Por Juan José de Guzmán.-

Lo que menos imaginábamos con Mirta, cuando nos dispusimos a lavarnos los dientes tras el almuerzo, los otros días, es que la mesada de mármol que contiene el lavabo del baño iba a convertirse en escenario de un momento risueño que terminó en carcajada por la ocurrencia que afloró en ambos al mismo tiempo.

El espejo nos estaba devolviendo la imagen de dos personas grandes, cuyas caras maduras denotaban el inevitable paso del tiempo.

Casi al unísono exclamamos; ¿quiénes son esos dos viejos que están en nuestra casa? (la misma que ocupamos desde hace más de 40 años, casi los mismos que llevamos de casados) y que desde hace rato cargamos con su historia puesto que nuestros tres hijos ya se marcharon hace mucho, buscando recorrer su propio camino.

Cada uno de los lugares, testigos del ayer, fueron remodelados de acuerdo a nuestras realidades. Fue entonces que fuimos poblando de plantas y flores los lugares que fueron quedando vacíos.

Así las cosas convertimos el lugar que supo albergar hasta 7 personas en nuestro reino, el lugar donde cada espacio fue adaptado según nuestras necesidades, o deseos, convirtiendo la casa de Boyacá en nuestro refugio.

Algún día cualquiera, de los que vendrán, cuando ya no la habiten los viejos del espejo, nuestros hijos se reunirán, en algún momento (igual que en Los puentes de Madison) para decidir qué hacer con “la casa de siempre”. Encontrarán allí, en cajones, placares o en el vestidor retazos nuestros que a partir de ese momentos les marcarán a fuego que “hubo una vez dos seres que se amaron hasta el infinito, que fueron sus padres, los viejos del espejo”.

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