Por Hernán Andrés Kruse-

El 17 de junio se cumplió el centésimo décimo primer aniversario del nacimiento de uno de los más relevantes filósofos de España. Julián Marías nació en Valladolid el 17 de junio de 1914. En 1931 se recibió de Bachiller (en Ciencias y en Letras) en el Instituto Cardenal Cisneros. Durante cinco años (1931/1036) estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. En dicha casa de altos estudios tuvo de maestros nada más y nada menos que a Ortega y Gasset y Manuel García Morente. Un mes después de obtener la licenciatura estalló la guerra civil (julio de 1936). En aquella dramática época participó en revistas como “Hora de España”. Luego de la batalla del Ebro y la rápida ocupación de Cataluña, brindó todo su apoyo a la constitución del consejo Nacional de Defensa propugnado, entre otros, por Julián Besteiro y José Miaja.

El franquismo no le perdonó su militancia republicana. Apenas finalizada la guerra pasó tres meses en la cárcel. En el terreno académico, su tesis doctoral sobre el padre Graty en 1942 fue suspendida. Ello explica que recién en 1952 obtuviera el título de doctor. Tampoco ejerció la docencia porque se negó a jurar por los Principios Fundamentales del Movimiento (es decir, jurar lealtad al dictador Franco). Dedicó su tiempo a la traducción de libros, al dictado de clases en la Academia “Aula Nueva” y de conferencias y charlas, dentro y fuera del país.

En 1948, junto a su maestro Ortega y Gasset, fundó el Instituto de Humanidades de Madrid. Tiempo después, creó el Seminario de Humanidades. Desde 1964 fue miembro de la Real Academia Española. En 1971 obtuvo el Premio Juan Palomo por “Antropología Metafísica”. Al año siguiente obtuvo el Premio Gulbenkian de Ensayo. En 1973 recibió el Premio de Ensayo de la Academia du Monde Latin. Dos años más tarde obtuvo el Premio Ramón Godó de periodismo. En 1985 recibió el Premio Mariano de Cavia por su artículo “La libertad en regresión”. Dos años más tarde recibió el Premio de las Letras de Castilla y León. En 1990 ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En 1993 recibió la insignia francesa de la Orden de las Artes y de las Letras. En 1996 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. En 2001 recibió la medalla de oro al Mérito en el Trabajo. Al año siguiente, le fue otorgado el XVI Premio Internacional Menéndez Pelayo. Finalmente, en 2003 (dos años antes de su muerte) le fue otorgado el Premio de Cultura de la Comunidad de Madrid. Además, dejó como legado intelectual sesenta libros (fuente: Wikipedia, la Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Santiago Delgado Fernández (Universidad de Granada) y Álvaro López Osuna (Universidad de Granada) titulado “El concepto de democracia en el pensamiento político de Julián Marías” (Revista Española de Ciencia Política-Número 67-2025). Los autores exponen con meridiana claridad lo que pensaba Marías de la democracia. Para él “el marco de la democracia, de la soberanía o poder democrático era, en exclusiva, el de lo específicamente político”.

EL ESPACIO PROPIO DE LA DEMOCRACIA

“La habitual confusión sobre el significado del concepto democracia fue una cuestión recurrente en el pensamiento de Marías contenido en sus artículos y conferencias. A este respecto, manifestó que el ámbito de actuación democrático no podía rebasar la esfera política o el Derecho Público, ni accionar en otros ámbitos externos de la vida cotidiana sin incurrir en distorsiones o malentendidos. En este sentido, afirmaba, que hay quienes, erróneamente, la conciben como una solución en sí misma, como el lugar donde se llega para dar respuesta a los problemas que se plantean en la sociedad. A ello añadía que la decepción, desilusión y desaliento que el equívoco provoca en los ciudadanos, especialmente de quienes esperaban que su implantación, sobre todo en aquellos países en los que brilló por su ausencia durante mucho tiempo, supusiera una mejora importante de sus condiciones de vida y de su futuro inmediato. La principal consecuencia era un rechazo de la propia fórmula, convirtiéndose en uno de los factores que ponían en riesgo la pervivencia de la propia democracia.

Este tema de la realidad y expectativas de la democracia, capital en los inicios de la Transición en España, se solapaba con el debate sobre el papel de los intelectuales en el naciente proceso democrático y, por ende, con las posiciones que mantuvieron respecto a éste. Julián Marías, en lo fundamental, se encuadró con la línea mayoritaria que contempló de forma positiva el proceso de cambio destacando sus logros. Participó, de esta manera, en lo sustancial, de lo mantenido por personalidades como Javier Pradera, Raúl Morodo, López Aranguren o Jorge Semprún, quienes utilizaron como altavoz las páginas del diario El País para exponer sus posiciones. Todo ello, en oposición a la minoritaria corriente del desencanto de la que participaron la intelectualidad afín al PCE y al marxismo, que propagaron ante la opinión pública la idea de que el nuevo régimen no era más que un pacto entre élites en donde las estructuras económicas y sociales del franquismo habían quedado incólumes. A la que sumaban un fuerte sentimiento de frustración por una democracia que no era capaz de hacer frente a la crisis económica y al creciente proceso de destrucción de empleo, como si la democracia debiera ser «una fiesta continua».

Frente a la idea de la democracia como solución, como remedio, Marías opta por concebirla, en lo esencial, como método más apropiado para plantear los problemas políticos. Pero un método para suscitar, no para resolver, en tanto que ni siquiera «es seguro que muchos problemas tengan solución». Es, sobre todo, un mecanismo que posibilita el planteamiento de todos los asuntos complejos que deben afrontar las sociedades. En definitiva, nos explica que la democracia hace posible la conversión de los meros problemas, en asuntos de naturaleza política, convirtiendo a los ciudadanos en actores implicados, protagonistas de las potenciales soluciones a los mismos.

Pero, a su juicio, la democracia consiste no sólo en que se celebren periódicamente elecciones, sino, sobre todo, en vivir democráticamente. No es exactamente una forma de vida, ni siquiera un tipo de interpretación de dicha vida. En esencia, es una forma de convivencia política. Por esta razón, los ciudadanos deben tener una fuerte presencia en los asuntos públicos, sin dejar en manos de unos pocos los resortes de las decisiones que se deban adoptar en cada momento. Así, si realmente existe la democracia, ésta movilizará a los individuos que componen la sociedad. La democracia se constituirá en promotora de «excelencia», en tanto que excluirá la pasividad, la marginación, hará de los individuos ciudadanos, dotados de voz y voto, participantes en la definición del destino de su país. «La democracia […] hace que todos sean en sentido estricto ciudadanos, con voz y voto, con participación real en los destinos del país».

Esta participación también aportará a la democracia un carácter pedagógico, dado que es la gran escuela en que se aprende a ser libre; incluso frente a la propia democracia. Todo lo dicho, además, se debe entender en tanto que la democracia siempre implica elección, decisión obligada sobre alternativas, partiendo del hecho de que el hombre es libre para adoptar unas u otras decisiones, pero que no puede evadirse de tomarlas. En consecuencia, la democracia requiere ser vivificada por el espíritu liberal. En este sentido, la misión que tiene encomendada cualquier gobierno que se pretenda democrático no puede ser la de anestesiar a la sociedad que rige. Más bien, al contrario, estará obligado a fomentar el uso de su libertad, sus capacidades de elección, de iniciativa, de organización interna y de innovación. Abundando en estas mismas cuestiones, afirmaba Marías que:

“[…] la democracia puede ser buena o mala, es decir, [que] se la puede usar bien o mal, inteligente o torpemente, con generosidad o mezquindad, con honestidad o corrupción […], pero, en definitiva, [aquella] no es más que un instrumento, una herramienta, un ser que hay que utilizar, del cual hay que servirse. El fomento del uso de la libertad al que nos hemos referido supone que la democracia tiene, por necesidad, que ir más allá de proclamas o declaraciones. La democracia, debe ser usada, todos los días, […] en el detalle de la vida política, hasta que se conviert[e] en su órgano habitual, de tal manera que no haga falta ni siquiera hablar de ella, sino ejercerla como quien respira”.

Junto a esta confusión entre democracia como solución o como método, también existe otra paradoja relativa a la amplitud del significado del concepto. La democracia, según Marías, ha de limitarse al campo de la política, sin invadir el espacio amplio de los individuos. Siguiendo en este asunto el criterio de su maestro Ortega, defiende la idea según la cual la democracia ha de entenderse, estrictamente, como norma del derecho político para una cosa óptima. Pero, al mismo tiempo, si esta democracia exasperada se extiende al pensamiento, al gesto en el corazón y en la costumbre, se desliza como un peligroso morbo que puede hacer padecer a la sociedad. A esta extravasación Ortega la denomina democracia morbosa. Por ende, resulta obligado estar atentos, desconfiar de quienes pretenden llevar la democracia a lugares que no le son propios, que pertenecen a otra esfera de dependencia. Quienes hacen esto, decía, «son los más profundos y sutiles antidemócratas».

Continuando con esta línea argumental y trayendo a la memoria un texto del escritor norteamericano William Manchester, Marías afirma que la democracia debería confinarse a las elecciones, en exclusiva, dado que, en su sentido primario, supone la posibilidad de elegir y de destituir a los gobernantes. Afirmaba que donde esta cuestión no es posible, no hay democracia; cuando estas capacidades no se atribuyen a los ciudadanos, no se puede hablar de la existencia de la democracia. Pero, dicho esto, la mera extensión indebida del principio democrático, llevado más allá de la elección de los gobernantes, es una amenaza contra su excelencia. Con demasiada frecuencia, recordaba, se confundía la elección con la selección de los más aptos, cualificados, competentes, valiosos. Una vez más, concluía: «la exacerbación abstracta de la democracia la destruye».

No cabe duda. Marías dejaba muy claro que el marco de la democracia, de la soberanía o poder democrático era, en exclusiva, el de lo específicamente político. En el seno de ese orden no había potestad que fuera superior, pero sí existían otros órdenes o dimensiones. Para él, la vida humana tenía muchas, que nada tenían que ver con la convivencia política. Cuestiones tales como las preferencias personales, las preferencias estéticas, las amorosas, las religiosas, las relativas a las orientaciones personales de la vida, los proyectos y trayectorias que el hombre tenía que elegir. Ninguna de estas cuestiones, decía, se podían decidir democráticamente, en tanto que todas ellas nada tenían que ver con la convivencia política. La democracia no era una forma de vida, ni siquiera una interpretación de la vida. De nuevo siguiendo en ello rigurosamente a su maestro Ortega, suscribió la idea de que la democracia debía quedar reducida, casi en exclusiva a los comicios. Rechazó lo que denominó «beatería democrática», una extraversión de la idea democrática fuera de los límites que le eran propios. De ningún modo la democracia debía inmiscuirse en otras esferas. Incidía una y otra vez en la idea de que, si se llegase a producir la invasión de esos otros espacios, la democracia «[podría] llegar a convertirse en un instrumento de manipulación, de opresión y de tiranía» […].

Acogerse a esta fórmula que limitaba el campo propio de la democracia al espacio de la política, como hizo Marías, implicaba que no era posible hacer leyes sobre lo temporal y revocable. En este punto, y por esta razón, se vio obligado a dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿cómo podían evitarse las desvirtuaciones de la democracia, el uso del poder legítimo de manera fraudulenta, sobrepasando los límites de la legitimidad que le era propia a la democracia? La respuesta que ofrecía Marías era muy clara: la única potestad suficiente para impedir la mencionada desvirtuación de la democracia era la opinión de la sociedad. Cuando un país disponía de verdadera conciencia democrática era improbable que pudiera tener lugar un desborde de los límites propios de la democracia, lo que Marías también denominaba «extravasación». De producirse, afirmó que la reacción de los ciudadanos tendría un carácter inmediato y traería como consecuencia la eliminación de la escena política de quien se atreviera a protagonizarla”.

UN HOMBRE, UN VOTO

“Hemos visto como en la concepción de Marías, la democracia disponía de un campo delimitado que no debía atravesarse: el propiamente político. Pero, circunscrito a este dominio de lo político, podríamos preguntarnos: ¿establecía alguna limitación relativa a quienes pudieran ser partícipes? En absoluto. Para dar respuesta a este interrogante a medio camino entre la historia de las ideas y de las formas políticas, nuestro autor aplicaba un marcado historicismo a su análisis, en la consideración de que cualquier realidad presente era producto de un devenir histórico claramente rastreable. Sus disertaciones en este punto adoptaban una estructura divulgativa que intentaba, a la par que profundizar, instruir al posible oyente o lector.

En función de esta concepción analítica, Marías explicaba que, durante mucho tiempo, en Europa, al comenzar a establecerse regímenes liberales, la democracia no fue total, en tanto que no existía el sufragio universal. Más bien, se trataba de un sufragio parcial que ejercían, en exclusiva, aquellos que tenían una cierta fortuna, que pagaban impuestos o tenían títulos académicos. Pero el resto de los individuos de la comunidad no podían ejercer el derecho al voto.

Cuando el sufragio universal masculino se estableció, la mayoría de los ciudadanos de los países europeos no tenían opiniones fundadas sobre la política y apenas entendían de opciones partidarias. En algunos países, caso de España, con su proclamación en 1890, y el aumento del cuerpo electoral de unos cientos de miles a cinco millones de electores, emergió un fuerte caciquismo para controlar la voluntad popular. Este análisis histórico realizado por Marías coincide con una larguísima y consolidada tradición historiográfica que comienza con Joaquín Costa y que se desarrollará posteriormente en obras reconocidas como las de José Varela, Javier Tusell, Alicia Yanini, Salvador Cruz Artacho, José Moreno Luzón, Antonio Robles Egea o, recientemente, Carmelo Romero.

Por eso, debido al empleo de esta fórmula mediada e insincera de intervenir el sufragio, una gran parte de las sociedades de entonces lo consideraban no válido. Progresivamente, los diversos sistemas falseados con el hábito de la participación fueron dando lugar a la aparición de un mayor aprecio de la realidad política. La superior conciencia del voto urbano se fue extendiendo a todos los puntos geográficos, hasta garantizar la existencia misma de la democracia en sentido pleno.

En repetidas ocasiones, Marías explicitó su rechazo ante quienes ponían reparos a la fórmula clásica materializada en la Revolución francesa de «un hombre, un voto». Asimismo, mostraba su contrariedad contra el parecer de los que sostenían que dicho marbete era poco ajustado a la realidad, bajo la excusa de que no era posible otorgar el mismo peso al voto de, por ejemplo, un hombre o una mujer inteligente, responsable, con experiencia, con sentido moral, que al voto un hombre o mujer inculto, o de naturaleza moral dudosa, desprovisto de la experiencia y de los conocimientos que se puedan considerar necesarios en cada caso; en definitiva, de los que disponían de pocos méritos y acaso rasgos censurables. Marías calificaba de desacertado este parecer, siempre que se estuviera inmerso en una democracia auténtica.

Las razones esgrimidas para sostener esta posición tenían que ver con el hecho de que el hombre distinguido, el hombre inteligente, con relaciones jugosas o que dispone de una gran fortuna, puede hacer uso de muchos otros medios para poder influir a su antojo en la marcha de la sociedad. Por lo que, apostillaba que los hombres que disfrutaban de dicho estatus, que disponían de ciertos privilegios entendidos como posiciones de ventaja y acceso a recursos, gozaban de suficientes medios para poder influir con más eficacia que los hombres «corrientes»; puesto que no tenían capacidad de llevar a buen término sus reclamaciones, por ninguno de los medios utilizados por los otros, dado que no disponían de fama, ni un verbo fluido, y carecían del dinero suficiente. El hombre corriente y moliente, el que se ubica en los estratos sociales más bajos, no tiene más instrumento que el voto. Por consiguiente: « [es] justo, justísimo que cada hombre o mujer tenga un voto; porque es el mínimo de la influencia en los destinos del país que es el suyo, en la conducción de su vida por parte del Estado».

Por lo tanto, el «discutido» principio de un hombre un voto no podía considerarse injusto, con la única condición, según Marías, de que la democracia fuera posible en un doble sentido. Por un lado, que los hombres que conformaban una comunidad política pudieran, en efecto, votar con un cierto nivel de conocimiento de lo que votaban; que quienes decidían sobre asuntos públicos estuvieran capacitados para entender sobre dichos asuntos lo suficiente como para poder opinar, para poder decidir, para poder votar, en definitiva. Los ciudadanos debían ejercer este cometido sin ser sometidos ni someterse a manipulación alguna, sin ser sobornados. Por otro lado, era también exigible que la mencionada democracia versase sobre los asuntos propios de ella y no de otros, sin que los sufragios fuesen utilizados para otros fines que no fueran los que la democracia puede aceptar”.

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