Por Italo Pallotti.-

Villa Fiorito. Nacida al influjo de inmigrantes italianos y españoles que creció bajo la advocación de la Virgen Nuestra Sra. de la Abundancia, traída por los primeros a estas tierras. Y como una premonición de lo que sería el entorno de su vida nacía, pero como contraste en la mayor pobreza, un niño al que llamarían Diego Armando. Crecer en las villas y en la miseria no es fácil para nadie. Y si sus padres tienen una prole abundante que mantener, peor aún. Y en ese clima comenzaría a crecer aquel niño que tendría como destino supremo el tener como imán de su infancia una pelota de fútbol. Mejor dicho, algo que tuviera la semejanza con ese elemento. Bastaba algo que tuviera la forma de una pelota. Un bollo de papel de diario o cualquier bolsita en desuso llena con lo que fuera; eso mismo pero ya envuelto en una vieja media, dura de remiendos. Hasta que llegaría con el tiempo una de goma, saltarina y veloz que te obligaba a correr más de la cuenta; hasta finalmente la de cuero, ya perdida su redondez y llena de costuras, no siempre prolijas. Esa cosa, llamada pelota -y de fútbol para más datos- sería el principio y fin de su existencia. Y llegaría muy temprano su debut en una cancha en serio. Atrás quedarían sus gambetas prodigiosas, esos driblings impensados, capaces de asombrar y enloquecer rivales, esos goles casi de otra dimensión conocida en el potrero y las canchitas de cada barrio, donde sus hermanos y los amigos lo llevaban para mostrar su incipiente y casi desconocida habilidad para el manejo del balón. Y ahora, los ojos de quienes observaban a este pequeño fenómeno manejando la redonda, no se limitaba a su círculo de pebetes, entre admirados y envidiosos del barrio, sino que comenzaban a ser hombres y mujeres del mundo. El mundo de los que no sólo te admiran, te bendicen por tus hazañas haciendo goles, sino que también te exigen cada partido más y más virtudes, más y más conquistas.

Y el paso siguiente fue el ascenso. Un paso hacia una escalera llena de escalones; esos de los que no se puede omitir ninguno, sin correr en el riesgo de caer. Y en esa subida se van dejando jirones, primero pequeños, luego enormes, de las cosas simples que aquel ser humano inocente del comienzo en el campito hubiera querido guardar como un tesoro impoluto; con esa pureza que dan las cosas simples de la vida, sin otra preocupación ni interés que el divertimento y el ver pasar el tiempo de lo que dura un partido. Sólo por el magnetismo espiritual que produce el juego por el juego mismo. He aquí que la vida, en algún recodo, tiene el poder de darte sorpresas. Esas para la que el cuerpo y el alma no están preparadas para hacerles frente. Sean buenas o malas, luminosas o sombrías, alegres o tristes. Y el destino, el que seguramente no todos puedan analizarlo de la misma manera; unos pueden manejarlo desde una perspectiva (si es posible hacerlo, ¡vaya uno a saber!); otros, distinto. Lo cierto es que en la medida que el virtuosismo, el talento y la magia para hacer del manejo del balón una epopeya, comienza a atrapar al hombre en sus garras, de las que, si no se está demasiado atento, se puede sucumbir de la forma más impensada. Y la consecuencia es la fama. Y tras ella los tentáculos que a modo de telaraña van atrapando al personaje. Ya no parece ser de carne y hueso; sino de otra conformación difícil de definir. De “otra galaxia”, dicho al pasar.

Y entonces, tras ella, la celebridad o gloria, comienzan a aparecer los desvaríos, que ni la propia víctima, ni quienes tienen la misión de observarlos y corregirlos, lo hacen. Uno por ignorancia, los otros por conveniencia; muchos por maldad. Y así la vida tan pletórica, en apariencia, de luces, brillo y magnetismo va poco a poco deslizándose en un abismo del que ya no se puede retornar. Y en el medio queda el derrumbe, físico, moral y espiritual. Ese que inexorablemente te lleva al final. Nadie se hará cargo. Nadie quiso verlo, porque todavía les servía a muchos, íntimos y extraños. Total, después vendrán los reproches. Los arrepentimientos, las lágrimas, el dolor de los millones que te admiraron en el planeta, la angustia de los que pudiendo hacer, nada hicieron. ¡Ya es tarde! La muerte, esa que no sabe de recovecos, llegó para quedarse con el hombre, el ídolo, el único. Es la más justa o injusta, según se mire. Eso ya no importa, o por lo menos, muy poco. Lo cierto es que Diego Armando Maradona no está entre nosotros. Sólo es y será un recuerdo. De los que separan al genio del fútbol por un lado, y su conducta por el otro. Lo triste es que el factor humano nos golpeará a todos un poco o mucho, quién sabe, diciéndonos ¡qué gran pena!, de tanto, a la nada. Morir solo y abandonado. ¡Y lo cierto, que así se fue! Cada uno se hará cargo del pedacito que en sus conciencias le toque. A esa, es difícil gambetearla.

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