Por Hernán Andrés Kruse.-

El 12 de Julio se conmemoró el bicentésimo octavo aniversario del nacimiento de un eminente escritor, poeta y filósofo estadounidense. Henry David Thoreau nació en Concord (Massachusetts) el 12 de julio de 1817. Entre 1833 y 1837 estudió en el Harvard College. Luego de graduarse retornó a su hogar natal en Concord. Ahí conoció a Ralph Waldo Emerson, quien se interesó mucho por don Henry David. Por su intermedio, Thoreau conoció a William Ellery Channing, Margaret Fuller, Amos Bronson Alcott y al famoso Nathaniel Hawthorne. Publicó su primer ensayo (Aulus Persius Flaccus) en The Dial, un periódico trimestral. En abril de 1841 se instaló en la Casa de Emerson. Durante los próximos tres años sirvió como tutor de los niños. En 1844 él y su amigo Edward Hoar provocaron un incendio de manera accidental que consumió 300 acres de Walden Woods. En 1845, por consejo de Ellery Chaning, comenzó un experimento vital que duró dos años. Lo que hizo fue vivir en una pequeña casa que había construido en tierra que le pertenecía a Emerson situada en un bosque de repoblación alrededor de las costas de Walden Pond.

En julio de 1846 Sam Staples, recaudador de impuestos local, le pidió que pagara seis años de impuestos atrasados. Se negó aludiendo a su postura contraria a la intervención de Estados Unidos en México y a la esclavitud. Luego de pasar una noche en prisión fue liberado. Pero lo hizo contra su voluntad ya que consideraba que “bajo un gobierno que encarcela injustamente a cualquiera, el hogar de un hombre honrado es la cárcel”. En 1848 publicó “Desobediencia civil”, en el que deja en claro su visceral libertarismo. El ensayo ejerció una gran influencia en León Tolstói y en Mahatma Gandhi, y fue publicado por Elizabeth Peabody en The Esthetic Papers (mayo de 1848). En 1854 publicó “Walden, o vida en el bosque” en el que narra los dos años y dos meses que estuvo solo en Walden Pond. Murió el 6 de mayo de 1862. Tenía 44 años (fuente: Wikipedia, La Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Theodore Dreiser titulado “El pensamiento vivo de Thoreau· Se trata de la introducción que el autor hace a su compilación de Thoreau, traducida por Luis Echávarri, en El Pensamiento Vivo de Thoreau (Losada, Buenos Aires, 1944).

“Cuando pienso en la filosofía y en los filósofos que se alinean a través de los siglos desde la Grecia primitiva hasta nuestros días, me impresiona el hecho de que todos ellos son hombres de genio, a los que conmueve temperamental y profundamente, como a los poetas, el fenómeno de la vida que les rodea. Y en ese sentido, y únicamente en ese sentido, es decir, temperamentalmente, luchan con el porqué y el cómo de las cosas. Pues sabemos, por supuesto, que la ciencia, en su acercamiento técnico o práctico a los fenómenos de la existencia, ha abandonado desde hace mucho tiempo casi todas las esperanzas en una respuesta al porqué de las cosas y se ha concentrado en el cómo de lo que se produce a nuestro alrededor. Así Galileo, por ejemplo, en una época tan temprana como el siglo XVI, preocupado por el problema todavía no resuelto de si la tierra atrae a todos los cuerpos con la misma fuerza o velocidad, hizo un experimento dejando caer cosas de diferentes pesos desde lo alto de una torre y descubrió que todas llegaban al suelo al mismo tiempo; y también que para llegar al mismo tiempo no requerían que se las empujase, se las arrastrase o se obrase sobre ellas de otro modo que con la sola fuerza de atracción que existe en la tierra.

La cosa era sencilla, al parecer, y, sin embargo, antes de comprobar esos hechos primarios los hombres habían pasado centenares de años haciendo observaciones. Y el fenómeno de la gravitación en forma de ley no fue establecido por Newton hasta muchos años después, en 1666. Desde entonces se ha procedido en la ciencia casi exclusivamente para relacionarla con el cómo y no con el porqué. Al mismo tiempo, el filósofo y el soñador o poeta, mientras se aprovecha de la ciencia, y en ocasiones obra de modo idéntico que el hombre de ciencia, nunca ha dejado de interesarse por el misterio del porqué, por el cual se ha sentido atraído incesantemente. Pues por él reside, por supuesto, esa energía de la materia que llena todo el espacio. Existen diversas leyes por las cuales se regulan las diferentes formas de la energía de la materia, o mediante las cuales se describe su naturaleza inherente, y a las que, en consecuencia, se conforman voluntariamente.

En otras palabras, o bien son reguladas por algo (Dios es una palabra que se utiliza con frecuencia para describir ese algo, así como también Espíritu, Brahma, Esencia Divina o Fuerza) o, estando todo en todo en el espacio y en el tiempo, son, colectivamente, el equivalente de ese algo imaginario. Y ya se regulen a sí mismas o no, sin embargo se acomodan a las leyes que constituyen el equivalente de la auto-regulación y, por tanto, de la esencia o espíritu que se supone existente en otra forma y que se encarga de animarlas y conformarlas. Por medio de lo que son y lo que hacen expresan su carácter y su ser últimos.

En cuanto a nosotros, como evocaciones reactivas de lo mismo, solo podemos hablar de ellas como del universo. Y solamente se les puede atribuir las leyes y las acciones que han sido comprobadas científicamente. Todo lo demás debe ser evitado o ignorado. Pues hoy día los científicos insisten en que las generalizaciones filosóficas deben fundarse en los resultados científicos. Queda suprimida toda conversación sobre una fuerza o espíritu regulador, y por lo tanto legislador o directivo supremo. No hay un Dios o Espíritu conocido. No puede ser descrito científicamente en foto, ni siquiera en parte. De aquí la confesión inconsciente del fracaso científico, y aun la confusión en el título del cuerpo comprobado pero inseguro de datos históricos, biológicos, químicos y físicos que incluyó Ernst Haeckel en su obra, verdaderamente grande, El enigma del Universo. De aquí también la manera prudente y reservada de los hombres de ciencia de todas partes que comentan cómo la aparente universalidad de la ley, estado o condición, físico o químico, existe en una porción del espacio tanto como en un sistema sideral. Incluso el espacio-tiempo, que ahora se supone relativo, es por lo tanto más o menos una ilusión.

No obstante, junto a todo eso, en todas las ramas de la ciencia, hay una referencia constante e invariable al pensamiento creador o deducción por medio de la sensibilidad nerviosa, aumentada con respecto a los datos que tienen ya largo tiempo de existencia, como si el hombre, evocación de ese universo incomprensible de materia-energía, espacio-tiempo, pudiera ser creador individual y mentalmente, mientras que aquello de que procede no puede serlo. En este punto es donde el filósofo científicamente informado, pero mentalmente no creador, que pregunta el porqué se aparta de los científicos de los laboratorios y de los calculistas de mentalidad matemática de las bibliotecas y universidades que se limitan a preguntar el cómo. Pues él continúa preguntando porqué. A pesar de todo su conocimiento del cómo, la ciencia no puede decir el porqué. Además, parte nerviosamente de la tímida sugestión de que el hombre, dotado como un aparato químico o físico de fuerzas exteriores para sintetizar y responder a esos estímulos que llueven sobre él, puede no ser más que un aparato de radio o de televisión… y que lo mismo puede ser cierto con respecto a los animales, los insectos y los vegetales.

En resumen, que así como una estación de televisión distribuye las voces, los colores, las formas, los movimientos y las ideas o pensamientos por medio de sonidos y de gestos, así también ciertas fuerzas extraplanetarias pueden ser difundidas en este planeta por medio del hombre y de la vida humana. Esto, por supuesto, lleva a una conclusión lógica a la gran masa de datos que tienden a demostrar que el hombre es una herramienta o instrumento cósmico. Pero nuestro mecanicista científico se niega a llegar hasta ese punto. Alega que todavía no ha reunido suficientes datos que justifiquen una deducción tan esotérica. Debemos esperar. No menos cree el idealista en la ley cósmica –y en los procesos semejantes a los mentales que le acompañan– en el genio de la ingeniería o de la técnica que acompaña a la construcción, el funcionamiento, la persistencia y la disolución de todo lo que existe en este planeta. Supone que ello puede ser la obra de alguna fuerza superior en el continuo materia-espíritu-espacio-tiempo, por ejemplo, algo que habita y dirige aquello que en todas partes aparece como materia-energía dirigida; en otras palabras, algo que planea lo que hace y debe hacer la materia-energía.

¡Ay, aquí está la dificultad! Pues eso sería un Dios, de cualquier modo que le llamemos. Y si introdujésemos en el cuadro el bien o el mal, puesto que el hombre siente que ambos se encuentran ciertamente en el cuadro o proceso, puesto que los encuentra aquí, entonces, por lo menos en su pensamiento, esa superfuerza o intelecto o mente sería el autor de ambos. Pero aquí uno cruza nuevamente el reino del filósofo especulativo, del idealista o del soñador o visionario, que, por lo menos en algunos casos, prefieren estudiar cuidadosamente los datos que ha reunido la ciencia y que, desde esa posición ventajosa, insisten en que los datos ya reunidos indican la existencia y la dirección de un maestro semejante, que su naturaleza y su espíritu están escritos o expuestos completamente en lo que el hombre siente de sí mismo, así como en las herramientas y guías que su creador ha producido para él.

Pero, por supuesto, hay una tercera conclusión y es que todo nuestro interrogatorio no es más que una pura insensatez. En el universo no puede haber más que un solo proceso. Una ecuación eterna puede ser la verdadera naturaleza de las cosas. El individuo de época más reciente que me ha interesado en relación con este problema es Henry David Thoreau, el solitario de Concord, a quien durante tanto tiempo no se consideró de manera alguna como un filósofo, sino más bien como un naturalista, ensayista, poeta en prosa y amante de la Naturaleza y, en el mejor caso, con algunas opiniones excéntricas sobre la sociedad por la que se encontró rodeado y que, en su mayor parte, decidió ignorar. En realidad, y en el sentido estricto o académico de la palabra, Thoreau no puede ser considerado como un filósofo. No parece haber pensado una sola vez en arreglar o compilar sus ideas en relación con el problema de las cosas y de sus causas; aquí en la tierra o en el espacio-tiempo, a la manera de Spinoza, o de Kant, o de Hegel, o de Spencer. Que es autor de pensamientos, así como de la mayor parte de las deducciones definitivas, en relación con la mayoría de las materias que tratan los pensadores especulativos de nuestra época, resulta evidente de los catorce volúmenes de notas que dejó publicados, para no hablar del Walden, o de A Week on the Concord and Merrimack Rivers (Una semana en los ríos Concord y Merrimack), o de sus cartas y ensayos.

Aunque sus pensamientos están diseminados confusamente, a través de estos volúmenes y de los veintidós años de su vida de escritor, y abarcan la escala de la mayoría de los problemas, en nuestra época ya estereotipados, de la vida o de la materia-energía en el espacio-tiempo, no obstante, si los lectores se interesan lo bastante por ellos, pueden recopilarlos ellos mismos, como yo lo he hecho, o he intentado hacerlo, en este volumen. Y aquí, como pueden verlo los lectores, le encontrarán tratando de la inteligencia en la naturaleza, de la forma en la naturaleza, del tiempo, del cambio, del conocimiento y de su origen y limitación, de la belleza y el arte, de la verdad y el error, de la realidad y la ilusión, del problema de la moral, de la voluntad libre o controlada, de las emociones, del bien y del mal en sentido cósmico y de la crueldad, de la sociedad, la religión, la justicia, la muerte y hasta de la vida futura.

Pero no encontrarán esos pensamientos en el orden en que yo los he dispuesto. Y de ninguna manera en la forma de pensamientos completos que sugieren los títulos y temas subordinados que yo les he puesto, sino en una variedad y una profusión mucho mayores que lo que es posible indicar en una selección arbitraria y abreviada como la presente. Pues Thoreau, sabio-poeta, que poseyó al mismo tiempo la energía inmensa del investigador y la del soñador, estuvo llamado constantemente a la puerta del misterio durante todos los días de su vida, restringida tanto material como temporalmente (murió a la edad de 45 años). Aun más: permaneció siempre fascinado ante la belleza de la vida. En realidad, aunque en su mayor parte no pudo más que insinuar la probable evolución de algunas de sus maravillas (escribió antes que Darwin), y señalar las reglas o leyes aparentes que rigen la forma, el crecimiento, las luchas, la decoración y la persistencia de todas ellas, no obstante, casi todo lo que dijo llega hasta nosotros como un canto, el canto de una fuerza mística que toma la forma de la belleza.

Por supuesto, de joven estuvo prácticamente envuelto en la atmósfera de Concord y de la trascendental Nueva Inglaterra, la misma atmósfera que originalmente hizo de Emerson un sacerdote. Nacido en Concord, Massachusetts, en julio de 1817, fue convirtiéndose gradualmente en parte y parcela de una ciudad que en aquel momento comenzaba a adquirir prominencia intelectual como sede cultural del pluralismo de Nueva Inglaterra. Realmente, en la época en que cumplió los treinta y un años de edad estaba ya eclipsado en la opinión de un público que apenas le conocía —y cuando le conocían o le comprendían— por Emerson, Hawthorne, Longfellow, Bronson Alcott, William Ellery Channing. Thoreau llegó pronto a confundirse con esos hombres, para mal de América a la larga. Pues en él, a mi modo de pensar, tanto filosóficamente como desde el punto de vista de la poesía exquisita en forma de prosa, se halla lo mejor que podía mostrar la Nueva Inglaterra de aquella época. Y por fortuna, aunque la crítica privada de su tiempo y aun la posterior disminuyó mucho sus méritos, y aunque se le consideró como un imitador, incluso simiesco, de Emerson y como pretendiendo más de lo que justificaban sus méritos, el genio rico, si bien retraído y ascético de este hombre ha llegado a ser comprendido cada vez más en lo que vale, como una contribución realmente importante y altamente poética a los fundamentos metafísicos de la filosofía, así como a los datos de la ciencia.

Sus opiniones comparten un poco, pero más o menos en un sentido elegante, las creencias de los trascendentalistas, es decir, la existencia de un super-alma y la teoría hegeliana de la acción refleja de la inteligencia natural en la Naturaleza, la visión del ideal, etcétera. Pero este aspecto de su pensamiento es más o menos superficial y muy alejado de su contenido. En realidad, su pensamiento estaba notablemente libre de “influencias” de personalidades, libros, etc. Sin duda, en Harvard y en su patria estudió a los clásicos griegos y romanos, a los poetas ingleses y algunas escrituras orientales, para no hablar de Emerson, amigo de toda su vida, y de Carlyle. Pero ninguna de estas influencias puede compararse con su profunda reacción poética frente al paisaje natal que le rodeaba y al que convirtió en materia de sus escritos. Especialmente en común con los transcendentalistas así como con otros muchos filósofos “morales” y “románticos”, puede decirse que comprarte estas dos creencias: 1) que la contemplación solitaria de la Naturaleza origina la armonía con la fuerza espiritual que creó el mundo, y 2) que lo que es cierto lo es con referencia a la intuición.

Por supuesto, John Foxe tuvo ese mismo pensamiento, y después de él los Amigos o Quákeros. También lo tuvo John Woolman, a quien se parece Thoreau en muchas de sus solitarias deducciones íntimas. También lo tuvieron Buda, Jesús y Lao-Tsé. Pero aunque pueda ser ése su método confesado por él mismo, ¡cuán completamente diferentes son sus resultados! En él no existe un sistema moral a priori. Substituíd la compulsión o la necesidad interna por la intuición, y una reacción sensorial muy fina, casi telepática, por la intimidad o contemplación, y quitaréis a su método toda la verbosidad vaga e irreal que constituye el método usual para asegurar los fines morales y sociales predeterminados antes de la aplicación de dicho método. Éticamente, su intuición o su honestidad, su frugalidad naturalmente impecable, y su sentimiento de obligación para con la vida y la sociedad, dada su existencia en la tierra, no hacen más que excitar su deseo de cumplir su deber. Quería pagar a los que se habían preocupado por él en su juventud lo que podía deberles, y además conducirse de manera que ejemplificase los principios que sentía existentes en la Naturaleza.

También deseaba permitirles que criticasen, justamente a su parecer, otros principios de la sociedad en general por cualquier relajamiento que pudieran manifestar con respecto a una posible estructura social que sintetizase todo lo que consideraba justo y constructivo y, por lo tanto, recomendable. En este sentido me recuerda a algunos de los caracteres más dignos de atención de la historia: Diógenes con su linterna, Cristo con su renuncia a todo pensamiento para el mañana, lo que se ha de comer o cómo se ha de vestir; Buda, caminando desde su palacio hasta el árbol Bo; San Francisco, con su imitación de Cristo; Tomás de Kempis, igualmente; o, para acercarnos más a nuestra época, Juan Huss, John Foxe, John Bunyan y John Woolman. Todos esos hombres se sintieron atraídos por la belleza y el misterio de la vida, por la alegría y el dolor, la ignorancia y la sabiduría, el bien y el mal, el nacimiento y la muerte. Y todos ellos trataron de encontrar en la vida algo superior a las estructuras técnicas para resolver el dolor huérfano de quien no está dispuesto a creer que solamente en la muerte y con la muerte se verá liberado de todos sus males e injusticias.

¡Triste historia, amigos! En cuanto a mí, puedo decir libremente que entre todas mis lecturas filosóficos y científicas de los años recientes, desde Demócrito hasta Einstein, esas notas diseminadas de Thoreau me impresionan como más iluminativas, no de los resultados y provechos prácticos de la ciencia (que han conducido en nuestra época a una masa cada vez más complicada de materiales, así como a estructuras mentales o ideacionales, con sus consiguientes compulsiones a mayores habilidades, tanto físicas como “mentales”, hasta el punto de que casi pueden perjudicar si no destruir el mecanismo humano que tiene que entendérselas con ellas) sino de las implicaciones de los resultados científicos o de la cosmología. Pues Thoreau, así como Loeb y en nuestros días Einstein, y en realidad toda la ciencia moderna, considera al hombre y a la vida, química y física, como dirigidos, pero en el sentido puramente mecánico. Una ley inmutable nos rige a todos.

Sólo que él no estaba dispuesto, como otros muchos, a clasificar el proceso como mecánico y detenerse en ello. Prefería, o más bien, pudiera decir, se veía obligado por sus reacciones sensorias frente a todas las cosas, a considerarlas como un mecanismo oscuramente consciente dirigido por un algo superior y penetrante que no solamente las ha producido, sino que, como la fuerza centrípeta o esencia en el corazón de un átomo que impide que sus electrones giratorios se escapen tangencialmente hacia fuera, las mantiene en su lugar y en orden. Así afirma en Walden: “No estamos completamente envueltos en la Naturaleza. Pero ser el madero que arrastra la corriente o el Indra que lo mira desde el firmamento”. Y añade en la misma página: “Por intensa que sea mi experiencia, tengo consciencia de la presencia y la crítica de una parte de mí mismo, que, como tal, no es una parte de mí mismo, sino un espectador, que no comparte mi experiencia sino que toma nota de ella y que no es más yo que tú”. Y también en la misma página: “Yo sólo me conozco como una entidad humana, como la escena, por decirlo así, de pensamientos y afectos y me doy cuenta de cierta doblez mediante la cual puedo permanecer tan alejado de mí mismo como de otro”.

Lo cual, como pueden ver los lectores, está lejos de que Thoreau se considere a sí mismo como una máquina sin voluntad ni pensamiento, sino más bien, posiblemente, como el habitante de parte de una máquina o instrumento construido por otro —llamémosle el fabricante de todas las máquinas conocidas por el hombre—, en la cual uno puede residir pero no dirigir, puesto que está allí, como dice Thoreau, solamente como “espectador, sin compartir la experiencia”. Y, como para remachar esa conclusión del hombre-máquina, añade (The Week): “Nuestros sentidos actuales no son más que los rudimentos de lo que están destinados a ser”. Lo que no se parece a lo que dice Henry Ford: “Esperad a ver mi modelo de 1940. Tendrá de todo”. Estoy seguro de que parecerá que quiero atribuir a Thoreau un conocimiento ultramoderno y ultramecánico del problema del misterio de la Naturaleza, pero sucede así porque estoy seleccionando a ese respecto unos pocos de sus comentarios más esenciales relativos a ese problema particular, y dejo de lado los vagabundeos sin término de su inteligencia exploradora a través de todas las fases de la especulación filosófica, desde la falta de voluntad hasta el libre albedrío, desde una dirección casi divina hasta la suficiencia mecánica accidental.

Realmente, habiendo leído alrededor de 2.400.000 palabras de ese material seleccionado, me parece como si Thoreau hubiera vivido una especie de ciclo, yendo desde un extremo de descripción natural concreta y fuertemente colorida hasta el otro extremo de la profundidad más vaporosa, más enorme. La única imagen con la que se me ocurre compararle es con la de un dios que volvió en el origen del mundo y que reaparece en Thoreau para recordar algo de lo que es la inteligencia en la Naturaleza. Ahora me parece que casi todos sus comentarios sobre los hombres y la sociedad, el aspecto vengativo y crítico de su naturaleza, sus opiniones morales, no son de ninguna manera realmente esenciales para su grandeza, sino tan sólo necesarios para los límites superficialmente físicos de su ser.

Tengo la sensación de que estuviera sacando agua de algún manantial maravilloso, musical, lírico, que era vida y que es un sueño. Es la misma suposición que se sostiene con respecto a la poesía y a la música, lo mismo que se le ocurre a uno cuando considera el arte arcaico, como las figuras de los animales en las cuevas de Francia y España, los mitos griegos: el optimismo, la grandeza de la visión de un universo ilimitado e inconquistable, precipitándose y resonando furiosamente y al mismo tiempo sin ruido. Esta sugestión de fuerza, de algo oscuro y hermoso, intrépido, que no admite el pensamiento — todo en una sola cosa—, eso es lo que él insinúa de la Naturaleza. En eso es en lo que para nada cuentan sus inconsecuencias, porque, tal como yo lo veo, su origen es inconsistente. Por eso rechaza con un fervor mayor del necesario para un dios todas las acciones de los hombres que les obstruyen su visión.

Parece haber apartado algo cuando se sienta en la ladera de una colina y observa el firmamento, el sol y las estrellas, los árboles y los pájaros. El origen de todos ellos es lo que él siente, la pasión por lo que en otro sentido es pura relatividad. En lo que parece disparatado no hay más que una negación de ese sentimiento de la Naturaleza en él mismo o en los otros. Aunque a veces parece serlo, o asegura que es, Thoreau no es triste, su visión no le crucifica, porque parece más que un hombre, y al mismo tiempo se siente perfectamente contento de saber que su universo no es más que lo que él puede ver. Dice una y otra vez: El universo existe para mí. Sabe eso por instinto y quiere obtener de ello todas las sensaciones que le sea posible. Y como es más primitivo que moderno, es más sensible que social, más optimista que pesimista. Entiendo por primitivo a alguien que depende menos de los hombres que la mayoría de sus semejantes en nuestros días, y que puede ver más allá de una raza, una época o el momento actual y alabar el todo.

En realidad, en varios lugares comenta desdeñosamente las ventajas para la inteligencia o el conocimiento del uso del microscopio y de otros instrumentos semejantes. Por ejemplo: “Toda ciencia no es más que un expediente, un medio para un fin que nunca es alcanzado… Toda descripción es pospuesta hasta que conocemos el todo, pero entonces la propia ciencia debe dejarse de lado. Pero las expresiones espontáneas de deleite que provoca en nosotros cualquier objeto natural son algo completo y final en sí mismas, puesto que toda naturaleza debe ser considerada en relación con el hombre. ¿Y quién sabe hasta qué punto pueden acercarse a la verdad absoluta semejantes afirmaciones inconscientes?” O también: “Cuando se miran las cosas con un microscopio comienzan a ser insignificantes. Descritas de ese modo son tan monstruosas como si fuesen magnificadas en mil veces su tamaño. Supongamos que veo y describo a los hombres y a las casas y a los árboles y a los pájaros como si fueran un millar de veces mayores de lo que son. Con nuestros instrumentos de observación alteramos el equilibrio y la armonía de la naturaleza”.

Pero esto no es todo. Supongamos que adoptamos la antigua pero todavía discutible suposición o conclusión, como se quiera llamarla, de que no existe el libre albedrío. Para conocer la conclusión que tenga Thoreau a este respecto véanse las páginas tituladas Libre Albedrío, necesidad, en la siguiente selección, pero permítaseme anotar aquí lo siguiente: “Ante todo, un hombre debe ver antes de poder hablar”. “Quien produce una obra perfecta obedece a leyes todavía inexploradas”. “Repetidamente me veo atraído por ciertas personas que luego me decepcionan”. “Compruebo que algunos hombres pueden nacer para un estado intelectual al que llegan otros hombres en la edad madura por la decadencia de sus facultades poéticas”. “Es ciertamente infortunado el descubrimiento de una ley que nos ata cuando no sabemos que estamos atados”. “Es inútil escribir sobre temas elegidos. Debemos esperar a que ellos hayan encendido una llama en nuestra inteligencia”.

O supongamos que trata ese tema tan gastado con el tiempo por las discusiones, el problema del conocimiento, y le dejamos hablar: “A los dioses nunca les conviene dejar a un hombre en el mundo informado de alguno de sus secretos. No pueden tener aquí a un espía. Lo expulsarán inmediatamente. ¿Cómo podéis caminar por la tierra si veis a través de ella?” “Veremos poco si necesitamos comprender lo que vemos. ¡Cuán pocas cosas puede medir un hombre con la medida de su entendimiento!” “Cuando miramos a las estrellas, nada de lo que han dicho los astrónomos tiene relación con ellas, pues son tan simples y tan remotas. Su conocimiento (el de los astrónomos) produce la sensación de que es completamente terrestre y se refiere únicamente a la tierra. Hace suponer que ocurre lo mismo con todos los objetos…; nuestro supuesto conocimiento de ellos es igualmente vulgar y remoto”.

O, si así lo preferís, ved cómo se explica para demostrar que la Naturaleza es la inteligencia, que el hombre y todas las cosas no son más que simples vaharadas de una sabiduría infinita, estética e incluso emocional, la sabiduría emocional que Eddington parece sugerir como característica del átomo y, siendo así, de los electrones y protones que componen el átomo; y siendo así, de la fuerza central centrífuga que mantiene en su lugar a los electrones y protones contra toda otra atracción exterior atómica. “¿Quién nos situó dotados de ojos entre un mundo microscópico y un mundo telescópico?” “El trueno no resuena todas las noches y yo no conozco exactamente su ley… No obstante, tiene su ley, a la que rinde obediencia cuando debe hacerlo, tan seguramente como se abren los capullos en la primavera. Pues la tierra está completamente viva y cubierta de antenas sensibles, de papilas”. “El mismo césped está lleno de mecanismos mucho más finos que el del reloj, y sin embargo ha sido colocado bajo nuestros pies para que lo pisoteemos. El proceso que se desarrolla en el césped y en secreto, en las minúsculas fibras de la hierba –el químico y el mecánico– en una sola brizna verde, puede aparecer sobre el pasto marchito y si pudiera ser descrito adecuadamente suplantaría a todas las otras revelaciones”. “Amo los pájaros y los animales porque son mitológicamente serios. Veo que el gorrión pía y revolotea y canta de acuerdo con el gran universo; que el hombre no se comunica con él, que no comprende su lenguaje, porque no es uno con la Naturaleza”.

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