Por Hernán andrés Kruse.-

El 13 de junio se cumplió el centésimo cuadragésimo primer aniversario del nacimiento de uno de los más relevantes filósofos del siglo XX, emblema de la neoescolástica y especialista en Santo Tomás de Aquino. Étienne Gilson nació en París el 13 de junio de 1884. Enseñó filosofía medieval en la Universidad de la Sorbona (1921/1932). Perteneció al Colegio de Francia y fue cofundador del Instituto Pontificio de Estudios Medievales en la Universidad de Toronto. Ejerció el liderazgo del neotomismo y en 1946 fue elegido miembro de la Academia Francesa. Se hizo famoso por las conferencias que impartió en la Universidad de Harvard entre 1936 y 1937, en las que defendía la metafísica y definía al hombre como un animal metafísico por naturaleza. También merecen destacarse las conferencias Gifford impartidas en la Universidad de Aberdeen en 1930, bajo el título “El espíritu de la filosofía medieval”. En 1948 publicó “el ser y la esencia”, un verdadero tratado de metafísica. Fue, además, un incansable defensor de la filosofía cristiana. Falleció en 1978, a la edad de 94 años (fuente: Wikipedia, la Enciclopedia Libre”).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Irene Melindo Millán (Universidad de Sevilla-España) titulado “Étienne Gilson y la filosofía cristiana” (Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida-2010). Analiza el debate que provocó en el siglo XX la idea de “filosofía cristiana” enarbolada por Gilson.

INTRODUCCIÓN: ÉTIENNE GILSON, “SU FILOSOFÍA CRISTIANA” Y “SU” INTERPRETACIÓN DE TOMÁS DE AQUINO

“Inicié este escrito como una simple traducción de la Présentation de Humbrecht a la Introduction à la philosophie chrétienne, de Étienne Gilson. Me parecía que estas páginas, suprimidas en la excelente versión castellana, a favor de la también excelente introducción del Prof. Palacios, merecían ser conocidas por los lectores de lengua castellana que no tuvieran acceso al original francés. Dicha traducción constituye también ahora la parte fundamental de mi trabajo. Pero me he tomado ciertas libertades al verterla al castellano, para poner más de manifiesto algunos aspectos del pensamiento de Gilson que estimo relevantes; y he añadido algunas sugerencias propias, al hilo de la lectura de la misma Introduction de Gilson y de otros escritos también pertinentes. Todo ello, con vistas a penetrar mejor en su pensamiento y en el modo cómo entiende a Tomás de Aquino, que, en líneas generales, considero adecuado y fecundo.

Queda, pues, claro, que el núcleo de este pequeño estudio corresponde a Thierry Dominique Humbrecht y que lo mío es, por llamarlo de algún modo, una mera labor de “refuerzo”. Así comienza y sigue la Présentation, levemente enriquecida: La Introduction à la philosophie chrétienne, aparecida en 1960, no había sido reeditada hasta el día de hoy. Su eclipse resulta tanto más extraño cuanto que su interés permanece vivo para los lectores de Gilson [y para los estudiosos de Tomás de Aquino]. Tal anomalía merece ser examinada. Podría explicarse quizá por las paradojas que parecen anidar en los planteamientos del libro. Pues no se trata solo de una introducción, sino de todo el diseño de un maestro, [en el que se refleja cuanto es y cuanto piensa]. La “filosofía cristiana” expuesta en ese escrito es en realidad la de Tomás de Aquino… comprendida como Gilson la comprende. [De ahí que entenderla equivalga a entender al propio Gilson y lo que este pretende comunicarnos, en buena medida como su legado más íntimo: el puesto de Tomás de Aquino en el seno de esa filosofía y, más en general, de “la filosofía”; o, si se prefiere, y como tantas veces ha repetido, la mejor metafísica que él conoce].

Por otra parte, en 1960, el debate sobre el estado de la “filosofía cristiana” había perdido su actualidad. Más aún, los espíritus filosóficos estaban entonces ocupados en otras nociones, cuando menos extrañas al cristianismo, a la metafísica, a la Edad media e incluso a la filosofía en el sentido clásico del término; y a favor, claramente, de las ciencias humanas y de la praxis. Visto desde el momento presente, este libro —carente de actualidad en su época, como el propio Gilson y aquello que él podría representar— constituye el manifiesto de la decisión filosófica, histórica y religiosa de un hombre llegado a su madurez, consciente de su prestigio pero también de la evolución, que él juzga más bien negativa, de las ideas de su tiempo.

La Introducción a la filosofía cristiana puede y debe interpretarse como la quintaesencia del “gilsonismo”. Y esto, por un solo motivo: el de constituir un libro límpido, escrito de un tirón, en el que se confirma y rubrica un acto de ser supremamente gilsoniano; en definitiva, [como ya he apuntado,] una especie de testamento. De este modo, Gilson es explicado por sí mismo, pero no para sí mismo; sino de manera intemporal y simultáneamente actual, en el sentido pleno del término. Una pequeña prueba: en uno de los ejemplares de 1960, estampa con pluma, de su puño y letra, una dedicatoria que dice así: «A R. P. Labourdette O.P., como “deberes” de un viejo alumno. Ét. Gilson». El viejo alumno tenía entonces 76 años —aunque viviría 18 más— y se siente obligado a acometer estos “deberes”, tras haber escrito el Tomismo y El ser y la esencia, por no citar más que las dos obras emblemáticas que le son consustanciales.

¿De dónde surge esta necesidad tan poco necesaria? Tres cuestiones podrían esclarecer la lectura de la Introducción: a) El debate sobre la “filosofía cristiana”; b) La evolución de Gilson; c) Los temas que componen este libro”.

EL DEBATE SOBRE LA “FILOSOFÍA CRISTIANA”

“La expresión “filosofía cristiana” no es de Gilson, como tampoco de Tomás de Aquino. Gilson llevó a cabo una encuesta lexicográfica sobre este constructo. Lo encuentra una vez en San Agustín, varias en Erasmo, una en Suárez, etc. No obstante, cuando se utiliza con profusión e incisividad, con plena intención, es en el siglo XIX. Por un lado, Feuerbach denuncia la idea de filosofía cristiana, en un sentido idéntico al que correspondería a una denuncia crítica de la matemática cristiana, de la botánica cristiana o de la medicina cristiana. Gilson señala que «la crítica de Feuerbach se dirige a menudo a absurdos pero existentes sistemas de matemática cristiana, de botánica cristiana e incluso de medicina cristiana […]; esto excusa en cierto modo su violencia: toda la sinrazón no está de su parte».

En el extremo contrario nos topamos con la corriente cristiana de esta época, incluyendo a un tal Henri Ritter, pero también a Frédéric Ozanam, el padre Lacordaire y, por supuesto, la encíclica Aeterni Patris de León XIII (4 agosto 1879). La Encíclica expone el papel de la filosofía cristiana en relación con la ciencia, la fe, la teología y las otras filosofías. Incluye la articulación metodológica de la filosofía en relación con la fe, es decir, la subordinación a la teología, pero también proclama la autonomía de la razón en su propio orden y la complementariedad de razón y fe. En suma, la filosofía cristiana aparece como una preparación a la fe y una defensa de ésta contra las falsas filosofías. Además, la Encíclica promueve la enseñanza de Tomás de Aquino como la del mayor maestro de la Escolástica. Como consecuencia, la Aeterni Patris provocará el retorno a la Escolástica (incluso a varios escolásticos, diversos entre sí: tomistas, escotistas, suarecianos…).

Por lo que el siglo XX será escenario de nuevos debates. Contra la idea de “filosofía cristiana” se alinean Harnack, Blondel, Laberthonnière, y, más tarde, Bréhier y Heidegger. A favor de ella están, sobre todo, Maritain y Gilson. Como sabemos, en Francia, el núcleo del debate se sitúa a comienzos de los años treinta. En él se enfrentan los contra, con Émile Bréhier y Léon Brunschvicg a la cabeza, y los a favor, Maritain y Gilson. La posición de Bréhier es a la vez de hecho y de derecho. De hecho, según él, el cristianismo no aporta nada a la filosofía. De derecho, una filosofía cristiana resulta imposible porque «la filosofía tiene por substancia el racionalismo, es decir, la conciencia clara y distinta de la razón que hay en las cosas y en el universo». Por otra parte, «en filosofía el método lo es todo, la manera como se ven las cosas». Por eso, el diverso método utilizado en la exposición del cristianismo explica plenamente el desinterés de Bréhier por su presunto influjo sobre la filosofía.

Aunque Gilson intentará responder a Bréhier, su preocupación en torno a la “filosofía cristiana” debe considerarse anterior (1925) a la posición de Bréhier (1927), como señala Henri Gouhier. En el caso de Gilson, lo que le lleva a adoptar el término de “filosofía cristiana” es una evolución personal. En Cristianismo y filosofía, escribe: “Se me reprocha que me empeñe en mantener la expresión de filosofía cristiana; ¿me excusaréis, entonces, que pregunte sencillamente por qué otros se empeñan en eliminarla? Mis razones personales no son ningún secreto: tienen una historia, que es breve y tan simple, que voy a contarla sin esperar que la creáis. Escribí el primer volumen de El espíritu de la filosofía medieval, que finalmente se convirtió en el capítulo III, sin pensar en la noción de filosofía cristiana; pero entonces la encontré; y como parecía proporcionar una unidad a la filosofía que yo estaba describiendo, dediqué a esta noción los dos primeros capítulos de mi libro. Estaba bastante contento con mi descubrimiento cuando, al estudiar más tarde los documentos relativos a esta noción, y al encontrar la Encíclica Aeterni Patris, que tenía totalmente olvidada, me di cuenta de que aquello que yo estaba tratando de probar en dos volúmenes, veinte lecciones y no sé cuántas notas, era exactamente lo mismo que habría podido aprender con solo estudiar detenidamente la Encíclica, incluyendo la interpretación misma de la filosofía medieval que yo proponía. Confieso que todo esto me humillaba bastante”.

Retengamos en primer lugar la importancia del “descubrimiento” que, según Gouhier, establece en el espíritu de Gilson «un antes y un después». El después tiene un efecto retroactivo sobre el antes, ya que Gilson se da cuenta de que hasta entonces había estado haciendo filosofía cristiana sin saberlo. En segundo lugar, no es menos importante la conexión de esta filosofía cristiana con la Encíclica de León XIII. Gilson continúa: “[…] en efecto, inmediatamente me vino a la cabeza que cualquiera podría ahora probar, de acuerdo con las reglas infalibles del “método crítico”, que mis dos volúmenes eran simples libros de apologética, sin valor científico propio, una especie de comentario histórico de la Encíclica Aeterni Patris. Me hago cargo de que tales observaciones son necesarias y contundentes; si alguien las hace, no tendré nada que responder, sino que las cosas han sucedido de otra manera. Quizá al menos se entienda por qué no estoy dispuesto a olvidar esta aventura. La noción de filosofía cristiana, que de hecho encontré con tanta dificultad, y cuyo nombre mi colega M. É. Brehier, al negar su existencia, había traído a mi memoria, se me había impuesto al término de una larga búsqueda… que podía haberme ahorrado prestando un poco de atención a las enseñanzas de la Iglesia. No creo que haya sido demasiado celoso al mantenerla […]”.

En realidad, el Gilson de los años de debate sobre la filosofía cristiana (1925-1936) tenía tan “totalmente olvidada” la Encíclica, que el Gilson de 1960 confiesa no haberla leído jamás. En El filósofo y la teología, hablando de sí mismo en tercera persona, como «el historiador» que se servía de la noción «como de una cómoda etiqueta», añade: “Él descubrió entonces que, cincuenta años antes, el papa León XIII había escrito la Encíclica Aeterni Patris para esclarecer y fijar su sentido. ¿No la había leído nunca? No, jamás; y lo admite con vergüenza. Pero la historia raramente sigue la línea de la verosimilitud, propia de las novelas, sino más bien la de la verdad, que cree ser la suya. Además conviene tener en cuenta que en esta época los filósofos no hacían de las encíclicas pontificias su lectura habitual”.

Como para Bréhier, también para Gilson se trata de un problema de hecho y de derecho. Para Gilson, la “filosofía cristiana” existe históricamente y nocionalmente, como trata de mostrar en El espíritu de la filosofía medieval y en Cristianismo y filosofía: “Al menos para aportar la prueba histórica de que esta influencia [cristiana sobre la filosofía] no se ha ejercido jamás, no se tiene el derecho de prohibir al historiador que use esta fórmula para nombrar los efectos que ella ha producido. No se tiene tampoco el derecho de objetar que si una “filosofía cristiana” es imposible en sí misma, entonces no puede ser objeto de historia, puesto que nuestros conceptos deben versar sobre sus objetos y si la historia muestra que ha habido filosofías cristianas entonces la noción misma de filosofía cristiana es posible. Puede ser inconcebible en sí misma desde el punto de vista de la filosofía, pero la filosofía no es la totalidad del pensamiento”.

Así, los capítulos I y III del Espíritu de la filosofía medieval exponen los problemas de hecho y de derecho: «El problema de la filosofía cristiana» y «La noción de filosofía cristiana». Parecen plantear primero que la filosofía cristiana es una expresión natural y enseguida, haciendo suya la observación de Feuerbach, Gilson pasa revista a los lugares de impregnación del cristianismo sobre los filósofos y sobre la filosofía, y concluye con el hecho de que: «es infinitamente probable que la noción de filosofía cristiana tiene un sentido, porque la influencia del Cristianismo sobre la filosofía es una realidad». Formula la cuestión de derecho de la siguiente manera: «Lo que se pregunta simplemente el filósofo cristiano es si, entre las proposiciones que él cree verdaderas, no hay un cierto número que su razón pudiera saber verdaderas». O bien: «No hay razón cristiana, pero puede haber un ejercicio cristiano de la razón». Y concluye así su reflexión: «Llamo, pues, filosofía cristiana a toda la filosofía que, aun cuando haga la distinción formal de los dos órdenes, considera la revelación cristiana como un auxiliar indispensable de la razón».

Este conjunto de escritos lleva la marca del debate con Bréhier. Durante el periodo de sesiones de 1931, Gilson da a conocer esta caracterización de su búsqueda: «Lo que busco en la noción de filosofía cristiana es una traducción conceptual de lo que creo que es un objeto históricamente observable, la filosofía en su estado cristiano». «La filosofía en su estado cristiano» es quizá la mejor definición que se puede encontrar de una noción con la que Gilson trata de manifestar la realidad y la imbricación mutua de la historia y del pensamiento. Parece, por otra parte, que esta fórmula viene de Maritain; en todo caso, éste la recupera en su libro De la filosofía cristiana.

Por supuesto, el debate no es solo parisino, y conocemos además la contribución de Martín Heidegger, desde el otro lado del Rin: «Una “filosofía cristiana” es un hierro de madera y un malentendido». Sin embargo, en esta época, Gilson no conoce a Heidegger. Su confrontación será objeto de un apéndice en la reedición de 1962 de El ser y la esencia, texto notable también para su época, en un debate que desborda los límites de la filosofía cristiana. [Además, volverá a “enfrentarse” con el pensador alemán en un escrito mucho más madurado: sus Constantes philosophiques de l’être,  aparecidas póstumas en 1983.]

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