Por Hernán Andrés Kruse.-

“Pero no necesitará recurrir a la fuerza para dispersarlos, ya que son los individuos los que se recluirán en el círculo de una intimidad intrascendente y en el disfrute de un bienestar frívolo. En la tutela paternalista que ejerce sobre los individuos, el despotismo democrático se muestra de lo más minucioso, regular y previsor, a la hora de velar por la felicidad de todos, de garantizar su seguridad y proveer sus necesidades; sobre todo, se preocupa de que los individuos gocen y no piensen sino en gozar. Semejante poder tutelar y paternalista no solo modela a los individuos y doblega sus voluntades, sino que además –señala Tocqueville– extiende a través de toda la sociedad una compleja red de regulaciones minuciosas y reglas uniformes. Más que obligar y oprimir, el despotismo democrático anula la iniciativa y reduce a la sociedad “a un rebaño de animales tímidos e industriosos cuyo pastor es el gobierno”. En todo caso, el despotismo democrático aúna la sujeción reglamentada y benigna –bajo un poder tutelar cada vez más centralizado– con la soberanía popular; como si la elección periódica de los tutores compensara la pérdida de libertad.

De ese modo, la conjunción de centralización administrativa y concentración de poder soberano genera la más extraña paradoja de la soberanía popular: se trata a los ciudadanos como incapaces de dirigir sus asuntos cotidianos, pero se les atribuye la inmensa responsabilidad de decidir quién gobierna. En suma, bajo el despotismo democrático, los ciudadanos se transforman paradójicamente en “juguetes del soberano y sus señores, más que reyes y menos que hombres”. Y, así como la ciudadanía –el soberano legítimo– se encuentra privada de las capacidades que le permitirían dirigir su gobierno, el poder social del Estado exhibe una paradoja análoga bajo el despotismo democrático: “de derecho, un agente subordinado; de hecho, un amo”.

Si consideramos el despliegue completo de sus meditaciones sobre el curso de la revolución democrática moderna, Tocqueville parece introducir diferentes usos del léxico de la tiranía y del despotismo, aunque con frecuencia se refiera indistintamente a la “tiranía” o al “despotismo” para designar los riesgos que corre la libertad política. Un primer tipo de opresión que amenaza a la libertad política se identifica con el despotismo legislativo. Surge del imperio absoluto de la mayoría en democracia, cuando los representantes políticos directamente nombrados por el pueblo han de someterse a las pasiones inmediatas de sus representados, de modo que un impetuoso poder legislativo, agitado por las presiones de la opinión pública, termina dirigiendo todo el gobierno y amenaza la independencia del poder ejecutivo y del poder judicial.

Otra amenaza a la libertad proviene precisamente de la tiranía de la mayoría sobre la opinión pública, esa forma inmaterial de despotismo en que la omnipotencia moral de la mayoría pone en entredicho la independencia intelectual y la libre expresión del pensamiento. También encontramos en Tocqueville una referencia a cierto tipo de gobierno despótico cercano a las tiranías de la Antigüedad; se trata de la opción que queda si no se impulsa el desarrollo de instituciones libres en el curso de la revolución democrática moderna, y consiste en el poder ilimitado que uno solo ejerce sobre todos o en una opresión tiránica sobre todos por igual. Por otra parte, Tocqueville consigna una forma de despotismo democrático o administrativo, que se caracteriza por ejercer un gobierno blando, tan centralizado y extenso, como tutelar y benevolente. Finalmente, en Tocqueville aparecen referencias a un despotismo imperial o dictadura militar, que podríamos asimilar al bonapartismo. Se trata de un tipo de liderazgo post-revolucionario que, en nombre del pueblo, instaura un gobierno usurpador, con un marcado trasfondo militar y con vocación expansionista, básicamente sostenido con la fuerza de las armas.

Ahora bien, cabe considerar que el bosquejo de un posible despotismo democrático –tan igualitario y extenso, cuanto tutelar y benevolente– constituye la prognosis más influyente de Tocqueville acerca de los designios y riesgos de la revolución democrática moderna. Al fin y al cabo, la omnipotencia de la mayoría sobre las instituciones democráticas, así como su influjo inmaterial sobre la opinión pública, resultan solidarios del tipo de concentración del poder que es inducido por las opiniones y sentimientos democráticos. Tanto en la tiranía de la mayoría como en el despotismo democrático se impone el gusto por la igualdad irrestricta, la uniformidad regular y la unicidad del poder social, a expensas de la independencia espiritual, de los derechos individuales y de las libertades políticas. En ambos casos, la fascinación por el orden geométrico, por la nivelación sistemática y la equivalencia abstracta, tiene como correlato la más férrea imposición del principio de identidad lógica, al servicio tanto de la totalización y la autoclausura del todo social, cuanto de la individualización normalizadora y de la dispersión atomizadora de individuos autorreferentes, en desmedro de la fluidez de los vínculos interpersonales y las pasiones compartidas.

Ante la prognosis de un despotismo democrático blando y tutelar, se suscita inevitablemente la inquietud por cuál haya podido ser el referente concreto en que Tocqueville vislumbró la tendencia a la alienación política consumada. Roger Boesche ha señalado que el paradigma subyacente al tipo de despotismo democrático bosquejado por Tocqueville se obtuvo a través de la observación del sistema penitenciario de los Estados Unidos. La descripción de las prisiones norteamericanas y de sus métodos de reforma de los presos parece haber centrado la atención de Tocqueville en el rol esencial del absoluto aislamiento de los prisioneros, cuando se trata de lograr un control exhaustivo. El aislamiento total del preso no solo induciría a la reflexión, el remordimiento y una cierta esperanza religiosa, sino que además lo involucraría en el trabajo productivo y lo haría más propenso a escuchar la voz tutelar del pastor o del cuidador. De ese modo, se esboza cierto paralelismo entre el despotismo democrático y el funcionamiento de la prisión, en la medida en que ambos introducen el absoluto aislamiento de los individuos y llevan a cabo una opresiva privatización de la vida.

Pero además de proporcionar un microcosmos o paradigma de una sociedad atomizada, la prisión también concreta una forma de igualdad irrestricta en lo que concierne a espacios y tiempos, rutinas y hábitats, autopresentación y mantenimiento del cuerpo; se trata de una sociedad igualitaria modélica en la cual se desdibujan todos los privilegios y jerarquías. En ese sentido, como sostiene Boesche, el sentimiento de impotencia derivado del aislamiento y del trato indiferente, en virtud de los cuales la prisión opera como un mecanismo cooperativo, constituye también la principal fuente de poder del despotismo democrático que Tocqueville retrata. Por otra parte, la prisión consigue modificar los hábitos intelectuales y sentimientos, de tal manera que también en ese aspecto se asemeja al despotismo blando; y es que este –a diferencia de las tiranías antiguas– no opera mediante la coerción externa sobre el cuerpo, sino que controla inmaterialmente el pensamiento y los sentimientos de los individuos. Además, la prisión inculca la misma ética del trabajo, la misma inmersión en la ocupación productiva y el mismo disfrute del consumo privado, que subyacen al individualismo posesivo capitalista, a la privatización de la existencia y a la alienación del espacio público propiciada por el despotismo blando.

En suma, según Boesche, tanto el prisionero como el súbdito del despotismo democrático soportan una vida de aislamiento e incomunicación, de autoabsorción en pequeñas ocupaciones rutinarias y placeres frívolos; ambos se someten a fuerzas extrañas e incomprensibles que les impiden hacerse cargo de su propia iniciativa y del control de su libertad pública. Desde esa perspectiva, cabe pensar que el inmenso poder de policía social que Tocqueville veía extenderse reticularmente por toda la sociedad –al servicio de la regulación exhaustiva de los detalles de la vida cotidiana y de la administración tutelar de la felicidad de los individuos– coincidiría finalmente con cierta sociedad carcelaria: aquel sistema de control incruento que aísla a los individuos procura su visibilidad e individualización, así como lleva a cabo su encuadramiento disciplinario y normalización. Sin duda, la interpretación de Boesche, según la cual la prisión constituye el prototipo del despotismo democrático, resulta sumamente sugerente al destacar con perspicacia una de las principales modalidades de ejercicio del control en la modernidad.

Ahora bien, Tocqueville parece haber tenido presente otro paradigma de despotismo democrático y, de hecho, lo explicita al dar cuenta del ēthos de la sociedad democrática: la industria capitalista. En efecto, la sociedad igualitaria se caracteriza tanto por rehabilitar la actividad lucrativa, generalizando la ocupación remunerada y el trabajo asalariado, cuanto por difundir el deseo de bienestar material. Precisamente, el deseo de bienestar material hace que los individuos traten de aumentar constantemente los medios para satisfacer los goces materiales, de manera que los individuos se ven empujados a la actividad lucrativa de los negocios y la industria; no en vano, el comercio ofrece los medios más rápidos y eficientes para lucrar. Según Tocqueville, existe cierta atracción fatal entre la sociedad igualitaria y la industria capitalista: la actividad comercial conquista el imaginario social y desata las pasiones más enérgicas, a pesar de que el propio frenesí del progreso industrial desencadena crisis industriales tan catastróficas como impredecibles, a causa de las múltiples relaciones de dependencia e influencia que crea una actividad comercial generalizada.

Pero la industria capitalista no solo induce ese deseo de bienestar material, que aísla a los individuos de la esfera pública y los sume en la búsqueda de renovados goces; además tiende a la creciente concentración de recursos y del capital. Este aumento constante de escala de la producción industrial requiere de regulaciones cada vez más complejas y demanda colosales obras públicas; de ese modo –para Tocqueville– el Estado refuerza su poder administrativo y moviliza cada vez más recursos, al tiempo que se convierte en el mayor industrial. En ese sentido, la industria capitalista encierra en su seno el germen de un nuevo despotismo; sobre todo, porque hace posible formas de sujeción y de dependencia, en que las interacciones se multiplican, pero los vínculos interpersonales y las asociaciones se desvanecen. En el trabajo fabril, Tocqueville reconoce explícitamente algunas de las modalidades de enajenación de la vida pública que Boesche asociaba a la prisión: el encuadramiento de la actividad humana en hábitos regulares, la limitación de las capacidades intelectuales y el extrañamiento en un oficio fijo; y, por si fuera poco, la división del trabajo hace al individuo cada vez más débil, limitado y dependiente.

Por lo demás, Tocqueville cree reconocer en la nueva ciencia de la industria capitalista –la economía política de su tiempo– el esbozo de la idea de despotismo democrático: bajo el credo del libre cambio, se da la consagración de una igualdad y uniformidad irrestrictas; pero, además, se idealiza una sociedad plenamente administrada, compuesta por una masa confusa de individuos, así como sujeta a un gobierno omnisciente, que pretende remodelar tutelarmente a la humanidad mediante la educación dirigida por el Estado. Si la industria era el paradigma de despotismo democrático que Tocqueville tenía en mente, entonces la regulación tutelar de todos los asuntos de la vida, así como el repliegue individualista en el bienestar privado, se situarían en un escenario que no coincide exactamente con la extensión de una sociedad carcelaria. El despotismo democrático que Tocqueville pronosticó estaría más cerca de alguna forma de capitalismo burocrático: se trataría de la adaptación de las formas de vida, trabajo y conciencia, a una racionalización exhaustiva (basada en el cálculo, la regulación uniforme y la mecanización), así como a una descomposición, especialización, atomización y aislamiento de los elementos sociales.

Semejante capitalismo burocrático consumaría las formas más impersonales de dependencia y cosificación, bajo la forma de la intercambiabilidad general, de la íntegra regulación formal y de la igualdad abstracta. El fantasma del despotismo democrático podría asociarse, en mayor medida aun, a cierto “capitalismo organizado”: una sociedad de la abundancia, que produce y consume en gran escala bienes y servicios, de manera que los individuos –tan integrados como satisfechos– disfrutan de una vida confortable y un trabajo ligero; una sociedad, además, aparentemente pluralista en lo tocante a las diferentes creencias, pero que ejerce cierta tolerancia represiva, al asimilar y neutralizar todo cuanto se le opone; una sociedad, en fin, en la cual todas las facetas de la existencia material e intelectual, públicas y privadas, son funcionales a las exigencias y utilidad sociales, de modo que las necesidades, expresiones y aspiraciones individuales son modeladas y dirigidas unidimensionalmente. En todo caso, ya sea que Tocqueville haya pronosticado la extensión del poder de policía social en una sociedad carcelaria, o haya entrevisto las formas de dependencia impersonal que genera la industria capitalista, bajo la figura de un capitalismo burocrático y organizado, su prognosis nos sigue inquietando.

Sea cual sea el auténtico rostro –amable y paternalista– del despotismo democrático que Tocqueville pronosticó, su prognosis permanece tan abierta como la propia incertidumbre que la revolución democrática instaura como forma de vida, y nos sigue invitando a vislumbrar las nuevas formas y figuras de tiranías o despotismos (que, tal vez, ni siquiera pueden ser nombrados como tales, o resultan innombrables). Asumamos, pues, el desafío que la incertidumbre democrática suscita y permanezcamos atentos a los rostros innombrables del despotismo democrático, con el mismo espíritu que Tocqueville nos propone, es decir, con “ese saludable temor que produce vigilancia y lucha, y no esa especie de terror blando y pasivo que abate los corazones y los debilita”.

(*) Juan Antonio González de Requena Farré: “Nuestras tiranías: Tocqueville acerca del despotismo democrático” (Universidad Austral de Chile-Areté-Revista de Filosofía), 2013.

Share