Por Hernán Andrés Kruse.-

GKC

“Chesterton no terminó la carrera artística. Cuando abandonó la Slade School se puso a trabajar en una editorial para evaluar la posible publicación de los manuscritos que llegaban. Al poco tiempo comenzó a publicar en varios periódicos. Sus primeros escritos fueron reseñas de libros y comentarios literarios. Después pasó a escribir columnas. Sus artículos no pasaron inadvertidos por la riqueza de imágenes que empleaba y también por los puntos de vista con que abordaba cualquier tema, por muy inocuo que fuera. Fue tal el interés que los artículos de Chesterton suscitaron entre los lectores que en 1901 publicó una selección en un libro titulado The Defendant (en castellano, El defensor). Los nombres de todos los capítulos comenzaban así: “En defensa de…”. Incluían cosas defendidas tan curiosas como los esqueletos, la jerga o las cosas feas. Chesterton tenía una habilidad para contemplar todo de un modo poético y transmitir un aprecio nuevo por las cosas más mundanas.

El año siguiente publicó su segundo libro con artículos publicados. Se titulaba Twelve Types (en castellano: Doce Tipos). En esta ocasión, cada capítulo trataba sobre un personaje célebre. Lo mismo que en su publicación anterior, aquí también abordaba el tema desde una perspectiva original, pero con la diferencia de que defender su opinión ahora suponía, en la mayoría de las ocasiones, ir en contra de la opinión dominante. Uno de los autores que describió en Twelve Types fue Lord Byron. Su capítulo se titulaba “El optimismos de Lord Byron”. Para cualquier persona familiarizada con el romanticismo inglés, este título resultaba altamente provocativo porque Byron ha sido siempre catalogado como un artista muy pesimista. Chesterton observó un hecho patente: un pesimista nunca puede ser popular. Se trata de una contradicción. Nadie recibe con entusiasmo la noticia -por ejemplo- del fin del mundo. Según Chesterton, la popularidad del pesimista no se debe a que muestre que todas las cosas sean malas, sino porque muestra que algunas cosas son buenas.

El hombre que es popular tiene que ser optimista sobre algo, aunque se trata del caso extremo de ser optimista sobre el pesimismo. Lord Byron puede emplear palabras de horror y de vacío, pero al menos, el ritmo de su métrica funciona como un baile saltarín. Chesterton concluye el capítulo afirmando que Byron era un optimista inconsciente, y que su ser esencial y profundo era vivaz y confiado. Durante mucho tiempo este fondo optimista estuvo enterrado bajo artificios emocionales. Pero en un momento dado, ese fondo salió a la luz cuando oyó el grito de la realidad, encarnada en una necesidad política: la defensa de la independencia de Grecia frente a la amenaza del Imperio Otomano. Un pesimista convencido jamás habría acudido a luchar por ninguna causa. Si Lord Byron respondió a esa llamada, lo hizo porque en su interior existía la convicción de que había cosas por las que valía la pena dar la vida.

Al leer una defensa como esta da la impresión de que Chesterton conocía a Byron mejor de lo que el propio Byron se conocía a sí mismo. Por eso no era de extrañar que la lectura de los artículos de Chesterton levantara, cuanto menos, curiosidad por este desconocido periodista. El lector se encontraba con un autor seguro de sí mismo, que ayudaba a ver las cosas desde una perspectiva nueva, argumentaba con una estructura lógica de ideas, y siempre dejaba un poso con un intenso sabor a alegría. Todo ello era el fruto de encarnar aquella “teoría mística rudimentaria” que le había ayudado a entender la propia existencia como algo muy estimulante. Dado el espíritu combativo de Chesterton, no habría que esperar mucho tiempo para que su teoría mística chocara con temas más serios y peliagudos.

En 1903 Chesterton se enzarzó en una polémica con Robert Blatchford, el director del semanario The Clarion. Blatchford era un socialista radical en política y un agnóstico en temas religiosos. Había publicado un credo determinista, y había invitado a quien quisiera a un intercambio libre y abierto de opiniones sobre los dogmas de dicho credo. Aquello fue suficiente para que Chesterton empuñara la pluma dispuesto a pelear. El intercambio de ideas entre Blatchford y Chesterton duró varios meses. Los lectores siguieron con interés este debate entre el veterano periodista y el desconocido GKC, pues así es como firmaba Chesterton sus artículos. El joven interlocutor hacía gala de razonamientos consistentes y de un estilo repleto de imágenes y paradojas. Cada vez resultaba más evidente que las ideas de Chesterton respondían a planteamientos cristianos, si bien nunca invocaba la autoridad de la Iglesia ni de la fe para apoyar sus argumentos.

Hasta que llegó un punto en que Blatchford preguntó explícitamente si GKC era cristiano. Chesterton no lo dudó. Esta fue la respuesta que publicó en su columna del Daily News: “1. ¿Es usted cristiano?: ciertamente. 2. ¿Qué entiende usted por cristianismo?: creer que cierto ser humano a quien llamamos Cristo tiene con respecto a cierto ser sobrehumano al que llamamos Dios una relación única y trascendental que llamamos filial. 3. ¿En qué cree usted?: en una gran cantidad de cosas. Creo que el señor Blatchford es un hombre honrado, por ejemplo. Y también (aunque con menos firmeza) que hay un lugar llamado Japón. Si se refiere a cuáles son mis creencias en materia religiosa, le diré que creo en lo que he declarado anteriormente (respuesta número 2) y en un gran número de dogmas espirituales, que van desde el dogma espiritual que estipula que el hombre es la imagen de Dios hasta el de que todos los hombres son iguales y que no se debería estrangular a los bebés. 4. ¿Por qué cree usted?: porque percibo que la vida es lógica y viable con estas creencias, e ilógica e inviable sin ellas”.

Se trata de una confesión pública sobre su cristianismo. Chesterton afirmó sin ambages que cree. Pero se trata de una fe que no se justifica por la herencia familiar, ni por la tradición cultural, ni por el sentimiento religioso. Tampoco se trata de una aceptación ciega y resignada de algo absurdo. Si Chesterton cree, lo hace porque ha razonado. La vida sería horrorosa si no se aceptara la existencia de un Creador y la intervención redentora de ese mismo Dios. Chesterton supo sacar la consecuencia lógica de esta premisa: si en el origen tenemos a un Dios que libremente nos ha dado la existencia, entonces la actitud cristiana más apropiada es la alegría. El gozo cristiano tiene una raíz radicalmente distinta que la diversión pagana. En el caso de Chesterton, bastaba con leerle para darse cuenta de que transpiraba alegría.

Aquí conviene realizar una precisión. Chesterton dice en la cita anterior que la vida resulta lógica con las creencias cristianas. Cualquier racionalista desmontaría esa afirmación, diciendo que la razón científica nada puede decir sobre las creencias religiosas. Chesterton le habría dado la razón sin dudar. El método científico poco puede decir de algo que no se puede medir. Pero en este pasaje y en todos sus escritos, Chesterton se refiere a la lógica desplegada por la que podríamos denominar como “razón metafísica”: aquella que se apoya en el principio de no contradicción. De ahí que en sus escritos Chesterton trabajara tanto la paradoja. Este recurso obligaba al lector a reflexionar y a mirar a la realidad muchas veces desde una perspectiva nueva. La realidad puede ser paradójica, pero nunca será contradictoria.

Chesterton comenzó así su carrera pública como periodística. Se estima que escribió más de 4.000 artículos. Para hacernos una idea de este volumen de trabajo, esta cifra equivale a escribir un artículo diario durante 11 años. Pero Chesterton no se quedó en un columnismo de relleno. También practicó un periodismo crítico con los poderes, especialmente, con la plutocracia que gobernaba Inglaterra en aquella época. Además, en la etapa final de su vida dirigió el semanario GK’s Weekly cuyo objetivo principal fue la difusión del distributismo, una corriente económica alternativa al capitalismo y al comunismo inspirada en la doctrina social de la Iglesia.

La producción de Chesterton no se restringió al ámbito periodístico. A lo largo de su vida publicó varias novelas. La primera fue El Napoleón de Notting Hill. Le siguieron otros títulos como El hombre que fue Jueves, La esfera y la cruz o Manalive. Se trata de novelas cuya clave se encuentra en los diálogos. También escribió relatos cortos. De entre ellos, surgió el que probablemente sea su personaje literario más entrañable: el Padre Brown, un sacerdote católico que ejerce de detective “aficionado”. La diferencia con Sherlock Holmes es que éste resolvía enigmas gracias a su meticulosa observación y su conocimiento enciclopédico, mientras que al Padre Brown lo que le interesaba era el corazón del delincuente y su cambio de vida. La poesía fue un género que cultivó durante toda su vida. Publicó unos pocos libros de poemas, entre los que se encuentran La balada del caballo blanco y Lepanto, que llegaron a tener una buena aceptación entre el público inglés. Chesterton también escribió semblanzas sobre personajes conocidos. No eran propiamente biografías, sino una reflexión muy libre sobre la vida y las ideas de ese personaje. Cabe destacar los libros sobre Charles Dickens, George Bernard Shaw, San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino. Además, publicó ensayos sobre la situación social de la época, como fue el caso de Lo que está mal en el mundo o Esbozo de la sensatez. Tampoco faltaron escritos sobre la fe cristiana. Entre ellos, sobresalen La superstición del divorcio, Ortodoxia y El hombre eterno”.

CONVERSIÓN

“La vida de Chesterton tuvo dos puntos de inflexión. El primero ocurrió cuando articuló su “teoría mística rudimentaria”. Con ella pudo superar el pesimismo intelectual que le rodeaba. El segundo punto de inflexión corresponde a su conversión al catolicismo. La admisión en la Iglesia Católica tuvo lugar en 1922, cuando Chesterton contaba 48 años. En su Autobiografía proporciona el que probablemente sea su argumento más conocido para hacerse católico: “Cuando la gente me pregunta: «¿Por qué abrazó usted la Iglesia de Roma?», la respuesta fundamental, aunque en cierto modo elíptica, es: «Para librarme de mis pecados», pues no hay otra organización religiosa que realmente admita librar a la gente de sus pecados; está confirmado por una lógica que a muchos sorprende, según la cual la Iglesia deduce que el pecado confesado y del que uno se arrepiente queda realmente abolido, y el pecador vuelve a empezar de nuevo como si nunca hubiera pecado”.

Esta cita da a entender que esa “lógica” para librarse de los propios pecados no se encontraba en la Iglesia de Inglaterra, que era donde había sido bautizado de pequeño. La Iglesia de Inglaterra reivindicaba que era la auténtica Iglesia Católica, la que correspondía a la fundada por Jesús. Se concebía a sí misma como la única que había mantenido la conexión con la Iglesia de la Antigüedad gracias a que no se había corrompido en la época medieval, como así le había sucedido a la Iglesia de Roma. Pero Chesterton se daba cuenta de que algo estaba minando esta “autenticidad” de la Iglesia de Inglaterra. En la respuesta que dio a Blatchford en 1903 sobre su condición de cristiano hay un término muy significativo que se repite dos veces: la palabra “dogma”.

Precisamente la idea de “dogma” estaba siendo abandonada por bastantes teólogos y eclesiásticos anglicanos de esos años. En el siglo XIX se desarrolló la corriente teológica conocida como Protestantismo Liberal. Uno de sus principales impulsores fue Friedrich Schleiermacher. Por influencia del romanticismo, Schleiermacher asumió la religión como el sentimiento de absoluta dependencia con la divinidad. Además, la fe siempre se experimenta dentro de una comunidad, nunca de forma aislada. Desde estas premisas, la teología se veía condicionada al contexto religioso particular en que se desarrollaba. Por este motivo, se replanteó el papel de los dogmas. Se vieron como experiencias particulares de épocas pasadas. El protestantismo liberal tendió a restar importancia a la doctrina transmitida en beneficio de la vivencia emocional de una fe que cada vez se identificaba más con la propia experiencia personal y no con un don transformador.

Cuando Chesterton comenzó a interesarse por la fe cristiana en la Inglaterra de principios del siglo XX, se encontró con planteamientos teológicos un tanto difusos. Una consecuencia de esta ambigüedad fue el escaso carácter combativo por la doctrina que encontró en la Iglesia de Inglaterra. Un hecho que reflejaba esta actitud de condescendencia eclesiástica con las ideas modernas fue el debate suscitado para aprobar la Ley de la Deficiencia Mental de 1913. Este debate se nutrió fuertemente de las ideas eugenésicas que partían del evolucionismo darwiniano. Se justificaba que los mejores tuvieran más hijos, al tiempo que se veía con buenos ojos impedir que los menos aptos se reprodujeran. La Ley de la Deficiencia Mental tenía como objetivo principal controlar el comportamiento de los enfermos mentales en la sociedad. Por ejemplo, prohibía la posibilidad de casarse con alguien aquejado de algún trastorno mental. Para ello la ley establecía un registro de enfermos mentales, y daba al Ministerio la potestad de incluir a quien considerara inadecuado mentalmente, aunque no tuviera el diagnóstico médico. Hubo un buen número de obispos anglicanos que apoyaron estas ideas. Además, los arzobispos de Canterbury y de York encabezaron el comité que promovió este proyecto de ley. En cambio, la Iglesia Católica se opuso desde el principio a esta ley y a sus planteamientos de fondo. En un artículo que Chesterton publicó después de su conversión confesó que tenía una deuda de gratitud con los clérigos liberales anglicanos, ya que sus vaguedades teológicas le habían acabado de confirmar que la Iglesia de Inglaterra se había desgajado completamente de la raíz católica que tanto reivindicaban.

No obstante, la razón por la que Chesterton demoró tanto tiempo su conversión a la Iglesia Católica no fue algo de carácter teológico, sino más bien de carácter práctico. Se trataba de su mujer, Frances. Chesterton se casó en 1901. Frances, a diferencia de Chesterton, era una cristiana anglicana devota y practicante. Los dos se complementaban muy bien. Chesterton era un genio despistado, al que con frecuencia había que recordarle el plazo de entrega de un artículo o el compromiso social que tenía al día siguiente. Por el contrario, Frances era práctica. Se hacía cargo de los plazos de entrega, de los compromisos sociales y de administrar el dinero de la casa. Desde el punto de vista operativo, Chesterton dependía totalmente de su mujer. El hecho de esquivar su ingreso en el catolicismo se debía a su resistencia para dar ese paso solo, sin Frances.

Ella no estaba preparada de la misma forma que él. Desde que encajó su teoría mística rudimentaria con el credo cristiano, Chesterton razonaba como un católico. Podía dar explicaciones brillantes de la fe o debatir sobre religión con los ateos más acérrimos. Pero le faltaba algo: le faltaba la limpieza de sus pecados. Su corazón lo notaba, y él anhelaba cada vez acceder a esta purificación. Finalmente, Frances accedió y Chesterton dio el paso definitivo. El 30 de julio de 1922 Chesterton fue recibido en la Iglesia Católica. Lo hizo en un cobertizo, con paredes de madera y techo de hierro ondulado, que hacía las veces de capilla provisional en Beaconsfield, el pueblo donde vivían. El sacerdote que ultimó la preparación de Chesterton y que ofició la ceremonia fue un gran amigo de la familia, el Padre John O’Connor, el mismo que había servido de inspiración para el personaje del Padre Brown. Ese día fue de inmenso gozo y gratitud para Chesterton, pero no para Frances. Tendrían que pasar 4 años más para que Frances diera también el mismo paso que su marido. Ella ingresó en la Iglesia Católica el 1 de noviembre de 1926”.

EL LEGADO DE CHESTERTON

“En su Autobiografía, Chesterton escribió que de nada sirve tener muchas cosas si no se sabe apreciarlas. Esa fue una de las muchas conclusiones que sacó de su “teoría mística rudimentaria”, y que siempre intentó compartir a través de sus escritos, sus poesías y sus canciones. Temía que el exceso de vulgaridad que ya proliferaba en su época impidiera disfrutar de lo realmente valioso. Lo mismo que Chesterton ayudó a apreciar la belleza de un diente de león y el optimismo escondido de Lord Byron, mucho más ayudó a apreciar la grandeza de la fe cristiana.

Dorothy Sayers fue una autora británica conocida por sus novelas policíacas. Había sido bautizada en la Iglesia de Inglaterra. Después de una conversión en la que su fe anglicana revivió, dedicó parte de su producción literaria a obras de contenido apologético. Sayers se benefició mucho de la lectura de Chesterton para esta nueva visión. El siguiente texto, escrito en el año 1952, refleja su deuda con este periodista jovial: “[Chesterton] Fue un liberador de los cristianos. Como si de una bomba benéfica se tratara, hizo que un gran número de vidrieras de mala calidad saltara por los aires, permitiendo la entrada de ráfagas de aire fresco, en el que danzaban las hojas muertas de la doctrina”. Sayers describe gráficamente lo que puede suceder a quien se ha educado en una fe aguada y comienza a leer a Chesterton.

En sus obras, Chesterton es un maestro de la lógica del don y de la gramática de la gratitud. Si uno tiene la suerte de aprender estas lecciones, se comienza a vislumbrar la doctrina cristiana como una fuente extraordinaria de vida nueva. El efecto es comparado por Sayers al aire fresco y la luz clara que entran al romper las vidrieras de mala calidad por las que ella había conocido la doctrina cristiana de siempre. Lo realmente curioso es que la “onda expansiva” de esa bomba benéfica también alcanza a las construcciones de las personas que están fuera de la Iglesia. Las vidrieras modernas, con su pretensión de certeza, y las vidrieras posmodernas, con su búsqueda de autenticidad, aguaban la realidad hasta reducirla prácticamente al propio pensamiento o a la experiencia fenomenológica.

Con aquella teoría mística rudimentaria de su juventud, Chesterton pudo romper también esas vidrieras y dejar que la realidad llenara el pensamiento y vivificara la experiencia. A través de esa abertura, Chesterton descubrió la certeza del Amor y cultivó la autenticidad de quien se deja amar por el Amor verdadero. Quizá el principal legado que Chesterton nos dejó pueda sintetizarse en que nos enseñó a razonar en una época de aparentes razonamientos. Su cabeza católica y su alegría de vivir se realimentaron mutuamente. Todo el que tiene la paciencia de leer a Chesterton, termina impregnado de esos razonamientos y de esa alegría”.

(*) Tomás Baviera (Prof. Titular del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Politécnica de Valencia-España-2024): «El legado de Chesterton. Una aproximación a su pensamiento en el 140 aniversario de su nacimiento».

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