Por Paul Battistón.-

No es poco dejar el nombre para el escarnio y mucho menos resignar el apellido para ser convertido en sustantivo, cual marqués de Sade.

“Mañana me matan o empezamos a hacer las cosas bien”, sentenció Celestino en su arranque. Ni lo uno ni lo otro fue.

Sincerar, en cierta forma, era hacer las cosas bien pero el contexto era inadecuado. Algo así como hacer una movida de ajedrez adecuada pero sobre un tablero que al mismo tiempo se desdibuja. Nada de lo que hiciera el ingeniero Celestino Rodrigo podría estar bien (aun con buenas intenciones) teniendo en cuenta que era de público conocimiento el incondicional apoyo de López Rega a su gestión. Y si el mismísimo brujo no hubiera existido, nada habría cambiado. El mercado se desmotiva en el ámbito de una administración (siendo generoso) cuya carta orgánica deja por escrito su apreciación enferma de lo que el mercado para ella representa.

Celestino provenía de esa doctrina de prejuicios ideológicos por sobre la lógica empírica. Aun así, su propia carga de pre fracaso no era más pesada que la que le dejó quien salvó su apellido de ser usado de subtítulo en la redacción de un capítulo de nuestro catálogo de fracasos. Quizás por lo impráctico de su combinación de consonantes (Gelbard) y ayudado por el efímero interregno de Gómez Morales. Ber Gelbard no sólo salió indemne en la memoria rápida del fracaso sino que además logró admiradores de la construcción de su calamidad (hoy le diríamos bomba). Admiradores desde la ignorancia.

El comunista Ber y su designador Juan Domingo Perón quedaron a la distancia prudencial del estallido (cada uno en su dimensión) que Celestino jamás podría haber logrado evitar.

“Rodrigazo” fue el hito y se transformó en lo que con el paso del tiempo y la distancia tituló a un fenómeno tan concreto como posible de repetirse.

“Si devaluamos y no lo hacemos bien, corremos el riesgo de provocar un rodrigazo”, fue el aviso del viceministro de economía Rubinstein (en la práctica, el ministro de Economía del presidente de facto Sergio Massa). Y esto fue tan solo hace poco más de un año atrás.

Por si faltaran coincidencias de la vida, quien antecedió a Rubinstein-Massa con un pequeño interregno, Silvina Batakis, no dudó en darnos a conocer el mal augurio de su preferencia por Ber Gelbard, a punto de considerarlo el mejor ministro de economía que Argentina tuvo. Para asombro de muchos, no es la única que así lo considera. Hay mucho relato impreso con aspiración de texto histórico que considera la corta y nefasta calma a presión lograda por Gelbard como un éxito, además de suponerla libre de cualquier conexión con sus consecuencias. Lo que daría una máxima sólo aplicable en el ecosistema peronista que diría así: “el futuro es el culpable de nuestras consecuencias”.

Ni Gelbard, ni Perón se leen en la fonética de Rodrigazo. No hay dudas de que la intención es que ni Fernández, ni Massa, ni Rubinstein se leyesen en una nueva calamidad. En ese sentido estaría trabajando el aparato relator.

La única diferencia sustancial con aquellos días del Rodrigazo es que ahora el tablero de ajedrez no se está desdibujando; se pueden hacer acertados movimientos sobre el mismo y esos movimientos apuntan en un principio a que el tablero siga ahí con reglas (jugadas) más claras y directas, todas precisadas por ahora en un DNU y una ley a punto de ser parida.

Quizás deberíamos agradecerle a Celestino la sustantivación de su apellido, producto de su escarnio impropio, como precisa advertencia de fenómeno calamitoso proveniente de acciones perversas ocultadas por la inercia propia de la economía, premeditadamente aprovechadas por un conjunto de farsantes en beneficio propio a costa de un daño futuro no tan lejano.

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