Por Carlos Tórtora.-

En medio de un contexto adverso y con un variado repertorio de rumores sobre el rumbo del gobierno, Alberto Fernández dio un golpe de timón en política exterior. En Ginebra, en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, la Argentina dio su aprobación al informe sobre violaciones de derechos humanos en Venezuela, presentado por la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Michele Bachelet.

Fue un giro de 180 grados con respecto a la postura que sostuviera el embajador argentino ante la OEA Carlos Raimundi, que fue luego amonestado públicamente por el canciller Felipe Solá. El nuevo viraje oficial cosechó el repudio de varios partidos de izquierda y de algunos ultra kirchneristas como Alicia Castro, propuesta para embajadora en Rusia. Pero el cristinismo en pleno permaneció en silencio, señal de que su jefa al menos consintió la jugada del presidente. En el entorno presidencial se especula con que el inminente triunfo de Joe Biden en las elecciones presidenciales de EEUU traerá como consecuencia una flexibilización de la política del Departamento de Estado hacia el régimen de Nicolás Maduro y que esto podría darle juego al Grupo de Puebla, del cual Alberto es fundador. Biden sería partidario de la salida negociada con Maduro y no del derrocamiento de éste.

La estabilidad ante todo

Claro está que los intereses en juego son más complejos. En una reunión mantenida dos semanas atrás, el embajador de los EEUU en la Argentina, Edward Prado, y el canciller Felipe Solá habrían acordado el apoyo argentino al informe Bachelet. Pero también se habría hablado del apoyo de Washington a una rápida renegociación de la deuda argentina con el FMI, cuya misión desembarcó en Buenos Aires este martes. De este modo, Alberto optó por darle estabilidad internacional a su gobierno pagando el costo de perder algunos apoyos de la izquierda local y del disgusto de la cancillería venezolana.

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