Por Juan José de Guzmán.-

La savia es al árbol lo que la justicia a la sociedad. Habita y recorre, como sustancia vital, todas las partes de su cuerpo. Es el alimento que lo nutre, desde las raíces al tronco y desde allí a las ramas.

Muchas veces, durante el trayecto, los ramales se obstruyen. La savia entonces desvía su curso, dejando, en su ausencia, caminos truncos. Esto repercute en toda la planta, que al final de cuentas termina enfermando.

Convivirán en ella, mutilaciones y deformaciones.

La falta de tan vital elemento en sus ramas hará que sus hojas caigan primero, sus flores se malogren luego, y los frutos se pierdan después.

El árbol resistirá, sufrirá desde sus heridas resinosas pero inexorablemente comenzará a secarse.

Hasta que un día caerá moribundo, abatido, como una inmensa cáscara vaciada de contenido.

Es perentorio que nos comprometamos a actuar con convicción y a luchar con denuedo para salvar a “nuestro árbol, que ha sido invadido por termitas”. La savia ya no llega a todos los lugares de la planta y si no “elegimos” el mejor antídoto, corremos el riesgo de perderlo todo.

Sólo así, actuando con grandeza, entre todos lo salvaremos.

Entonces sí, mañana disfrutaremos la llegada de flores nuevas y frutos venideros.

Imagino a Chauncey Gardiner, sentado a mi lado, pronunciando con su ceremonioso tono estas reflexiones, mientras observamos apesadumbrados, el deplorable estado al que ha llegado nuestro jardín.

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