Por Hernán Andrés Kruse.-

El 25 de mayo se cumplió el ducentésimo vigésimo segundo aniversario del natalicio de un destacado escritor, filósofo y poeta norteamericano, que fue emblema del movimiento denominado “trascendentalismo” y cuyas enseñanzas contribuyeron al desarrollo del “Nuevo Pensamiento” de mediados del siglo XIX. Ralph Waldo Emerson nació en Boston (Massachusetts) el 25 de mayo de 1803. En 1812 ingresó al Boston Latin School. En 1817 ingresó al Harvard College. Estudió teología en la Harvard Divinity School y en 1829 se convirtió en pastor unitario. Ese mismo año ingresó a la Second Church (Iglesia de corte unitario). Luego del fallecimiento de su esposa comenzó a criticar los métodos de la Iglesia. Tan honda fue la grieta que lo separó de la Iglesia que dejó de creer en la posibilidad de fundamentar la religión con pruebas empíricas.

Hizo un largo viaje por Europa entre 1832 y 1833. Visitó Roma, Florencia y Venecia. En Roma se encontró con John Stuart Mill. Viajó a Suiza donde visitó la casa de Voltaire en Ferney. En París visitó el “Jardin des Plantes” (Museo de Historia Natural). En Inglaterra conoció a William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge y Thomas Carlyle. En octubre de 1833 regresó a los Estados Unidos. En noviembre de ese año dio la primera de más de 1500 conferencias. En dicha conferencia sentó las bases de sus más relevantes creencias e ideas que con el tiempo desarrollaría en su primer ensayo publicado sobre la “Naturaleza”. En septiembre de 1836 se encontró con Henry Hedge, George Putnam y George Ripley. Dicho encuentro sentó las bases de lo que se conocería como el “Club Trascendental”. Al año siguiente algunas mujeres se hicieron presentes en el club: Margaret Fuller, Elizabeth Hoar y Sarah Ripley. La primera resultó ser una figura relevante del “Trascendentalismo”.

Visitó Inglaterra, Escocia e Irlanda entre 1847 y 1848 para dar conferencias. Conoció a pensadores relevantes como William Wordsworth, Coleridge y Thomas Carlyle. También volvió a encontrarse con John Stuart Mill. Visitó París durante los días de la Revolución de Febrero y las sangrientas “Jornadas de Junio”. En febrero de 1852, junto a James Freeman Clarke y William Ellery Channing, editó el conjunto de trabajos y cartas de Margaret Fuller, quien había fallecido dos años antes. En 1860 votó por Lincoln. Una vez que estalló la guerra civil no dudó en afirmar que los esclavos debían ser liberados de inmediato. En 1862 visitó Washington D. C. Dio una conferencia en el Instituto Smithsoniano en la que exclamó: “el sur llama a la esclavitud como una institución. Yo la llamo destitución. La emancipación es una demanda de la civilización”. Horas más tarde su amigo Charles Summer hizo posible que conociera personalmente a Lincoln, quien conocía su obra. En los últimos años su salud se deterioró notoriamente. Falleció de neumonía el 27 de abril de 1882 (fuente: Wikipedia, la Enciclopedia Libre).

Buceando en Google me encontré con un ensayo de Luis Rivas (Universidad Internacional de La Rioja-Logroño-España) titulado “R. W. Emerson: Una reivindicación de la democracia” (Nueva Revista). Expone con meridiana claridad el pensamiento liberal de Emerson.

“EL GENIO DE EMERSON ES EL GENIO DE AMÉRICA”

Harold Bloom

“La historia de la filosofía no ha perdonado a Emerson que renegase del academicismo y se afanase en sublimar la cotidianeidad de los hombres mediocres. Pese a las acusaciones de optimista y religioso realizadas por los intelectuales à la française, R. W. acotó con palabras simples y su ejemplo de vida el genio americano, partiendo desde lo individual para desembocar en la fundación identitaria de la nación estadounidense y la constitución de cada uno de sus ciudadanos como eslabones democráticos de pleno derecho.

El descubrimiento de su influencia en la obra de Nietzsche está obligando a los investigadores a una reinterpretación de su enorme legado intelectual. Los recientes procesos electorales han revelado el hastío de los ciudadanos para con sus representantes, tanto en lo referente a la ética personal como en su repulsa hacia las formas clásicas de gobernar el destino común. Como consecuencia del desencanto, a lo largo del Occidente capitalista brotan hoy en día formaciones políticas cuya razón de ser obedece a una aspiración de renovar el sistema, cuando no a la superación del mismo. Las ideologías han dejado de ser cortapisas para el reconocimiento de que la democracia ha perdido «la frescura de los inicios», en expresión del profesor de Ciencia Política del Boston College Robert Faulkner, la capacidad rousseauniana del hombre para vivir sin que deje por ello de sobrevivir la libertad natural, la galerna de la armonización del yo en la sociedad soplada por Platón, Jenofonte y Aristóteles, y retomada más tarde por los padres fundadores de los Estados Unidos. Al volver la vista atrás para asentar los nuevos pasos por la incertidumbre de toda inflexión, nos sumergimos en una genealogía que unos inician en La República y llevan a los pies de los sofistas, cuya experiencia nos advierte sobre el neosofismo del debate televisado y la polivalencia de esos analistas enfocados siempre desde la misma ideología. El método, en definitiva, difumina el tema y nos remite a Descartes, a Spinoza y a Rousseau, a Alexis de Tocqueville. Y a Santayana, pretendido gran filósofo americano, cuyo epigrama devenido en tópico —como los grandes epigramas— fundamenta esta búsqueda de respuestas en la herencia recibida: «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo».

Ralph Waldo Emerson se proclamaba un hombre sin pasado, y predicaba que lo importante era vivir, y en ningún caso haber vivido. Un excéntrico, un hereje: «No importa lo que haya en tu pasado ni en tu futuro: lo más grande está dentro de ti», nos legó, negro sobre blanco. En el esclarecido canon de la filosofía con tintes políticos repasado con anterioridad, cada vez son más los que echan en falta a este pensador heterodoxo, que tuvo al gran Henry David Thoreau empleado como jardinero y que es al intelecto democrático lo que Karl Marx al fundamento económico de la historia. La denuncia de esta exclusión realizada por los filósofos Stanley Cavell y Cornell West y críticos de la talla de Harold Bloom, así como los descubrimientos del ascendente de su obra sobre la de Nietzsche, han puesto de manifiesto la enorme injusticia que la historia de la filosofía práctica a diario con el padre intelectual de la democracia moderna.

Sirva de preámbulo a esta reivindicación la consideración que de sí mismo tenía y dejó por escrito el propio Emerson, como «el filósofo más frío» o, de manera más crítica, «el filósofo circular». Sobre el reproche habitual a la falta de sistema en su pensamiento caeremos más adelante, adentrándonos en disquisiciones que a él le serían completamente ajenas, pues «es fácil vivir en el mundo según la opinión del mundo. Es fácil vivir en la sociedad según la propia opinión. Pero el hombre grande es aquel que en medio de la muchedumbre conserva con perfecta dulzura la independencia de la soledad».

En la reprobación de la Wikipedia como fuente solvente de información subyacen criterios evidentes para cualquier investigador avezado, entre los que destaca su información breve, enumerativa y simplona, rayana al estructuralismo por mor de las búsquedas en Google. Por ello, resulta del todo sorprendente que en la entrada referida a «Filosofía en Estados Unidos» no exista una sola mención a Emerson, cuando el nada sospechoso Bloom considera que disminuir su repercusión como pensador no hace más que agigantar su figura como «fundador de la religión americana», entendida esta como una identidad excepcional emanada de los derechos y obligaciones del hombre en cuanto ciudadano libre, así como del espíritu y pensamiento con que se acomete la acción debida. Pese a que la identificación de Emerson con el tópico del americano sanote, noble y entusiasta lo ha más bien perjudicado a la hora de ser tomado en consideración —célebre es la acusación que le hace Santayana: «Emerson no fue primariamente un filósofo, sino un místico puritano dotado de fantasía poética y capacidad para la observación y el epigrama»—, resulta incuestionable que «nadie, después de Emerson, ha podido hablar de la americanidad sin tener que volver su mirada hacia él, y es manifiesto que todos los escritores estadounidenses tienen una deuda con su obra: los que no son devotos suyos, están movidos por una pulsión de negarlo», sentencia Bloom.

De esta forma, mientras las élites del nuevo mundo incurrían repetidamente en las formas de pensamiento clásicas de la vieja Europa —no encontrándose los padres fundadores exentos de este manierismo asentado en la Ilustración—, R.W. emprendía una suerte de pionerismo intelectual que lo llevaría a descubrir nuevas sendas para el genio occidental. Eran tiempos en que América, una vez superada la Guerra de Secesión, anhelaba una independencia artística de la metrópoli, una verdadera emancipación intelectual como afirmación del genio norteamericano, al igual que William Hogarth y los sátiros británicos se habían rebelado contra la pintura francesa cien años antes. En 1968, J.W. de Forest enunciaba por vez primera el concepto «Gran Novela Americana» como manifestación literaria de la excepcionalidad nacional, un título de exclusividad por escrito basado en la no existencia de la Gran Novela Europea, Francesa, Rusa o Española —esta última apenas sería un epónimo del Quijote—, una aproximación adanista, estricta y circundante a todo un espíritu, a los valores e ideales imperantes en la cuna de la democracia moderna, un canto a la libertad y al optimismo no exento de fe y simbología, a la primacía de la naturaleza y a la confianza en uno mismo, al esfuerzo y la superación y a los designios divinos que los guían. Para Eduardo Lago, «la Gran Novela Americana asume entonces la función que desempeña en otras literaturas la épica nacional, elemento del que Estados Unidos, como nación joven, carecía».

Los principios anteriormente referidos no solo se han ido filtrando con serenidad desde la obra de Emerson, sino que ningún crítico literario ha osado excluir sus Ensayos ni sus Diarios —como tampoco el Walden u Hojas de hierba— del selecto ramillete de grandes novelas americanas. El sorpasso de Emerson se apoya precisamente en su desprendimiento consciente de las grandes cuestiones filosóficas, del lenguaje técnico y sometido a estructuras feudales de pensamiento, de, en definitiva, abstracciones y entelequias para abordar las urgencias vitales más perentorias, invitando al lector a trascender en su compañía.

La democratización de su obra, accesible para todos los públicos, lo emparenta directamente con Sócrates en cuanto a la apertura de la verdad a los ciudadanos, al tiempo que inevitablemente lo enemista con los intelectuales de la academia, encerrados en la universidad y en sus torres de marfil dotadas de fibra óptica. Recuerden el axioma de Rorty: «Hay dos tipos de filosofía: una es la analítica, que se enseña en los departamentos de filosofía, y otra es la que se enseña en todos los demás lugares excepto en los departamentos de filosofía». Emerson consideraba que el objetivo último del pensador debería ser forjarse un público entre los mediocres y torpes, pues, a su juicio, «el único medio para la compleción del hombre es la cultura». De esta forma, se aproximó a los hombres para tratar de conocerlos en toda su extensión, pues sólo así podría llegar a decirles de forma provechosa qué hacer con su humanidad. Por todo ello, el crítico Javier Alcoriza estima que «el relato emersoniano tendría menos que ver con una filosofía de la historia que con el romance con el universo».

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