Por Hernán Andrés Kruse.-

El 29 de mayo se cumplió el centésimo quincuagésimo primer aniversario del nacimiento de un relevante escritor, filósofo y periodista británico católico. Gilbert Keith Chesterton nació en Londres el 29 de mayo de 1874. Dio comienzo a su educación preparatoria en Colet Court (1881-1886). En enero del año siguiente ingresó en un colegio privado situado en Hammersmith Road (St. Paul). Luego se dedicó a estudiar dibujo y pintura en la Slade School of Fine Art (1893-1896). En esa época se interesó por el ocultismo. Luego de abandonar los estudios universitarios comenzó a trabajar en diferentes periódicos como editor de literatura espiritualista y teosofía.

En su juventud fue un agnóstico militante. Con el paso de los años retornó a la religión de sus primeros años, el anglicanismo. Publicó un ensayo titulado “¿Por qué creo en el cristianismo?” para refutar la idea del superhombre planteada por Nietzsche y seguida por Shaw y Welles. A comienzos de la década del veinte del siglo XX mantuvo una constante correspondencia con Maurice Baring, el Padre John O´Connor (fue quien más influyó sobre Chesterton en esta etapa de su vida) y el Padre Ronald Knox. En 1922 hizo su ingreso a la Iglesia católica. Su conversión al catolicismo fue tan relevante como la del cardenal John Henry Newman o la de Ronald Knox (fuente: Wikipedia, la Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Tomás Baviera (Prof. Titular del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Politécnica de Valencia-España-2024) titulado “El legado de Chesterton. Una aproximación a su pensamiento en el 140 aniversario de su nacimiento”. Es una magnífica semblanza de Chesterton.

“En este año 2024 se celebra el 150 aniversario del nacimiento de Gilbert Keith Chesterton. Este periodista jovial, como lo caracterizó su mujer, rezumaba alegría de vivir y un humor inteligente. Podríamos decir que su especialidad periodística era el “periodismo de ideas”. Chesterton fue un consumado columnista. Comenzó escribiendo reseñas de libros, luego pasó a publicar artículos sobre temas triviales, y terminó hablando ampliamente sobre los dos ámbitos más susceptibles de polémica: la política y la religión. Ejerció de periodista en el Londres de principios del siglo XX, cuando el Imperio Británico dominaba la geopolítica y la industria inglesa marcaba el rumbo económico a nivel mundial. Chesterton fue un personaje muy popular en vida. Además de escribir en varios periódicos, también publicó novelas, ensayos y poesía. A Chesterton le gustaba jugar con el lenguaje y mirar la realidad desde una perspectiva poética. Al final de su vida participó en algunos programas emitidos por la incipiente BBC. Su voz, sus juegos de palabras y su alegría contagiosa llegaron a mucha más gente gracias a la radio.

Chesterton murió en el año 1936. En la misa de su funeral el padre Ronald Knox señaló el recuerdo que dejaría para la posteridad: “Podemos asegurar casi con toda certeza que será recordado como un profeta en una era de falsos profetas”. En el Antiguo Testamento el profeta no era quien “vaticinaba” el futuro, sino el que hablaba en nombre de Dios. Muchas veces al profeta le tocaba decir cosas “políticamente incorrectas”. También los profetas que la Escritura considera como “falsos” hablaban invocando el nombre del Dios de Israel, pero en realidad, no decían lo que Dios les había comunicado sino lo que el rey y el pueblo querían oír. Si Knox tenía razón en aquel funeral, la predicación de los “falsos profetas” debió de ser una grave amenaza en la primera mitad del siglo XX, y la lectura de Chesterton tuvo que abrir la puerta a perspectivas de vida más esperanzadoras. A diferencia de los “falsos profetas” de la Sagrada Escritura, Chesterton apenas reivindicaba la autoridad de Dios en sus intervenciones. No reclamaba una iluminación divina especial ni una revelación misteriosa. Le bastó invocar el sentido común y esgrimir la razón. A Chesterton no le interesaba quedar bien “ante la galería” o demostrar sus habilidades retóricas, que eran muchas; a Chesterton le interesaba ante todo buscar la verdad, y puso sus talentos al servicio de esta verdad para compartir con sus lectores lo que había descubierto.

Chesterton vivió una época de transición en el concepto de razón. Desde el siglo XVII había ido cuajando la idea de que el verdadero conocimiento sólo podía provenir del método científico. La razón había encontrado un camino seguro y contrastable hacia la certeza. Únicamente lo que pudiera ser verificado de forma rigurosa por la ciencia sería considerado válido por la razón. Un planteamiento así tendía a relegar en el campo de lo opinable todo aquello que no pudiera ser “medido”. A finales del siglo XIX unas pocas mentes lúcidas avisaron del destino al que podía conducir este camino, el cual se hizo totalmente patente al final de la Primera Guerra Mundial. Una de estas mentes fue Friedrich Nietzsche. A este autor se le recuerda también con cierto aire de profeta. Nietzsche anunció la muerte de Dios. Lo hizo a un mundo que invocaba el nombre de Dios pero que ya no creía en Él. Nietzsche identificó muy bien el problema y sacó las consecuencias lógicas, adelantándose a las desgracias que sucederían en el siglo XX. Sin la realidad de Dios, los valores pierden su fundamento objetivo; ahora bien, si la sociedad requiere de unos valores para estructurar las relaciones entre las personas, y resulta que esos valores carecen de consistencia interna porque no pueden conocerse objetivamente porque no son “hechos medibles”, entonces la explicación que le queda a Nietzsche apunta al poder. Son los que ejercen el poder quienes establecen lo que está bien y lo que está mal, lo que se considera aceptable y lo que se considera descartable.

Esta idea florecerá en la segunda mitad del siglo XX, siendo quizá Michel Foucault el principal valedor de esta corriente. Este enfoque asigna una nueva misión a la razón: la de desenmascarar los “juegos de poder” que controlan el comportamiento social. Nietzsche muere en el año 1900. Más o menos, es la época en que Chesterton comienza su actividad pública. Los dos percibieron el problema grave de la razón. Pero si Nietzsche puso las bases para lo que después se desarrollará como razón posmoderna, Chesterton tuvo la habilidad de recuperar la capacidad de la razón que la modernidad había descartado: la apertura al misterio. Chesterton integró la razón dentro del misterio. Esto le permitió razonar sobre el bien y distinguir con precisión lo bueno de lo malo, y también diferenciar entre el bien auténtico y el bien aparente. Chesterton recuperó a la razón -por así decir- completa: la que es capaz de razonar científicamente sobre las cosas y la que es igualmente capaz de gozar con la bondad de la realidad. Vamos a recorrer la vida de Chesterton para ilustrar cómo hizo posible este giro chestertoniano de la razón. Distinguiremos dos puntos de inflexión que conviene contextualizar bien para comprender la trascendencia de su evolución personal e intelectual. El primer momento tiene lugar cuando está estudiando en la universidad, y el segundo corresponde a su conversión al catolicismo a la edad de 48 años”.

INFANCIA Y JUVENTUD

“Chesterton nació en el año 1874 en Kensington, un barrio próximo al Hyde Park de Londres. Su padre era un agente inmobiliario con alma de artista. Le gustaba pintar, había leído bastante literatura, se sabía de memoria numerosos pasajes del mejor teatro inglés y le encantaba contar historias. En el estudio de su casa se acumulaban acuarelas, modelados y vidrieras, la mayoría sin terminar. Chesterton cuenta en su autobiografía que su primer recuerdo de niño fue un teatro de juguete en el que su padre representaba una historia maravillosa de un príncipe que acudía al rescate de una princesa encerrada en un castillo. Para Chesterton, su padre resultó una figura fascinante por la creatividad y alegría que irradiaba. Gilbert fue el segundo hijo de la familia Chesterton. La hermana mayor le llevaba 5 años. Murió con 8 años. Cuando Gilbert tenía 5 años, nació su hermano pequeño, Cecil. Gilbert comentó entonces que por fin tendría una audiencia. Cecil fue su compañero de juego, pero sobre todo fue su compañero de debate. Nunca se pelearon, pero siempre estuvieron discutiendo.

Otra de las cosas que hacía el padre de los Chesterton era leer cuentos de hadas a sus hijos. Hubo uno que dejó una profunda huella en Gilbert: La princesa y los trasgos, escrito por George MacDonald. La historia cuenta las aventuras de una princesa y un joven minero que tienen que hacer frente a unos trasgos malvados que habitan en la montaña y que desean raptar a la heredera del trono. Los dos protagonistas se verán ayudados por una mujer misteriosa que vive en el torreón del castillo. Al cabo de los años Chesterton escribió la introducción a un libro sobre George MacDonald, el autor de aquella historia infantil. En el primer párrafo Chesterton afirmó que el cuento de La princesa y los trasgos había marcado una diferencia a toda su existencia al ayudarle a ver las cosas de una cierta manera desde el principio.

De todas las historias que Chesterton había leído -y hay que mencionar que fue un voraz lector-, aquel cuento de fantasía sobre una princesa, un minero y unos trasgos sobresalía como la narración más realista que había conocido. Aquí se ve una de las cualidades del estilo de Chesterton: el gusto por la paradoja y la hipérbole. En el caso del cuento de MacDonald la “realidad” que Chesterton percibió no fueron los trasgos ni la magia de la dama del torreón. Esos eran elementos imaginarios. Pero lo que no era fantasía fue el contenido moral. En el cuento había una diferencia entre el bien y el mal, los protagonistas tenían que tomar decisiones difíciles, y la opción por el bien valía la pena aunque hubiera que pagar un precio alto. El Chesterton niño descubrió en el cuento infantil de MacDonald la dinámica moral básica. Este aspecto sería algo que después echaría de menos cuando leyera la literatura seria de la época. Unas veces el cinismo moral, otras el pretendido naturalismo, y la mayoría de las veces el agnosticismo religioso fueron ahogando progresivamente la verdad moral que tan nítida había sido percibida en la narración de la princesa y los trasgos.

El padre de Gilbert apenas podía imaginar el impacto que aquella lectura nocturna iba a tener en el corazón de su hijo. A los 12 años Chesterton comenzó la escuela secundaria. No destacó en clase. Más bien, habría que decir que hizo todo lo posible por ser el último de la clase. Esta actitud cambió cuando aparecieron los primeros amigos con los que compartió su amor por la literatura. Se entendían tan bien que crearon el Junior Debater Club, el JDC. Tenían sus reuniones formales, organizaban actividades culturales y publicaron una revista literaria. Chesterton disfrutó enormemente esos años, en los que comenzó a aflorar una gran creatividad y un fin sentido por la crítica literaria”.

EL GIRO CHESTERTANO

“En 1892 Chesterton dejó el colegio. Muchos de sus mejores amigos fueron a Oxford a estudiar, y allí continuaron con una animada vida cultural. En esas actividades se acordaron mucho de Chesterton y de lo mucho que disfrutaría allí, pero la realidad es que el joven Gilbert les echaba mucho más de menos a ellos. Chesterton se matriculó en la Slade School de Bellas Artes, de la University College London. Quería desarrollar su habilidad artística como pintor. Sin embargo, se encontró con un ambiente muy diferente al que había disfrutado en el colegio. En la Slade School Chesterton conoció gente con planteamientos vitales deprimentes y tuvo que escuchar ideas profundamente nihilistas. Recuerda aquellos meses con expresiones duras. Describió ese ambiente como una “anarquía moral” y un “suicidio espiritual”. Tenía la sensación de “haber permanecido en los abismos del pesimismo contemporáneo”.

Los artistas impresionistas se encontraban en la vanguardia de los nuevos estilos, y Chesterton conoció esta tendencia en la Slade School. En su Autobiografía, utilizó esta escuela de pintura para ilustrar lo que su alma estaba experimentando. De la misma forma que los impresionistas ponían el foco en la percepción del observador hasta el punto de diluir en el lienzo las formas de las cosas, Chesterton tenía la sensación de que las ideas a las que estaba siendo expuesto estaban diluyendo toda la realidad. En particular, la distinción entre el bien y el mal parecía carecer de sentido. Estas ideas impactaron el corazón del joven estudiante y le generaron una gran desorientación. Un ejemplo extremo de esta confusión moral se refleja en su tentativa de conectar con los espíritus mediante la güija.

Aquella época supuso un oscurecimiento de la vitalidad y la creatividad de nuestro autor que tanto había florecido unos años antes. En la Slade no pudo recurrir a la fe para hacer frente a esta ola pesimista. Sus padres le habían bautizado en la Iglesia de Inglaterra, pero la práctica religiosa de la familia resultó muy escasa. Por otro lado, la fe que pudo aprender en sus años escolares había sido transmitida, en su inmensa mayoría, por profesores agnósticos. Para el Chesterton de esos años, lo mismo que para muchos ingleses, la religión no era más que un convencionalismo social. De ahí que, al cambiar de ambiente social, la fe perdió su fuerza convencional. Chesterton tampoco pudo recurrir a la filosofía para sacar la cabeza de la ola pesimista que le rodeaba. Sus profesores universitarios se encontraban moldeados por esa visión impresionista en la que primaba la idea sobre la realidad. Los razonamientos se encontraban imbuidos de una lógica autorreferencial, en la que parecía que uno no salía de su mente.

La única vía de escape que Chesterton encontró fue la literatura. Quienes le salvaron fueron Charles Dickens, Robert Louis Stevenson y Walt Whitman. La lectura de estos y otros autores proporcionó el alimento a su corazón para no sucumbir al empacho de pesimismo intelectual al que estaba siendo sometido. Gracias a la bondad que halló en estas lecturas, Chesterton articuló por su cuenta una explicación que permitiera no perder lo que había aprendido en los cuentos de hadas. En la última obra que escribió, su Autobiografía, Chesterton se refirió a aquella explicación personalísima con la paradójica expresión de “teoría mística”, y la calificó de “rudimentaria y pésima”.

El núcleo de esta teoría consistía en afirmar que “la mera existencia reducida a sus límites más primarios era lo suficientemente extraordinaria como para ser estimulante”. Para ilustrar esta teoría, recurrió en su último libro justamente a uno de sus primeros poemas publicados. Allí evocaba la contemplación de un diente de león, una pequeña flor silvestre que se deshace al soplar sobre ella. Chesterton se preguntaba en aquella poesía de juventud qué había hecho él para disfrutar tanto con un diente de león. No podía explicarlo. No había hecho nada que pudiera merecer semejante alegría. Y esto era justamente lo que echaba en falta de los pensadores modernos: que habían confundido a todo el mundo porque habían dejado a un lado el antiguo concepto de humildad y agradecimiento por lo inmerecido.

Para valorar en todo su alcance esta “teoría mística rudimentaria”, conviene contrastarla con dos grandes ideas que han configurado nuestra forma de ver la realidad: la duda metódica de Descartes, y la reivindicación existencial de Heidegger. René Descartes abrió un nuevo camino para la filosofía. Él quería fundamentar el conocimiento filosófico de la misma forma que la ciencia había logrado establecer un sólido método de investigación sobre la realidad y que la matemática operaba con sus conceptos. Descartes estableció la duda como base del conocimiento seguro. La razón tenía que someter críticamente cualquier enunciado. De esta forma Descartes llegó al punto de partida sin posibilidad de errores, el cogito, ergo sum, “pienso, luego existo”. Se trataba de un enunciado indubitable.

Chesterton se da cuenta que esta forma de razonar conduce, en última instancia, a reducir la realidad al pensamiento. Si todo “debe” someterse a la crítica metódica por parte de la razón, entonces todo puede ponerse en duda, hasta el mismo hecho de disfrutar de una buena cerveza. La teoría mística chestertoniana, en cambio, pone el acento en la humildad. Se trata de una actitud muy distinta de la duda sistemática. La humildad acoge, mientras que la duda sospecha; la humildad se asombra, mientras que la duda se resiste. La humildad es la actitud necesaria para abrirse a la grandeza, para gozar de la belleza, y para apreciar el misterio. Alguien humilde puede acoger lo que no puede entender, porque intuye que tiene un sentido, y, por lo tanto, responde a una lógica. De ahí que la humildad posibilita disfrutar hasta de una mala hierba como el diente de león porque uno se sabe indigno de semejante regalo.

Si Descartes inició la filosofía moderna, podría decirse que Martin Heidegger puso las bases de la filosofía existencialista. Heidegger parte de la misma pregunta que Chesterton se hizo en la Slade School: ¿por qué hay algo en lugar de nada? Heidegger no tiene respuesta para esta pregunta. Considera la existencia como algo dado y carente de dirección. De ahí que conciba al hombre como un ser arrojado en el mundo. Aquí hemos aparecido, sin motivo y sin destino. La única certeza que tiene es que va a morir. El hombre es, según Heidegger, un ser-para-la-muerte. Ante este hecho inexorable, a lo único que puede aspirar el ser humano es a vivir una existencia auténtica. Esta autenticidad sólo puede darse cuando el propio ser humano es quien determina el proyecto de su ser en el mundo. Nadie puede decidir en su lugar. El sentido de esta existencia, a lo sumo, puede concretarse en vivir en autenticidad.

Si la filosofía existencialista de Heidegger concebía al hombre como un ser-para-la-muerte, la “teoría mística rudimentaria” desarrollada por Chesterton le habría respondido que sería más sensato concebirlo como un ser-agradecido-por-existir. Desde la humildad de saberse indigno, no sólo de contemplar un diente de león, sino sobre todo de disfrutar con la propia existencia, Chesterton descubría la lógica de la gratitud. Este hallazgo manifiesta la profunda diferencia entre estas dos cosmovisiones. El planteamiento existencialista, con su primacía por la autenticidad, subraya el papel de la voluntad para configurar el propio proyecto de ser. La decisión personal intransferible se erige como garante de una vida humana digna. En la teoría mística chestertoniana también se subraya el papel de la voluntad, pero se trata de una voluntad distinta de la propia. Al dar la primacía al agradecimiento humilde, se está implicando a alguien que haya hecho posible el regalo de la existencia, y que, por tanto, tiene que ser más grande que este mundo.

Dicho en términos más técnicos: dado que el mundo no puede ser causa de sí mismo, y este mundo existe, debe haber algo capaz de generar un efecto de tal calibre. Debe existir algo que sea necesario por sí mismo, que justifique razonablemente una existencia contingente. Chesterton llegó a la convicción de que había una voluntad personal que explicaba la existencia de este mundo. En eso consistía, básicamente, su “teoría mística rudimentaria”. Si Descartes estableció el principio del “Pienso, luego existo” para repensar la realidad desde la certeza, podríamos sintetizar el punto de partida de Chesterton en la siguiente frase: “Soy amado, luego existo”. Este principio permite cultivar la humildad y el agradecimiento de forma consistente y fecunda. Sin embargo, a diferencia del planteamiento cartesiano, este “principio” no estaba completo. Chesterton descubrió que detrás del don inmerecido de la existencia tenía que haber Alguien que hubiera querido voluntariamente este mundo como un regalo. Pero no podía saber mucho más de Él, hasta que empezó a interesarse por la fe cristiana. No lo hizo ni por sentimiento religioso ni por afinidad emocional. A medida que Chesterton fue conociendo el contenido de la fe, cayó en la cuenta de que el dogma cristiano encajaba a la perfección en la “teoría mística rudimentaria” con que había salido del pesimismo moderno.

Esta “coincidencia” resultó totalmente inesperada para Chesterton. Pero hubo más. Al seguir la pista de la fe, descubrió más cosas: que el ser humano tenía la capacidad real y misteriosa de rechazar a quien le había dado el regalo de la existencia, y que esa voluntad misteriosa que había originado el mundo se había hecho criatura para curar la capacidad humana de amar y así disfrutar con nosotros de este mundo maravilloso e inmerecido. El dogma cristiano resultó para Chesterton la confirmación de que esta existencia está regalada para la alegría. Por eso tenía todo el sentido apreciar este mundo y gozarlo. La fe nos explicaba que quien tenía la última palabra no era el pensamiento humano sino el corazón divino. Sí. Cabía la alegría. Cabía el disfrute en este mundo. Sobre todo, cabía la esperanza. La fe reforzó la visión que Chesterton había construido a base de no ceder ante el pesimismo moderno”.

Share