Por Hernán Andrés Kruse.-

LIBERTAD VERSUS DEMOCRACIA

“Julián Marías rechaza expresamente una idea muy extendida según la cual la libertad sólo pudo ser posible, a partir del siglo XVII, con el liberalismo y luego con la irrupción de la democracia. Por tanto, la libertad no es privativa de la nueva legitimidad liberal-democrática más que lo fue en determinadas coyunturas en el pasado. La libertad política, afirma, se concretaba con la democracia liberal. La intervención de lo que él denominaba sentido histórico, que estaba tan presente en su obra como hemos visto, permitía sacar a la luz el error que contenía dicha idea. Defendía que la libertad sí existió y, de hecho, podía existir bajo modos de vida no necesariamente democráticos. Para esto, tenía presente que en el pasado hubo épocas y situaciones de libertad para el hombre con independencia de cuál fuera el titular del poder. No obstante, era cierto que se exigía que dicho poder estuviese limitado, estuviera inspirado por fines, regido por una serie de principios y sometido a procedimientos encargados de regular su ejercicio.

Las limitaciones y naturaleza del poder real, aplicados al ejercicio de la libertad individual y colectiva en el Medievo, que se extiende a lo largo y ancho de la Edad Moderna, a los que hace alusión Marías, se sitúan con matices en la órbita de las concepciones de textos clásicos que versan sobre la teoría política-medieval como los de Ernst Kantorowicz o los orígenes del Estado de Strayer.

Para justificar las anteriores afirmaciones, Marías ponía como ejemplo el caso de las monarquías absolutas desde el siglo XVI al XVIII. En ellas, el monarca, pese a lo que pudiera creerse, disponía de un poder limitado y se daba cabida a ciertas libertades. El adjetivo absoluto no era sinónimo, en modo alguno, de comportamiento arbitrario ni despótico. Tan sólo aludía a su condición jerárquica máxima, superior. Bajo el absolutismo, el Estado se inmiscuía muy poco en la vida de los individuos, concediendo un espacio amplio de libertad personal, la cual desaparecía sólo cuando se incumplían determinadas normas. Existía una creencia dominante en la sociedad absolutista de que el poder correspondía al monarca, por lo que cuando este lo ejercía, nadie entendía que se estuviese ante una falta de libertad. Como se ha dicho, fue sólo a partir de la Revolución francesa, cuando la legitimidad de la monarquía quedó reducida como consecuencia del advenimiento del liberalismo y, por tanto, se comenzó a entender que el espacio de la libertad se correspondía, por necesidad y en exclusiva, al campo de la democracia.

Sea como fuere, sostuvo Marías que no se podía negar que, en nuestro tiempo, la democracia tenía una función primordial consistente en el aseguramiento de la continuidad de la libertad misma. Este vínculo entre libertad y democracia, hoy necesario e indiscutible con la democracia como condición de necesidad de la libertad, se concretaba en la exigencia de los existentes mecanismos reglados en el funcionamiento de nuestras democracias. Estos eran herramientas para la limitación, para el freno del poder. La gran aportación de la democracia, en particular de la que se sostenía en pactos constitucionales, tal cual ocurre, por ejemplo, en las monarquías constitucionales, consistía en el establecimiento de límites, de normas generales que venían a obligar a todos. Estos instrumentos de limitación y control del poder servían para garantizar o, al menos, para preservar la continuidad de la libertad, para que «ésta no acabe el día que alguien lo disponga».

Llegados a este punto, Marías se reafirmaba en su reconocimiento a la democracia como el mejor sistema para garantizar la libertad. Es más, ésta era verdadera, saludable, valiosa, incluso preciosa si era democracia liberal, o lo que era lo mismo, si su inspiración era el liberalismo, consistente en el reconocimiento y el respeto a la persona humana como tal, a los grupos y organizaciones de naturaleza social en los que se integraban los individuos. Dicho de otro modo: «la democracia, para serlo, tiene que estar inspirada en el liberalismo; puesto que cuando a la democracia se le ponen adjetivos deja de ser democracia, salvo el adjetivo liberal, que pertenece a la esencia misma de la democracia».

En definitiva, para Marías, la condición liberal de la democracia no era un añadido más, era esencial y factor imprescindible de su propia existencia. La democracia que no era liberal, podía terminar convirtiéndose en tiranía. La democracia que respetaba la libertad estaba obligada a limitar el excesivo celo reglamentista, legislativo. Pero no podía apreciarse el valor de la democracia si se restringía la libertad mediante una inflación de limitaciones de todo tipo. Era por ello que su reflexión en torno a la relación existente entre la democracia y la libertad terminaba con la exteriorización de un temor, el relativo a la crisis de la libertad en el seno de la democracia. Su indiscutible defensa de la libertad encontraba su máxima expresión en las siguientes palabras que recogía como último párrafo en la versión mecanografiada de la conferencia “La democracia como garantía de la libertad personal”:

«Mientras está vivo el hombre, en todo momento, está eligiendo. Incluso cuando se encuentra en disposición de morir, cuando le van a matar, se ve obligado a decidir cómo afrontar esa muerte que ya es inevitable, si lo hará con vergüenza o con orgullo, sí mostrará desesperación o esperanza. Siempre eligiendo, siempre haciendo uso de la libertad, siempre con la democracia en la democracia».

Tal era el vínculo de la democracia con la libertad que, según Marías, era imposible afirmar que pudiera haberla cuando no se celebraban elecciones libres. Tampoco podía existir democracia cuando solo había un partido o algunos de naturaleza simbólica y con poca actividad. La ausencia de libertad se manifestaba también donde se prohibía decir lo que se pensaba o asociarse con otros con los que se compartían ideas o proyectos. Además, la falta de democracia se evidenciaba cuando no se podía enseñar sin restricciones por parte del poder, o cuando no era posible profesar según propia elección. En definitiva, donde solo el partido dominante, presente en el Gobierno, podía tomar decisiones. Todas estas cuestiones estaban relacionadas directamente con la existencia o no de la libertad.

Parece entonces lógico, señalaba, que, si para que se pudiera hablar de democracia se requería la presencia de la libertad, también debía ser una exigencia para su pervivencia. De este modo, si la democracia conservaba su vitalidad, seguiría siendo efectiva. De lo contrario, se iría desvirtuando y, pese a conservar externamente sus perfiles identificativos, perdería su contenido real. La democracia, insistía Marías, precisaba de un pueblo que pudiera vivir en libertad, con espontaneidad; teniendo presente y respetando las normas, pero sin sentirse atado en exceso a las mismas. En este sentido observaba que, cuando existía una multiplicación de leyes, de reglamentos, disposiciones, cuando se interponían regulaciones burocráticas en las relaciones y actos entre individuos, o cuando siempre había que estar ojo avizor de si lo que se hacía estaba o no permitido, requiriéndose de continuo autorizaciones de todo tipo, « […] todo eso [introducía] una fuerte incomodidad en la vida cotidiana, que desencadena lo que se podría llamar una parálisis social».

En definitiva, para el filósofo vallisoletano, la democracia, como se dijo con anterioridad, sólo era posible si estaba vivificada por el espíritu liberal y, el liberalismo debía entenderse como la organización social de la libertad. Esto implicaba que no se podía ni se debía identificar con ninguna forma particular, menos aún con una del pasado. El contenido del liberalismo tenía que descubrirse en cada momento, en vista de las cosas con las que tenía uno que habérselas”.

LA LEGITIMIDAD DE LA DEMOCRACIA

“Junto al problema de la relación de la democracia y la libertad también considera Julián Marías el de la legitimidad democrática. Con respecto a este asunto, Marías no dudaba en relación a sus antecedentes cercanos al aseverar que la democracia era, al menos desde finales del siglo XVIII, la única forma de gobierno legítimo en Occidente, el único régimen político que poseía plena legitimidad. En verdad, frente a lo expresado por Marías, la democracia no existió antes del siglo XX. Tampoco hay en ninguno de sus escritos un intento solvente de describir las fases por las que pasa el liberalismo: sus orígenes elitistas-individualistas, su evolución democrática y, después, su orientación social. La excelencia capital de la democracia, señalaba Marías, «es que en nuestra época […] es el único régimen político que posee plena legitimidad. […]».

En consecuencia, desde su visión, cualquier otro gobierno que no fuera democrático sabía que no podía ser legítimo, que estaba envuelto en una mayor o menor dosis de ilegitimidad, de violencia o de fraude. El sufragio, del que ya nos hemos ocupado por extenso, entendido como consenso expreso y renovado periódicamente, constituía la base de esta legitimidad. La legitimidad democrática era consensuada, por voluntad expresa y renovada cada cierto tiempo. Sobre esta cuestión capital Julián Marías partía de una posición compartida por el grueso de los teóricos que han venido reflexionando sobre el origen de la democracia y su legitimidad desde comienzos del siglo pasado, pues tanto las denominadas corrientes empíricas como normativas ponían el punto de arranque en la revolución francesa. La lista comenzaría con los trabajos iniciáticos de Pareto y Mosca, pasando por Max Weber hasta desembocar en Mills, Lipset, Dahl, etc.

Pero, aunque en la actualidad existe este consenso en señalar a la democracia como el único sistema que otorga títulos para el ejercicio del poder, esto no fue siempre así. Nos recuerda Marías que antes también existieron otras maneras de legitimación de la política, tanta o más aceptables que la democracia. Es el caso del principio monárquico, vigente hasta finales del mencionado siglo XVIII. La monarquía absoluta de la Edad Moderna, en su momento, otorgó una legitimidad, incluso más que la democrática actual. Esta era una legitimidad que no se sostenía sólo ni exclusivamente en la fuerza, sino que disponía de una vigencia social. Era, más una cuestión de poder espiritual que de dominación coactiva. Durante los siglos en los que estuvo vigente esta monarquía absoluta (desde el XVI hasta muy avanzado el XVIII), se dio una legitimidad que Marías denomina compacta. Bien podía entenderse como un poder ejercido de forma dictatorial, personal, pero no con crueldad, con cierta inmoralidad y abuso en ocasiones, pero nunca arbitrario. Los monarcas ejercían su poder de acuerdo a las leyes y sometidos, con frecuencia, al parecer de los Consejos.

Había, por tanto, una suerte de legitimidad social compacta. Pero, desde la Revolución francesa, esto se perdió. La legitimidad otorgada por las monarquías absolutas decayó con ocasión de ésta, circunstancia que tuvo lugar, incluso en aquellos países donde no tuvieron éxito los principios que aquélla promovió. Es a partir de entonces, cuando queda fuera de toda discusión que, si un gobierno no es democrático no es legítimo, y siempre estará bajo sospecha de violencia o de fraude. Es así que, la democracia, como poder espiritual, no justificado en la fuerza y el dominio colectivo, tiene plena legitimidad al igual que antes lo tuvo el principio monárquico. Esta legitimidad del poder ya sólo pasa por ser expresa, por ser pública y periódica. Las exigencias de la legitimidad democrática, la que se impone a partir de ese momento, obligan a que los ciudadanos se expresen periódicamente en libertad, manifestando lo que desean. Además, otorgan el poder a determinadas personas, que lo van a ejercer desde ese momento legítimamente. Si en otro tiempo, como ha quedado dicho, existían otras formas de legitimación del poder, en nuestro tiempo han desaparecido casi por completo. Había otras formas de legitimidad. Ahora no.

Desde la irrupción de la democracia, han existido épocas en las que además de la legitimidad, dichas democracias se inspiraban en el liberalismo. Marías evocaba lo ocurrido en Francia, durante el gobierno de Luis Felipe, entre 1830 y 1848. En tiempos de Tocqueville, de Disraeli, entre las grandes figuras e intelectuales. Después, curiosamente, se produjo la revolución de 1848, imponiéndose finalmente Napoleón III. Quizás el momento más feliz de confluencia de la democracia legítima con el liberalismo tuvo lugar con la política de los llamados doctrinarios.

Después de este decurso histórico, afirmaba Marías que, en la actualidad, hay consenso en la idea de que al hombre le pertenecía la libertad intrínsecamente, de forma absoluta, y que no cabría renunciar a ella. A resultas de esta idea, se disponía de una visión nueva y profunda sobre el significado de la libertad y de cómo esta libertad inspiraba la democracia, siendo ésta última, a su vez, garantía de la propia libertad, de su duración en el tiempo. Más allá de tentaciones de despotismo ilustrado, «entendido como una tentación que acomete a los hombres de vez en cuando», hoy conocemos que era mejor que el destino de la sociedad estuviera en manos de los ciudadanos, capacitados para elegir sus formas de vida, sus formas de convivencia, y capaces, a su vez, de poner freno y límites claros a la influencia de cualquier tipo de poder.

Al tiempo que desarrolla está idea en torno a la legitimidad democrática y su inicio, denunciaba Marías la denominada ilegitimidad sutil de muchas de las actuales democracias, derivada de las relaciones internacionales entre países de democracia plena y otros donde esta no era más que una mera declaración. Pese a que eran muchos los Estados que se proclamaban democráticos, en realidad, muchos de ellos no cumplían los criterios para justificar su inclusión en el mundo de la democracia. Se trataba de países que, de modo más o menos evidente, no poseían la legitimidad democrática. Pese a todo, los países que sí podían ser calificados sin reparo como democráticos, mantenían relaciones habituales con esos otros que no superaban los estándares. Este comportamiento en la práctica de las democracias legítimas, afectaba negativamente a su credibilidad, lo que justificaba el calificativo de sutil al que nos referimos. «La legitimidad de las que verdaderamente la poseen queda manchada, porque la ilegitimidad ajena destiñe sobre ellas […]. El espectáculo que suelen dar es deprimente y desmoralizador».

LOS RIESGOS DE LA DEMOCRACIA: DEMAGOGIA Y PARTITOCRACIA

“Otra asunción de inicio para Marías, al igual que la ya referida sobre su precedente histórico cercano, era su concepción de la democracia como el mejor sistema de gobierno que hasta ahora había inventado el hombre, pese a que en determinados momentos pudiera llegar a parecer poco expeditivo para dar respuesta a los problemas que se planteaban en las sociedades complejas. Consideraba que, con anterioridad a su implantación, otros modelos como el despotismo ilustrado pudieron trasladar la imagen de deseabilidad en tanto que arrojaban respuestas plausibles, pero sin el engorro de tener que contar con el parecer del pueblo. No obstante, advertía, la historia demostraba que, sin democracia, la ilustración pasaba y el despotismo permanecía. Algo parecido ocurría con el liberalismo, el cual, sin la democracia, no tenía la menor garantía de perdurar en el tiempo. En consecuencia, observados con detenimiento y con la distancia suficiente, ni el despotismo ni cualesquiera otros sistemas resultaban mejores que la democracia, sino al contrario: eran inferiores y menos dignos.

El hecho de que se considerara la superioridad de la democracia, señalaba Marías, en modo alguno significaba que no estuviera sometida a dificultades, limitaciones y peligros, capaces de opacar sus virtudes, perturbarla de manera grave hasta llegar a socavarla. En especial, centraba la atención en dos desviaciones que podían llegar a comprometerla de manera muy seria: la demagogia y la partitocracia. Detengámonos en una y en otra.

La democracia, como se ha dicho, era para Marías, esencialmente, un mecanismo que se sustentaba en la celebración periódica de elecciones. Vista así, la política democrática tenía por necesidad que estar orientada al logro del éxito electoral. Todos los actores que participaban en el juego democrático de las elecciones tendrían como principal objetivo obtener la victoria en los comicios a los que concurrían. Para triunfar electoralmente se requería persuadir a los electores de que la opción que representaban era la más conveniente; convencerles, en definitiva, de que depositaran su voto, bien fuera a una persona o un partido el solicitante del mismo. Se podía alegar, por tanto, que la democracia se fundaba en la persuasión.

Pocos riesgos habría para la democracia si para conseguir dichos apoyos, para persuadir a los ciudadanos, los concurrentes acudieran, en exclusiva o, sobre todo, al denominado talento oratorio y a la retórica entendida como el arte de mover a los hombres sin profanarlos, lo que, por lo común, implicaba disponer de una sensibilidad acusada. Pero lo cierto es, en palabras de Marías, que el talento oratorio escaseaba en la actualidad, habiendo sido sustituído, en la mayor parte de las ocasiones, por el simple halago, la adulación y, por encima de todo, por las promesas. Era la demagogia, clara representación de la inmadurez política, entendida como la excitación de las pasiones, de los malos sentimientos, de la envidia y el rencor hacia la excelencia, cuando no de la mera falsa promesa, la que había venido a ocupar el espacio que les correspondía a las artes más propias de la democracia.

La actuación demagógica era contagiosa. Los partidos que alentaban promesas desmedidas, soluciones mágicas y rápidas, estimulaban que otras formaciones procedieran igual para contrarrestar los efectos beneficiosos para los adversarios. Ocurría algo así como una «inflación de la oferta», que no sólo tenía consecuencias negativas desde el punto de vista de la credibilidad del sistema, sino que suponía, con frecuencia, la generación de inflación, en el sentido económico del término. Todos prometían gastar, y gastaban más de lo debido para responder a sus promesas. En esta suerte de política de promesas continuadas, no había un límite a la vista. Era improbable que los partidos se autolimitaran en su proceder. Nadie, ningún candidato, tendría el valor de decir la verdad, si esta no era agradable para su electorado.

Es más que obvio que en sus apreciaciones de los peligros que acechaban a la democracia, Marías se retrotraía a la concepción aristotélica de los peligros de la degeneración de la democracia en demagogia cuando ésta caía en manos de intrigantes y sofistas. La reconfiguración de esta perspectiva en las sociedades democráticas multipartidistas, como nos sugiere, ha cobrado gran actualidad, ha devenido en los populismos crecientes que prefiguraban sus palabras, según han mencionado Villacañas, Biglieri, Appleton o Fernández y Valencia.

A lo anterior, le sumaba Marías otro comportamiento rechazable que solían tener los partidos en disputa, movidos por el ambiente demagógico. Los que ocasionalmente se encontraban ocupando la oposición política, tendían a no facilitar la comprensión verdadera de la naturaleza de los problemas, ansiosos de lograr el éxito electoral mediante la exposición negativa de la actuación del Gobierno de turno. Todos los que aspiraban al poder, a su parecer, ocultaban el hecho de que algunas o muchas cosas no estaban bien, gobernara quien gobernase, porque eran condiciones objetivas con las que había que enfrentarse.

Descrito el riesgo que supone la escalada demagógica, Marías apostaba por la inteligencia popular. Frente al desprecio y desconfianza que algunos mostraban hacia las capacidades del pueblo para discernir las ofertas políticas, destacaba el hecho de que las gentes de un país civilizado tenían la suficiente inteligencia y buen sentido como para enfrentarse a dicha demagogia. Al respecto, [le] «parece más probable el repudio de la demagogia por los electores que la renuncia a ella por los candidatos». La sociedad disponía de la capacidad de discernimiento y de buena voluntad. La solución a la demagogia pasaba, necesariamente, por el protagonismo de políticos con capacidad de decir la verdad a sus electores, con voluntad de orientar a sus conciudadanos. Esta suerte de político había de mostrar confianza en su pueblo. Tenía que ser capaz de autolimitarse, de evitar el engaño, de negar cualquier tipo de ocultación de la situación real de las cosas. El político deseable, su ideal de político, como respuesta a la demagogia, era aquel que evitaba en lo posible la adulación al electorado, el halago fácil de las bajas pasiones. En definitiva, aquel que no prometía lo que no dependía de él.

El otro gran riesgo de la democracia sobre el que alertaba Marías tenía que ver con el protagonismo excesivo de los partidos políticos en las democracias modernas, la llamada partidocracia. Pese a que resultaba imposible pensar en una democracia sin la presencia central de los partidos políticos, nos advertía de los riesgos evidentes que para la democracia moderna suponía la concesión a los partidos de un amplio campo de competencias que sobrepasaba lo deseable y lo admisible. Para él, la partidocracia constituía una de las más graves amenazas contra la excelencia de la democracia, al expulsar o excluir de la vida nacional, de su dirigencia, «a los que no pertenecen al partido triunfante, y esto quiere decir a casi todos, y por supuesto a los más expertos y cualificados, los que tienen verdaderos títulos para ejercer esas funciones». En este punto, se mantenía en una línea intermedia, pues se alineaba con las críticas realizadas a la democracia interna de los partidos en España por autores como Rafael del Águila, García Roca y Murillo o Navarro Menéndez, entre otros muchos. Y sin llegar a la consideración más radical de una democracia intervenida por los partidos políticos, que realizaban en esa época Fernández de la Mora o García Trevijano.

En algunas democracias, como la española, la circunstancia mencionada se hacía muy evidente a tenor de los procedimientos fijados en sus leyes electorales. En nuestro país, según Marías, no se elegía a personas sino estaban incluidas en listas cerradas y bloqueadas de partidos, y con un orden decidido por el partido que, naturalmente, podía decidir quién va a salir y quién no. Con este sistema de listas cerradas, se concedía a los partidos una relevancia que superaba a la que les debería corresponder. Se preguntaba al respecto si eso era representativo. Cuando esto acontecía, a su parecer, el poder no residía en el pueblo sino en los partidos, siendo esta una versión deformada de la democracia. Si nos hacíamos la pregunta de quién nos representa, por quiénes nos sentimos representados, no sabríamos responder. Al respecto nos explicaba Marías que había cuestiones, como esta última, en la que se pensaba poco, invitándonos a reflexionar sobre este particular.

Pese a que en diversas ocasiones Marías defendía la necesidad de que los ciudadanos fueran partícipes de la vida política de su país, que fueran conscientes de la importancia de su contribución, al tiempo creía que para que la democracia estuviera viva no tenía por qué haber un gran número de incondicionales, de partidarios. A su juicio, la salud democrática pasaba, casi siempre, «porque había varios partidos políticos y muchos ciudadanos no afiliados a ninguno». Puestos a elegir entre los diversos sistemas de partidos posibles, el más adecuado era el bipartidismo, al que llegó a calificar como el fenómeno político más sano de una democracia. Y es que, “[…] la democracia funciona admirablemente con dos partidos, aceptablemente bien con tres o cuatro, [y] decididamente mal con muchos”. Su opción por el bipartidismo tenía que ver con el hecho de que dos partidos pueden ser capaces de encerrar muchos matices, atrayendo así a la mayoría de la opinión ciudadana”.

(*) Santiago Delgado Fernández (Universidad de Granada) y Álvaro López Osuna (Universidad de Granada): “El concepto de democracia en el pensamiento político de Julián Marías” (Revista Española de Ciencia Política-Número 67-2025).

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