Por Hernán Andrés Kruse.-

PATRONOS Y OBREROS

“Obligaciones de justicia, para el proletario y el obrero, son éstas: cumplir íntegra y fielmente todo lo pactado en libertad y según justicia; no causar daño alguno al capital, ni dañar a la persona de los amos; en la defensa misma de sus derechos abstenerse de la violencia, y no transformarla en rebelión; no mezclarse con hombres malvados, que con todas mañas van ofreciendo cosas exageradas y grandes promesas, no logrando a la postre sino desengaños inútiles y destrucción de fortunas. He aquí, ahora, los deberes de los capitalistas y de los amos: no tener en modo alguno a los obreros como a esclavos; respetar en ellos la dignidad de la persona humana, ennoblecida por el carácter cristiano.

Ante la razón y ante la fe, el trabajo, realizado por medio de un salario, no degrada al hombre, antes le ennoblece, pues lo coloca en situación de llevar una vida honrada mediante él. Pero es verdaderamente vergonzoso e inhumano el abusar de los hombres, como si no fuesen más que cosas, exclusivamente para las ganancias, y no estimarlos sino en tanto cuando valgan sus músculos y sus fuerzas. Asimismo está mandado que ha de tenerse buen cuidado de todo cuanto toca a la religión y a los bienes del alma, en los proletarios. Por lo tanto, a los amos corresponde hacer que el obrero tenga libre el tiempo necesario para sus deberes religiosos; que no se le haya de exponer a seducciones corruptoras y a peligros de pecar; que no haya razón alguna para alejarle del espíritu de familia y del amor al ahorro.

De ningún modo se le impondrán trabajos desproporcionados a sus fuerzas, o que no se avengan con su sexo y edad. Y el principalísimo entre todos los deberes de los amos es el dar a cada uno lo que se merezca en justicia. Determinar la medida justa del salario depende de muchas causas: pero en general, tengan muy presente los ricos y los amos que ni las leyes divinas ni las humanas les permiten oprimir, en provecho propio, a los necesitados y desgraciados, buscando la propia ganancia en la miseria de su prójimo. Defraudar, además, a alguien el salario que se le debe, es pecado tan enorme que clama al cielo venganza: Mirad que el salario de los obreros… que defraudasteis, está gritando: y este grito de ellos ha llegado hasta herir los oídos del Señor de los ejércitos. Finalmente, deber de los ricos es, y grave, que no dañen en modo alguno a los ahorros de los obreros, ni por la fuerza, ni por dolo, ni con artificio de usura: deber tanto más riguroso, cuanto más débil y menos defendido se halla el obrero, y cuanto más pequeños son dichos ahorros.

La obediencia a estas leyes, ¿acaso no podría ser suficiente para mitigar por sí sola y hacer cesar las causas de esta contienda? Pero la Iglesia, guiada por las enseñanzas y por el ejemplo de Cristo, aspira a cosas mayores: esto es, señalando algo más perfecto, busca el aproximar, cuanto posible le sea, a las dos clases, y aun hacerlas amigas. En verdad que no podemos comprender y estimar las cosas temporales, si el alma no se fija plenamente en la otra vida, que es inmortal; quitada la cual, desaparecería inmediatamente toda idea de bien moral, y aun toda la creación se convertiría en un misterio inexplicable para el hombre. Así, pues, lo que conocemos aun por la misma naturaleza es en el cristianismo un dogma, sobre el cual, como sobre su fundamento principal, reposa todo el edificio de la religión, es a saber: que la verdadera vida del hombre comienza con la salida de este mundo. Porque Dios no nos ha creado para estos bienes frágiles y caducos, sino para los eternos y celestiales; y la tierra nos la dio como lugar de destierro, no como patria definitiva.

Carecer de riquezas y de todos los bienes, o abundar en ellos, nada importa para la eterna felicidad; lo que importa es el uso que de ellos se haga. Jesucristo -mediante su copiosa redención- no suprimió en modo alguno las diversas tribulaciones de que esta vida se halla entretejida, sino que las convirtió en excitaciones para la virtud y en materia de mérito, y ello de tal suerte que ningún mortal puede alcanzar los premios eternos, si no camina por las huellas sangrientas del mismo Jesucristo: Si constantemente sufrimos, también reinaremos con Él. Al tomar El espontáneamente sobre sí los dolores y sufrimientos, mitigó de modo admirable la fuerza de los mismos, y ello no ya sólo con el ejemplo, sino también con su gracia y con la esperanza del ofrecido galardón que hace mucho más fácil el sufrimiento del dolor: Porque lo que al presente es tribulación nuestra, momentánea y ligera, produce en nosotros de modo maravilloso un caudal eterno e inconmensurable de gloria. Sepan, pues, muy bien los afortunados de este mundo que las riquezas ni libran del dolor, ni contribuyen en nada a la felicidad eterna, y antes pueden dañarla; que, por lo tanto, deben temblar los ricos, ante las amenazas extraordinariamente severas de Jesucristo; y que llegará el día en que habrán de dar cuenta muy rigurosa, ante Dios como juez, del uso que hubieren hecho de las riquezas”.

DEBERES DEL ESTADO

“No hay duda de que, para resolver la cuestión obrera, se necesitan también los medios humanos. Cuantos en ella están interesados, vienen obligados a contribuir, cada uno como le corresponda: y esto según el ejemplo del orden providencial que gobierna al mundo, pues el buen efecto es el producto de la armoniosa cooperación de todas las causas de las que depende. Urge ya ahora investigar cuál debe ser el concurso del Estado. Claro que hablamos del Estado, no como lo conocemos constituido ahora y como funciona en esta o en aquella otra nación, sino que pensamos en el Estado según su verdadero concepto, esto es, en el que toma sus principios de la recta razón, y en perfecta armonía con las doctrinas católicas, tal como lo hemos expuesto en la Encíclica sobre la constitución cristiana de los Estados.

LA PROSPERIDAD NACIONAL

“Ante todo, los gobernantes vienen obligados a cooperar en forma general con todo el conjunto de sus leyes e instituciones políticas, ordenando y administrando el Estado de modo que se promueva tanto la prosperidad privada como la pública. Tal es de hecho el deber de la prudencia civil, y esta es la misión de los regidores de los pueblos. Ahora bien; la prosperidad de las naciones se deriva especialmente de las buenas costumbres, de la recta y ordenada constitución de las familias, de la guarda de la religión y de la justicia, de la equitativa distribución de las cargas públicas, del progreso de las industrias y del comercio, del florecer de la agricultura y de tantas otras cosas que, cuanto mejor fueren promovidas, más contribuirán a la felicidad de los pueblos. Ya por todo esto puede el Estado concurrir en forma extraordinaria al bienestar de las demás clases, y también a la de los proletarios: y ello, con pleno derecho suyo y sin hacerse sospechoso de indebidas ingerencias, porque proveer al bien común es oficio y competencia del Estado. Por lo tanto, cuanto mayor sea la suma de las ventajas logradas por esta tan general previsión, tanto menor será la necesidad de tener que acudir por otros procedimientos al bienestar de los obreros.

Pero ha de considerarse, además, algo que toca aun más al fondo de esta cuestión: esto es, que el Estado es una armoniosa unidad que abraza por igual a las clases inferiores y a las altas. Los proletarios son ciudadanos por el mismo derecho natural que los ricos: son ciudadanos, miembros verdaderos y vivientes de los que, a través de las familias, se compone el Estado, y aun puede decirse que son su mayor número. Y, si sería absurdo el proveer a una clase de ciudadanos a costa de otra, es riguroso deber del Estado el preocuparse, en la debida forma, del bienestar de los obreros: al no hacerlo, se falta a la justicia que manda dar a cada uno lo suyo. Pues muy sabiamente advierte Santo Tomás: “Así como la parte y el todo hacen un todo, así cuanto es del todo es también, en algún modo, de la parte”.

Por ello, entre los muchos y más graves deberes de los gobernantes solícitos del bien público, se destaca primero el de proveer por igual a toda clase de ciudadanos, observando con inviolable imparcialidad la justicia distributiva. Aunque todos los ciudadanos vienen obligados, sin excepción alguna, a cooperar al bienestar común, que luego se refleja en beneficio de los individuos, la cooperación no puede ser en todos ni igual ni la misma. Cámbiense, y vuelvan a cambiarse, las formas de gobierno, pero siempre existirá aquella variedad y diferencia de clases, sin las que no puede existir ni siquiera concebirse la sociedad humana. Siempre habrá gobernantes, legisladores, jueces -en resumen, hombres que rijan la nación en la paz, y la defiendan en la guerra-; y claro es que, al ser ellos la causa próxima y eficaz del bien común, forman la parte principal de la nación. Los obreros no pueden cooperar al bienestar común en el mismo modo y con los mismos oficios; pero verdad es que también ellos concurren, muy eficazmente, con sus servicios. Y cierto es que el bienestar social, pues debe ser en su consecución un bien que perfeccione a los ciudadanos en cuanto hombres, tiene que colocarse principalmente en la virtud.

Sin embargo, toda sociedad bien constituida ha de poder procurar una suficiente abundancia de bienes materiales y externos cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud. Y es indudable que para lograr estos bienes es de necesidad y suma eficacia el trabajo y actividad de los proletarios, ora se dediquen al trabajo de los campos, ora se ejerciten en los talleres. Suma, hemos dicho, y de tal suerte, que puede afirmarse, en verdad, que el trabajo de los obreros es el que logra formar la riqueza nacional. Justo es, por lo tanto, que el gobierno se interese por los obreros, haciéndoles participar de algún modo en la riqueza que ellos mismos producen: tengan casa en que morar, vestidos con que cubrirse, de suerte que puedan pasar la vida con las menos dificultades posibles. Clara es, por lo tanto, la obligación de proteger cuanto posible todo lo que pueda mejorar la condición de los obreros: semejante providencia, lejos de dañar a nadie, aprovechará bien a todos, pues de interés general es que no permanezcan en la miseria aquellos de quienes tanto provecho viene al mismo Estado”.

GOBIERNO, GOBERNADOS

“No es justo -ya lo hemos dicho- que el ciudadano o la familia sean absorbidos por el Estado; antes bien, es de justicia que a uno y a otra se les deje tanta independencia para obrar como posible sea, quedando a salvo el bien común y los derechos de los demás. Sin embargo, los gobernantes han de defender la sociedad y sus distintas clases. La sociedad, porque la tutela de ésta fue conferida por la naturaleza a los gobernantes, de tal suerte que el bienestar público no sólo es la ley suprema sino la única y total causa y razón de la autoridad pública; y luego también las clases, porque tanto la filosofía como el Evangelio coinciden en enseñar que la gobernación ha sido instituida, por su propia naturaleza, no para beneficio de los gobernantes, sino más bien para el de los gobernados. Y puesto que el poder político viene de Dios y no es sino una cierta participación de la divina soberanía, ha de administrarse a ejemplo de ésta, que con paternal preocupación provee no sólo a las criaturas en particular, sino a todo el conjunto del universo. Luego cuando a la sociedad o a alguna de sus clases se le haya causado un daño o le amenace éste, necesaria es la intervención del Estado, si aquél no se puede reparar o evitar de otro modo”.

INTERVENCIÓN DEL ESTADO

“Ahora bien: interesa tanto al bien privado como al público, que se mantenga el orden y la tranquilidad públicos; que la familia entera se ajuste a los mandatos de Dios y a los principios de la naturaleza; que sea respetada y practicada la religión; que florezcan puras las costumbres privadas y las públicas; que sea observada inviolablemente la justicia; que una clase de ciudadanos no oprima a otra; y que los ciudadanos se formen sanos y robustos, capaces de ayudar y de defender, si necesario fuere, a su patria. Por lo tanto, si, por motines o huelgas de los obreros, alguna vez se temen desórdenes públicos; si se relajaren profundamente las relaciones naturales de la familia entre los obreros; si la religión es violada en los obreros, por no dejarles tiempo tranquilo para cumplir sus deberes religiosos; si por la promiscuidad de los sexos y por otros incentivos de pecado, corre peligro la integridad de las costumbres en los talleres; si los patronos oprimieren a los obreros con cargas injustas o mediante contratos contrarios a la personalidad y dignidad humana; si con un trabajo excesivo o no ajustado a las condiciones de sexo y edad, se dañare a la salud de los mismos trabajadores: claro es que, en todos estos casos, es preciso emplear, dentro de los obligados límites, la fuerza y la autoridad de las leyes.

Límites que están determinados por la misma causa o fin a que se deben las leyes: esto es, que las leyes no deben ir más allá de lo que requiere el remedio del mal o el modo de evitar el peligro. Los derechos, de quienquiera que sean, han de ser protegidos religiosamente, y el poder público tiene obligación de asegurar a cada uno el suyo, impidiendo o castigando toda violación de la justicia. Claro es que, al defender los derechos de los particulares, ha de tenerse un cuidado especial con los de la clase ínfima y pobre. Porque la clase rica, fuerte ya de por sí, necesita menos la defensa pública; mientras que las clases inferiores, que no cuentan con propia defensa, tienen una especial necesidad de encontrarla en el patrocinio del mismo Estado. Por lo tanto, el Estado debe dirigir sus cuidados y su providencia preferentemente hacia los obreros, que están en el número de los pobres y necesitados”.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1891, año decimocuarto de Nuestro Pontificado.

P.P. León XIII

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