la excelencia.

Aquí Ferguson vuelve a separarse de los referentes galos de la filosofía para pensar esta dimensión de forma distinta a un progreso lineal y ascendente. La excelencia implica un grado de desarrollo motorizado por la acción en la que la pasividad y la comodidad de un mundo privado son asediadas constantemente por los reclamos de intervención en la vida pública de mano de eso que llama virtud y que más adelante comentaremos. La perfección moral a la que refiere con estas leyes, la prosecución de esa dimensión cívica, y por ende social, que requiere toda vida humana para poder desplegarse y volver acto su potencialidad.

Con todo, es claro que Ferguson añora de forma evidente las máximas estoicas que fundamentaron mucho del ideal de la república romana. Sin entrar en precisiones que los límites de este escrito no habilitan, debemos reconocer que la benevolencia es la expresión contemporánea del ideal estoico de amor a la comunidad que Ferguson tenía sumamente presente como ideal. El rechazo del estoicismo a los desbordes egoístas de la persecución del placer -que alentaba el epicureismo en la antigüedad- prefiguraban aquello que el interés, como único y último motor, parecía estimular la mirada de Mandeville y algunos contemporáneos contra los que el escocés desplegó su pluma.

A diferencia del médico holandés, para el filósofo escocés, la benevolencia era el resorte último de la vida del hombre que, como band of society, conformaba las bases del espíritu público. Con ella, Ferguson recupera una dimensión afectiva del vínculo social cuyo presupuesto es que existen motivos más fuertes para mantener a los hombres en relación que el cálculo devenido de circunstancias económicas. Esa simpatía que mantiene entrelazados a los hombres en sociedad, erigía la principal fuerza de cohesión social alejada del protagónico ‘intercambio mercenario de servicios’ que defendiera su homónimo.

Hasta aquí la tríada de tópicos que analizamos nos suministra una plataforma para pensar la sociedad civil y el problema de la comunidad, tal como anunciáramos en la introducción. Veamos a continuación cómo nuestro autor distingue esas dimensiones para ver luego qué consecuencias trae aparejadas”.

LA PARADOJA DE LA SOCIEDAD CIVIL

El origen de la sociedad no es para Ferguson un problema que pueda pensarse más allá del hombre mismo. La concepción de la sociabilidad innata a la que aludimos en los apartados anteriores nos condujo a reflexionar en torno a la idea de historia socio-natural de la humanidad en tres estadios, cuya coronación culmina con la sociedad civil. Asimismo precisamos cómo el filósofo escocés analiza el lazo social como algo más que el despliegue calculado de intereses individuales. Ahora bien, la idea de progreso que vertebra el paso de un estadio salvaje a uno civilizado abre varios interrogantes que vuelven la noción de sociedad civil un nudo conceptual con ribetes paradojales. Si recapitulamos, podemos ver que el desarrollo material progresivo de la sociedad es la condición misma que permite un aumento de la prosperidad material y despliegue de riqueza. Ferguson afirma que podemos «felicitar justificadamente a nuestra especie por haber pasado de un estado bárbaro de desorden y violencia a una situación de paz interna y política regular».

Para nuestro autor, al igual que varios referentes del llamado humanismo comercial (Montesquieu, Smith y Hume), los intereses juegan un papel central en la función de control que pueden ejercer sobre las pasiones. En este sentido, Ferguson recupera la idea de que el hombre que persigue ciertos intereses vuelve sus acciones transparentes y predecibles, es decir, irremediablemente las tiñe con una indudable racionalidad. En cierta medida, asemeja su conducta a la de una persona virtuosa. Por ello, el interés es visto como algo a medio camino entre la pasión y la razón, cuya eficacia como elemento limitante es más palpable que la razón. Sin embargo, esa misma condición de pacificación y ‘dulcificación’ que traen aparejados el comercio y el progreso material, demuestran un costado negativo que vuelve manifiesta la amenaza de una decadencia de las propensiones sociales basadas en las pasiones desinteresadas. En pocas palabras, la paradoja se cifra en la inestable convivencia de un creciente avance en las mejoras de las condiciones históricas de existencia de la humanidad, con una creciente desafección de los individuos de la vida pública, que vuelve la política un ámbito cada vez más proclive a cercenar la libertad.

En este contexto podemos ubicar la aparición de la noción de comunidad por parte de Ferguson. Si bien la expresión aparece de forma recurrente en el Ensayo, su uso no siempre alberga un campo semántico definido; no obstante, es posible identificar algunas de sus características a los fines de depurar su significación. Es importante advertir que la noción no aparece necesariamente como contrapuesta a la de sociedad civil y comercial. La precisión de sus contenidos nos permitirá, no sólo caracterizar simultáneamente la sociedad civil, sino dar profundidad al aspecto paradojal que envuelve a esta última. Lo primero que podemos referir es que su aparición enfatiza en Ferguson el plano de la benevolencia. En general, la comunidad se halla vinculada a esta última noción o algunos de sus atributos. El primero de ellos supone que la comunidad es aquello a lo que pertenecemos cuando prima la práctica del hombre guiada por la ley de sociedad.

Permítasenos citar la condensación más paradigmática de la acepción in extenso: «Las aptitudes de los hombres y, en consecuencia, sus ocupaciones se dividen corrientemente en dos clases principales: la egoísta y la social. La primera se complace en la soledad, competencia y enemistad. La segunda nos inclina a vivir con nuestros semejantes, y a hacerles bien, tiende a reunir a los miembros de la sociedad, y los hombres terminan con una participación mutua de sus penas y sus alegrías, sacando de la presencia de los hombres una ocasión de júbilo. Bajo esta clasificación podemos enumerar las pasiones de los sexos, el cariño de los padres e hijos, la humanidad en general, o los compromisos particulares; sobre todo esa disposición del alma por la que nos consideramos como una parte de alguna bien amada comunidad, y como miembros individuales de alguna sociedad cuyo bienestar general es para nosotros el principal objeto de preocupación y la gran regla de nuestra conducta».

En esta breve consideración vemos cómo la naturaleza mixta del hombre a la que antes referíamos se comparte en el plano comunal y societal. La ley de sociedad responde a la primera, la de autoconservación responde a la segunda. Es importante señalar que la comunidad, como la sociedad, no suponen así una exclusión originaria, sino más bien la contemporaneidad de las dos dimensiones de la naturaleza humana. En otras palabras, Ferguson no considera la forma comunal como anterior y añorable por originaria y arcaica, frente al desarrollo de la forma societal, inexorable y moderna. Por el contrario, la dimensión comunal de la sociedad tiene que ver con los vínculos ‘no interesados’ que mantienen a las personas en sociedad. Este programa no apoyado en la historización sucesiva de ambas instancias supraindividuales se hace manifiesto en el Ensayo al enfatizar que «El hombre es, por naturaleza, miembro de la comunidad y cuando se lo considera desde este punto de vista, el individuo parece no haber sido creado para sí mismo. El debe olvidar su felicidad y su libertad cuando interfieren con el bien de la sociedad. Es solamente parte del todo y la alabanza que creemos merece su virtud es sólo parte del elogio general que dedicamos a un miembro del cuerpo».

Ahora bien, la sociedad en su forma civil o comercial (último estadio del desarrollo histórico de la humanidad) parecía dar -por medio del fomento de la lógica del interés individual- un espacio creciente a la expansión del principio de autoconservación. A pesar de que en la segunda mitad del siglo XVIII se tendía a pensar de forma cada vez más extendida que el interés era una motivación pacífica, que por su constancia y su carácter previsible podía poner coto al desenfreno de las pasiones, Ferguson muestra todavía una mirada crítica al respecto. Si bien concuerda en que el interés y su persecución hacen del comercio la forma fundamental de las sociedades civilizadas y es ello en gran medida el motivo de su pacificación y sofisticación, también con ello ha decrecido la preocupación de los hombres por la vida pública. Con este diagnóstico certero, Ferguson despunta otra dimensión de la noción de comunidad que complementa la anterior.

La dimensión conflictiva del vínculo humano, tanto al interior de una misma sociedad como en la relación con otras, es un factor que promueve la acción comunal y estimula el desarrollo de las propensiones sociales que condensa la idea de virtud. Por ello sostiene: «La paz y la unanimidad se consideran comúnmente como las principales bases de la prosperidad pública, sin embargo la rivalidad de comunidades separadas y las agitaciones de la gente libre son los principios de la vida política y la escuela de los hombres». La consideración positiva del conflicto como factor aglutinante de la vida política, y por tanto revitalizador del espacio público, parece reforzar la idea de que la dimensión comunal de toda sociedad se potencia con la presencia de un otro al que se considera rival.

El potencial belicoso de la rivalidad entre naciones le parece a Ferguson el motivo fundamental que saca a las personas del privatismo cotidiano, que el comercio nutre por vía de la práctica pacífica y atomizada del intercambio. Si bien la comunidad era el objeto supremo de afecto del salvaje, cada vez más «las naciones mercantiles se convierten en un conjunto de individuos que, más allá de su propio oficio, ignoran todos los asuntos humanos, y que pueden contribuir al mantenimiento y aumento de su riqueza común sin hacer de este interés un objeto de su atención o cuidado». No es casual, en este sentido, que Ferguson apoyara la conformación de milicias populares frente a la posibilidad de conformar ejércitos profesionales, los cuales profundizarían la separación de los ciudadanos de los requerimientos políticos de la nación.

En pocas palabras, la homogeneidad creciente que proyecta el mundo mercantil tiende a desequilibrar el desarrollo del interés por la autoconservación, en detrimento de las pasiones desinteresadas que emergían de las propensiones sociales de los hombres. Este escenario parece como preocupante para el filósofo escocés por sus consecuencias políticas. Una ‘sociedad de mercado’ y con tendencias desterritorializantes diluye cualquier estímulo para compensar la expansión desorbitada de un individualismo cuyo correlato es la creciente separación de lo público y lo privado. Aunque el comercio pacifica, no garantiza la salvaguarda de la libertad frente a la creciente autonomización de lo político, cuya cara más visible suele ser el despotismo: «Cada ciudadano es reducido a la condición de esclavo y todos los encantos que la comunidad proporciona a sus miembros han dejado de existir. La obediencia es el único deber que queda y se impone a la fuerza».

La libertad de los antiguos frente a la de los modernos -tal como las popularizara luego Benjamin Constant en 1819- es la que salvaguarda la mirada comunitaria cuyo eje es la vida común y la intervención en el espacio público. El mercado puede conducir a una atomización social, cuya contra-cara es la corrupción pública y finalmente el despotismo. La sociedad comercial trae consigo ciertos desarrollos que pueden terminar minando las bases de la personalidad moral y el espíritu público. ¿Qué proyección tiene este diagnóstico en la mirada de Ferguson? ¿La comunidad se diluye al interior de la sociedad comercial? Veamos cómo la virtud puede, para el escocés, oficiar como una compensación para los efectos nocivos de la expansión mercantil”.

LA RECUPERACIÓN DE LA VIRTUD

“La brecha que abre la sociedad civil como ámbito de expansión del comercio hacía de la historia de la humanidad un gradual desarrollo de la separación de las artes y las profesiones, cuya complejidad simplifica dimensiones de la existencia material pero dificulta otras de la convivencia social: «La progresión desde los cazadores hasta los pastores, y desde los recolectores a los mercaderes, ofrecía no sólo el relato de una plenitud creciente, sino también una serie de etapas de progresiva división del trabajo que comportaba asimismo una creciente organización, cada vez más compleja de la sociedad y la personalidad» (Pocock). La dimensión negativa de la expansión del mundo mercantil traía aparejada una progresiva corrupción del espíritu público. Al igual que sus antepasados, Maquiavelo y Montesquieu -con este último declara una deuda explícita-, Ferguson coloca en la corrupción la principal causa del declive y potencial ruina de la sociedad civil y comercial. La corrupción es para el filósofo escocés «una debilidad auténtica o depravación del carácter humano que puede producirse en cualquier Estado».

En este sentido, no hay una correspondencia lineal entre aumento de la civilización y aumento de la corrupción. Los ejemplos que analizó en la historia romana y florentina le brindaron ejemplos de la recurrencia de estos procesos sin necesidad de atarlos al avance del progreso. No obstante, la corrupción siempre pone en la escena una merma manifiesta en la preocupación de los hombres por la libertad, situación en que los miembros de la comunidad dejan de atender los asuntos públicos para pasar a custodiar sólo las transacciones de sus bienes privados. Por todo ello, Ferguson veía en las peculiaridades de la sociedad civil comercial algunos procesos tendientes a favorecer la corrupción del espíritu público. En pocas palabras, la intensificación de la división del trabajo, junto con la proyección de los valores comerciales que sustituyen las pasiones por el interés, sumada la tendencia al lujo y la pasividad, conformaban un cuadro de situación muy propicio en el que «privan al ciudadano de las ocasiones de actuar como un miembro de la comunidad, que quebrantan su espíritu, rebajan sus sentimientos y descalifican su mente para los negocios».

El avance del interés por sobre la persecución de la gloria y el honor, atomizan las prácticas sociales volviendo el contacto con los congéneres una circunstancia repetida, sobre la base de una necesidad privada, sin cuidado ulterior por el vínculo social y su perdurabilidad. Cuando un individuo no encuentra más entre sus asociados la misma inclinación a someter cada objeto al uso público, empieza a preocuparse de su hacienda personal y se alarma por los cuidados que cada persona dedica a lo suyo. Se siente impulsado, no sólo por un sentido de emulación o envidia, sino por un sentido de la necesidad. El individuo empieza a dejar que las consideraciones de interés ocupen su mente. De igual forma, el lujo y la riqueza relajan las prácticas sociales por fuera de la esfera individual, haciendo de la intimidad el único espacio de actuación, cuya pasividad en el exterior aleja al ciudadano de los asuntos públicos. En similares términos opera la división del trabajo. No sólo aleja técnicamente al hombre de sus pares sino que termina por «desmembrar el carácter humano».

La virtud oficia como esa correa de transmisión que moviliza al hombre a la arena pública, espacio desde el cual sus preocupaciones se emancipan del mero contexto individual. Si la sociabilidad natural tiene posibilidades de desplegarse, lo es a condición de reclamar una vida activa, circunstancia inevitablemente plural que sólo puede recrear la política y no la lógica propia de la sociedad civil. El comercio erige a la comunidad como un medio, en el que los sujetos dejan de ver un ámbito de realización, para hallarse inmersos -para usar una expresión hegeliana- en un sistema de necesidades. Para Ferguson, la virtud custodia y resguarda la dimensión comunal de toda sociedad, conteniendo la expansión comercial que atenta con horadar la libertad, incluso antes que la felicidad. La faz colectiva de la libertad y por ende la necesidad de que sea pensada como problema republicano, sigue depositando en el ámbito económico un lugar de desconfianza para el cual las soluciones no vienen desde la espontaneidad de un orden (que Smith depositará en el mercado) ni de un gobierno (que los contractualistas depositaban en el legislador), sino de la dimensión capilar que los hombres protagonizan al reclamarse como sujetos activos de un mundo, en el que su condición se puede garantizar por la acción común, antes que por cualquier forma de ingeniería social!”.

(*) Pablo Nocera (Docente e Investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA): “Adam Ferguson y la inestable convivencia de la comunidad en la sociedad civil” (Revista Latinoamericana de Estudios Avanzados-volumen I-número 30-2009).

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