Por Hernán Andrés Kruse.-

El 30 de mayo se cumplió el ducentésimo décimo primer aniversario del nacimiento de un teórico político, filósofo y sociólogo que fue emblema del anarquismo revolucionario. Mijail Bakunin nació el 30 de mayo de 1814 en la aldea de Priamújino (distrito de Torzhok, provincia de Tver). A los 14 años ingresó en la academia de Artillería de San Petesburgo. Luego de ser expulsado por indisciplina fue trasladado como oficial subalterno de la guardia imperial rusa a Minsk y a Goradnia. En aquel entonces tuvo lugar la represión de los polacos, que influyó sobremanera en la decisión de Bakunin de enarbolar las banderas del anarquismo revolucionario. Luego de dejar la milicia en 1834 se trasladó a Moscú. Estudió filosofía durante seis años. En ese período leyó a los enciclopedistas, a Fitche y a Hegel. En 1840 viajó a Berlín para estudiar a los filósofos alemanes. Dos años más tarde viajó a Dresde (capital de Sajonia) donde conoció a Ruge, director de la revista “Deutsche Jahrbücher, donde escribió un artículo titulado “La reacción en Alemania” en el que proponía la continuación de la revolución francesa en Alemania y Rusia.

En 1843 se trasladó a Suiza. Ahí conoció a Wiljelm Weitling, el primer comunista alemán, y se contactó con la familia Vogt. Presionado por la policía suiza, escapó a Bélgica en 1844 para trasladarse posteriormente a París. Ahí conoció a Proudhon, George Sand, Marx, Engels y varios exiliados polacos. Participó en el levantamiento de Praga de 1848 contra los Hasburgo austríacos. Cuando expiraba ese año escribió “Llamamiento a los eslavos”, en el que hacía un llamamiento a una federación eslava y a una revuelta contra los gobiernos de Austria, Prusia, Turquía y Rusia. Luego de participar en el levantamiento de Praga de 1848 y en el alzamiento de mayo del año siguiente en Dresde, fue apresado, juzgado y sentenciado a muerte. En 1851 sufrió el confinamiento solitario en la Fortaleza de San Pedro y San Pablo. En 1854 fue transferido a la Fortaleza Oreshek donde permaneció otros tres años. En 1857 le fue permitido trasladarse al exilio permanente en Siberia.

Logró fugarse arribando al puerto de Hakodate (Japón) el 14 de agosto de 1861. A los pocos días viajó desde Yokohama hasta San Francisco, arribando a esa localidad el 3 de octubre. Luego de cruzar el Canal de Panamá llegó a Nueva York. En Boston visitó al naturalista suizo Louis Agassiz. En diciembre de 1863 viajó a Inglaterra. Pasó los últimos años de su vida en el exilio, principalmente en Suiza. Falleció en Berna el 1 de julio de 1876 (Wikipedia, la Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Julio Quiñones (Doctor en Ciencias Políticas y de la Administración y Relaciones Internacionales-Universidad Nacional de Colombia-Bogotá D. C.) titulado “Bakunin y la política como exaltación del autogobierno: potencialidades y limitaciones” (Ciencia Política-volumen 15-número 30-julio/diciembre 2020). En este texto el autor “defiende la hipótesis de que habría en Bakunin una concepción de la política como exaltación del autogobierno, cosa que se traduce en la reivindicación a ultranza de la autoactividad tanto de los individuos y de sus formas espontáneas de organización, como de las comunas y de su ligazón federativa. Pero defenderemos, también, que en el pensamiento de nuestro autor se pasa de forma antinómica del elogio del autogobierno a la praxis jerárquica, y esto por cuenta de una rústica postura filosófica de intuicionismo materialista que le impide conectar con la tradición republicana de la democracia”.

INTRODUCCIÓN

“A la hora de abordar el problema de las relaciones entre el pensamiento de Bakunin y la política es común tropezarse con la objeción de que la suya sería una postura antipolítica y que, por tanto, no cabría hablar de esta desde el punto de vista de la teoría política. El que tal argumento suela estar al uso quizá explicaría por qué en muchas historias de la teoría política no se recoge la contribución bakuniniana y, por ese camino, con frecuencia se soslaya también toda referencia al anarquismo en general.

¿Pero es acertado ese juicio, más allá de que efectivamente Bakunin emplea algunas veces el término “antipolítica” para referirse a su posición? En el trabajo que escribe a raíz del episodio de la Comuna de París, por ejemplo, y en el marco de su polémica con los “comunistas alemanes”, Bakunin destaca cómo sus diferencias con ellos no tienen que ver con el objetivo de crear un orden social basado en la propiedad colectiva de los medios de producción sino con el método para llegar allí: “Pero los comunistas imaginan que esto puede lograrse mediante el desarrollo y la organización del poder político de las clases trabajadoras, encabezadas por el proletariado de la ciudad con ayuda del radicalismo burgués; mientras los socialistas revolucionarios, enemigos de toda alianza ambigua, creen que este objetivo común no puede lograrse a través de la organización política sino mediante la organización social (y por tanto antipolítica) y el poder de las masas trabajadoras de las ciudades y los pueblos”.

Pues bien, en nuestra interpretación y pese al lenguaje utilizado, la posición de Bakunin no tiene que ver necesariamente con una renuncia a la política entendida en sentido lato, es decir, en cuanto involucramiento en el problema genérico de la dirección de la colectividad de cara al logro de un fin común, sino que, más bien, está relacionada con la necesidad de marcar un contrapunto entre dos concepciones diferentes de la misma: una centrada en el gobierno como jerarquía, que sería reprochable y respecto de la cual se llena de contenido la noción de “antipolítica”; y otra, que él suscribe, donde lo axial es el autogobierno popular.

De vuelta al texto La comuna de París y el Estado, Bakunin desarrolla su idea de una forma que parece corroborar nuestro argumento: “De ahí la existencia de dos métodos diferentes. Los comunistas creen que es necesario organizar las fuerzas de los trabajadores para tomar posesión del poder político estatal. Los socialistas revolucionarios las organizan con vistas a destruir, o si preferís, a liquidar el Estado. Los comunistas son partidarios del principio y la práctica de la autoridad, mientras los socialistas revolucionarios solo ponen su fe en la libertad. Ambos son partidarios por igual de la ciencia […] pero los primeros quieren imponer la ciencia al pueblo, en tanto que los colectivistas revolucionarios intentan difundir la ciencia y el conocimiento entre el pueblo, para que los diversos grupos de la sociedad humana, una vez convencidos por la propaganda, puedan organizarse y combinarse, espontáneamente, en federaciones, de acuerdo con sus tendencias naturales y sus intereses reales, pero nunca de acuerdo con un plan trazado previamente e impuesto a las masas ignorantes por algunas inteligencias superiores […] Los socialistas revolucionarios creen que existe mucha más razón práctica e inteligencia en las aspiraciones instintivas y las necesidades reales de las masas populares que en las profundas inteligencias de todos esos instruidos doctores y tutores autodesignados de la humanidad, quienes teniendo ante sus ojos los ejemplos lamentables de tantos intentos abortados de hacer feliz a la humanidad, intentan todavía seguir trabajando en la misma dirección. Pero los socialistas revolucionarios creen, al contrario, que la humanidad se ha dejado gobernar durante largo tiempo, demasiado largo, y que la raíz de sus desgracias no reside en esta o aquella forma de gobierno, sino en el principio y en la misma existencia del gobierno, sea cual fuere su naturaleza”.

Estatismo contra libertad, autoridad del experto cientificista contra validez de la opinión y el saber populares fundados en instintos y necesidades, tales son las fronteras entre esas dos concepciones diferentes de la política cuyo hilo común se condensa, al final del pasaje, en el tema del gobierno. En otras palabras, se trata del abordaje de cuestiones claves como las instituciones y la acción colectivas y el saber humano, o bien como jerarquía y desigualdad, de arriba a abajo (política como gobierno) o bien como autonomía e igualdad, de abajo a arriba (política como autogobierno). Bajo esta luz, entonces, la idea de antipolítica quedaría restringida al repudio de aquella orientación de los asuntos comunes que apela a la mediación de una esfera –el gobierno como aparato centralizado– que reclama para sí la representación de la colectividad como un todo y que, soslaya, por tanto, la autonomía y la diversidad de lo social entendido como dimensión constituida por una multiplicidad de intereses e identidades particulares.

Esta precisión nos da pie para detenernos en el concepto de autogobierno, el cual alude a la capacidad, tanto de los individuos como de las organizaciones sociales, para gobernarse a sí mismos y, por tanto, para lidiar con la determinación externa, tomando decisiones de manera autónoma y moldeando su propio entorno. Autogobierno significa que en la relación de un agente con su contexto el acento está puesto en sí mismo y ello se aplica indistintamente a un individuo, a un actor colectivo, a la sociedad toda o a los espacios geopolíticos. Autogobierno, por último, implica una relación social que discurre, como se señala en los estatutos de la Alianza de la Democracia Socialista, “de la circunferencia al centro”, es decir, a partir del mero desenvolvimiento espontáneo de los individuos y de sus formas colectivas de organización. En tales condiciones, esta categoría aparece como la antítesis del gobierno en tanto forma jerárquica de dirección colectiva, que reivindica su propia centralidad y que llega no solo a hacer negatoria la autonomía de los individuos y los grupos particulares sino incluso a arrebatarles su personería, erigiéndose en representante y portavoz del conjunto social (…)”.

MATERIALISMO OBJETIVISTA Y AUTOGOBIERNO

“Ahora bien, fijado el contrapunto entre política como gobierno y política como autogobierno, surge la inquietud en torno a cómo pasa a fundamentar Bakunin su apuesta por esta última, es decir, acerca de cómo resuelve el problema de la justificación que le permite valorar al autogobierno como superior respecto del gobierno, cuestión que es, ni más ni menos, la médula misma de lo que podríamos llamar una sensibilidad libertaria o ácrata. A ese respecto, es claro que Bakunin siempre argumentó que la suya era una postura materialista, aunque no llegó a profundizar demasiado en los rasgos que le atribuía a la misma. En cualquier caso, esa postura se traduciría en un cierto naturalismo muy al estilo del materialismo objetivista del mundo antiguo, según el cual la sensibilidad libertaria o, en nuestros términos, la política como autogobierno, estaría grabada en el instinto popular de una manera más o menos inconsciente.

En otras palabras, que expresiones como el diseño de sus propias formas de organización colectiva, como el levantamiento autónomo en contra de lo establecido y como el proponerse unos fines colectivos orientados en sentido libertario sin tener que acudir a la tutela de “sabios” o expertos, son explicadas como respuestas espontáneas del pueblo a partir de sus impulsos naturales y de sus necesidades concretas. Sin embargo, Bakunin no aborda la tarea de demostrar el signo libertario de esas necesidades e instintos populares, limitándose a postularlo como presupuesto de su concepción, solución que sólo cabe explicar como alcanzada por la vía de la intuición. Esto, que de por sí es problemático, envuelve otras dos dificultades: de un lado, implica asumir que tales impulsos populares, dado que son naturales, son eternos e inmodificables, y que, por tanto, el proceso social no hace mella en ellos; de otro lado, se da por descontado el hecho de que se está en posesión de la lectura correcta acerca del carácter de lo popular, es decir, que se cree estar, de manera por demás autocomplaciente, en posesión de la verdad. A ese respecto, Bakunin se limita a repudiar “la hegemonía de la ciencia sobre la vida” y ello parece no solamente bastar sino ser evidente por sí mismo.

Como sea, esa prioridad de la vida instintiva o natural y de la trama de necesidades dada se manifestaría en distintos planos en lo que se refiere al problema de la organización colectiva. El primero de ellos es el de lo comunal o local, marcándose así un claro contraste con el Estado, el cual no sería: “Una sociedad humana natural que apoye y refuerce la vida de todos. Al contrario, es la inmolación de todo individuo y de las asociaciones locales […] el Estado [es] el altar de la religión política donde se inmola siempre la sociedad natural”. Un segundo nivel es el de la ligazón de esas asociaciones comunales o locales, nexo que Bakunin entiende, siguiendo la huella de Proudhon, en clave federalista. Con relación a eso, señala que se trata de: “Una organización nueva que no tenga otra base que los intereses, las necesidades, y las atracciones naturales de los pueblos, ni otro principio que la federación libre de los individuos en las comunas, de las comunas en las provincias, de las provincias en las naciones, en fin, de estas en los Estados Unidos de Europa primero y más tarde del mundo entero”. Por último, el tercer plano es el heterogéneo mundo de las asociaciones voluntarias que él parece incluir en lo que genéricamente llama “las colectividades humanas menores”.

Así las cosas, e independientemente de las fragilidades e inconsistencias de sus sustentos filosóficos, Bakunin da en el clavo desde el punto de vista político, al exaltar una idea extremadamente potente como la del autogobierno (a cuya realización dedicó su vida), la cual guarda una vigencia no sujeta a lo cambiante de las coyunturas o a los cálculos de conveniencia, porque se inspira en algo atemporalmente fresco: la aspiración a ser dueño de sí mismo, a buscar la felicidad a través del desenvolvimiento y goce de las propias potencialidades y del ligarse con otros mediante lazos fraternos y solidarios. ¿Quién podría dudar de la vigencia de esa inspiración en la hora actual, por ejemplo, cuando lo que tenemos ante nuestros ojos es un mundo donde campean el brutal atropello de la dignidad humana y el gélido cinismo de los poderosos? Y, en contrapartida, ¿quién podría negar que es ese tipo de sensibilidad la que ha animado la fibra más íntima de los movimientos sociales globales que han encarnado la oposición antisistémica en el último medio siglo, como el de mayo de 1968, el altermundialista o el indignado? Y esto para no hablar de las innumerables formas de resistencia regional y local que día a día actúan estimuladas por esa misma convicción libertaria a todo lo largo y ancho del mundo.

En esta materia, no hay duda, pues, de que el legado bakuniniano sigue palpitando con colores renovadamente vívidos. No obstante, la referida convivencia en el pensamiento de Bakunin de apuestas políticas lúcidas e inconsistencias filosóficas termina pasando una cuenta de cobro que se manifiesta en evidentes contrasentidos, especialmente en lo concerniente a su teoría de la acción colectiva, según pasaremos a tratar de demostrarlo. Los problemas comienzan cuando nos planteamos la objeción de por qué si los instintos y las necesidades populares derivan espontáneamente hacia el autogobierno; sin embargo, en la realidad lo que cualquier observador encuentra es que amplios sectores, probablemente mayoritarios, del mundo popular son funcionales no solo a la lógica gubernamental, sino que además conviven de manera más o menos pasiva con los poderes económicos y culturales y terminan legitimándolos.

A ese respecto, Bakunin responde complementando el argumento naturalista con la consideración histórica, al señalar el peso que sobre la conducta popular tienen factores como la ignorancia a la que tradicionalmente ha sido sometido el pueblo, la pobreza y el aislamiento en el que se encuentran los individuos, e incluso la ausencia de tiempo libre, tiempo para el ocio. En otras palabras, si bien hay un “instinto revolucionario innato”, este se ve obstruido por circunstancias históricas adversas. Pero lo que tenemos hasta ahí es una referencia a aspectos objetivos, ya naturales o históricos que gravitan sobre los individuos y en virtud de cuyo efecto ellos aparecen como pasivos instrumentos de fuerzas que los superan: de un lado sus impulsos innatos y del otro las estructuras sociales, todo lo cual describiría un statu quo cuyo signo es la dominación. Pero, entonces, ¿soslaya Bakunin la dimensión de la actuación humana, es decir, no le reconoce ningún papel a la voluntad, la cognición, la comunicación, la creatividad y la lucha de los individuos de cara a desatar un levantamiento revolucionario?”

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