Por Hernán Andrés Kruse.-

¿Qué se entiende por revolución, resistencia a la opresión y derecho a la insurrección? Escribió el reconocido constitucionalista y político socialista Carlos Sánchez Viamonte.

Revolución, resistencia a la opresión y derecho a la insurrección

A lo largo de la historia se advierte una lenta, pero firme inclinación hacia la estabilidad del ordenamiento jurídico de los grupos sociales. El constitucionalismo se manifiesta como el cumplimiento de esa inclinación o tendencia, cuyo mérito principal consiste en sustituir la autoridad de los hombres por la autoridad impersonal de la ley, que dibuja el ámbito dentro del cual halla su recinto la dignidad humana. Las revoluciones triunfantes, sea cual fuere su carácter, se convierten en causa de perturbación, más o menos profunda, del orden jurídico institucional. Son ellas, pues, las enemigas naturales del constitucionalismo; introducen el desorden cuando quiebran, aunque sea en mínima parte, el orden preexistente, y provocan una interrupción en la normalidad y en la continuidad jurídica cada vez que se proponen crear un orden nuevo.

El problema no es igual en América que en Europa. El constitucionalismo adquiere en América un sentido especial, desconocido para los europeos. Las constituciones son las actas de nacimiento de las naciones americanas; la base y el punto de partida de las nacionalidades; el estatuto de su personalidad; el fundamento, 1a explicación y el programa máximo de su existencia. En Europa son, apenas, constancias escritas, pero siempre episódicas dentro de un largo proceso de vicisitudes y de transformaciones. Cuando los europeos hablan de revolución, se refieren siempre a un acontecimiento sensacional que produce cambios fundamentales en el ordenamiento jurídico-político de la sociedad o, por lo menos, una alteración profunda de carácter institucional, que se manifiesta ostensiblemente en la sustitución de una forma de gobierno por otra, como cuando se pasa de la monarquía a la república o viceversa. Cuando los americanos hablan de revolución, se refieren siempre a conmociones de carácter popular, convertidas en insurrección a mano armada o en golpe de Estado que consisten en el apoderamiento del poder como fruto -en la mayor parte de los casos- de un motín militar triunfante.

En derecho constitucional, revolución es siempre un cambio de instituciones jurídico-políticas, y debe ser diferenciada técnicamente de los cambios producidos por evolución. Toda revolución supone la presencia del pueblo como protagonista. La efectúa, en favor o en contra de éste, un sujeto colectivo, impersonal, sean quienes fueren los individuos que aparezcan como actores de primera fila. Es necesario apreciar el problema de la revolución con sujeción estricta al problema del constitucionalismo, y así, consideramos que hay revolución cuando se quiebra la continuidad del orden jurídico-institucional. La rotura del cerco constitucional no es siempre una revolución. Puede producirla un hecho aislado y hasta individual, sin más trascendencia que la de una transgresión jurídica, susceptible de ser corregida, reparada y reprimida. Adquiere el significado auténtico de revolución cuando se trata de un hecho político, cuando la rotura del cerco constitucional es un acto intencionado de voluntad política que lleva por mira el cambio de las instituciones en las cuales se configura el ordenamiento anterior. Además, el hecho político de voluntad política se convierte en hecho auténticamente revolucionario cuando logra un brusco cambio en el que la fuerza o 1a violencia operan como agente revulsivo, con acción incontrastable o, por lo menos, suficientemente eficaz para producir el cambio. Una verdadera revolución requiere la presencia de estos elementos formales: a) un hecho político como expresión de voluntad política; b) rotura del cerco constitucional; c) propósito inequívoco de cambiar instituciones fundamentales; d) quiebra de la continuidad del orden jurídico con relación al ejercicio del poder constituyente.

Lo que define a la revolución es que produce cambios institucionales. Como consecuencia de ello, se puede decir que hay un derecho a la revolución, que consiste en el derecho al cambio institucional, y por eso no todos los golpes de Estado ni todas las insurrecciones son revoluciones propiamente dichas. Bajo el sistema de gobierno monárquico el derecho de resistencia a la opresión presenta el carácter histórico de derecho al regicidio y al tiranicidio, pero la república democrática da una nueva forma a la resistencia a la opresión y a su consecuencia que es el derecho a la insurrección. La insurrección puede ser contra los gobernantes y contra sus abusos, pero también puede ser contra los usos provenientes de la ley y originados por un orden jurídico-institucional, sin excluir a quienes lo imponen y mantienen. En este último caso cuando es contra los usos, la insurrección adquiere un significado fundamental y profundo; afecta al problema institucional y por eso es una revolución acabada y completa. No obstante haber sido proclamada como un derecho individual, la resistencia a la opresión no presenta esos rasgos o caracteres jurídicos desde el punto de vista técnico. Es el derecho abstracto a la rebelión colectiva o popular; un principio ético político que nace de la soberanía del pueblo y de la forma de gobierno republicano democrático, de suerte que corresponde, más que al hombre, al ciudadano.

En los Estados Unidos el problema de 1a resistencia a la opresión está íntima e inseparablemente vinculado a su independencia respecto de Inglaterra, y no aparece como derecho interno del pueblo con relación a su gobierno. La Declaración de Independencia dice al respecto, “…siempre que una forma de gobierno llegue a ser destructora de este fin (derechos del hombre) el pueblo tiene el derecho de cambiarla o abolirla y de establecer un nuevo gobierno, basándolo en los principios y organizándolo en la forma que juzgue más adecuada para darle seguridad y bienestar. La prudencia enseña, a la verdad, que no conviene cambiar por causas mezquinas y pasajeras los gobiernos establecidos ya de tiempo atrás y la experiencia demuestra en forma indudable que los hombres se avienen a tolerar los males, mientras éstos les sean soportables, antes que hacerse justicia a sí mismos aboliendo las formas a que ya están acostumbrados. Más cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, tendiendo siempre a un mismo fin, evidencia la intención de someterlos a un despotismo absoluto, tienen el derecho, tienen el deber de abolir tal gobierno y de salvaguardar su seguridad futura”. En esta Declaración de Independencia encontramos la proclamación del derecho a la revolución y del derecho a la insurrección. Primero se establece el derecho que tiene el pueblo de cambiar o abolir una forma de gobierno inadecuada a fin de dar cumplimiento a los fines para los cuales se han establecido gobiernos entre los hombres; eso es derecho a la revolución. Luego se declara el derecho del pueblo a eliminar gobernantes que cometan abusos y usurpaciones encaminados al despotismo; esto es derecho a. la insurrección. Tal como aparece presentado en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, el derecho de resistencia a la opresión se traduce unas veces en derecho a la revolución y otras en derecho a la insurrección, ya provenga la opresión de una organización político-social y de su forma de gobierno, ya provenga de los hombres que gobiernan abusiva y arbitrariamente. Sin embargo, en los Estados Unidos el derecho a la revolución fue, para las colonias, el derecho a la emancipación y como para lograrla era necesaria la insurrección hubo que proclamar ambos derechos a fin de justificar la independencia, pero no se les considera aplicables a ninguna otra situación. E1 derecho de resistencia a la opresión agota sus posibilidades al lograrse la Independencia y desaparece de la escena jurídica. Sólo queda el derecho del pueblo a reformar la constitución, sin que tal derecho alcance a poder cambiarla en su totalidad.

La Revolución Francesa incluyó entre los derechos del hombre la resistencia a la opresión asignándole la más alta jerarquía puesto que la colocó en plano de igualdad con la libertad, la propiedad y la seguridad (Artículo 29 de la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, 1789). En la declaración del 29 de marzo de 1793, el artículo 29 está redactado así: “En todo gobierno libre los hombres deben tener un medio legal de resistir a la opresión, y cuando este medio es impotente, la insurrección es el más santo de los deberes”. Por su parte, la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano del 23 de junio de .1793, publicada como encabezamiento de la constitución del 24 de junio del mismo año, excluye la resistencia a la opresión al enumerar los derechos, y la consigna luego, no como un derecho concreto, sino como un principio abstracto y fundamental. Dice en su artículo 32: “la resistencia a la opresión es la consecuencia de los otros derechos del hombre». Eso, sin perjuicio de establecer en el artículo 27, “que todo individuo que usurpe la Soberanía sea muerto al instante por los hombres libres». En conclusión: podemos afirmar que, según la Revolución Francesa, el derecho de resistencia a la opresión presenta los siguientes caracteres: a) es un principio político que nace de la idea del contrato social; de 1a soberanía popular y de 1a república democrática; b) no es un derecho individual, sino un derecho del pueblo “in abstracto”; c) es un derecho contra los gobernantes, pero no contra las instituciones; por lo que se identifica con el derecho a la insurrección y se diferencia del derecho a 1a revolución.

Es frecuente que el derecho a la insurrección se confunda con el derecho a 1a revolución, porque ambos pueden tener origen en las mismas causas y justificarse con las mismas razones. Se puede decir que, en principio, el derecho a la revolución se manifiesta también como derecho a la insurrección y hasta como resistencia a la opresión. Es muy difícil separar y aislar las causas que determinan una revolución que es al mismo tiempo un acto insurreccional, de las que se refieren únicamente a este último aspecto, no obstante no ser estas últimas causas profundas, sino motivos circunstanciales. Sin insurrección no hay revolución propiamente dicha, porque falta el hecho violento que la caracteriza como cambio brusco y falta la fuerza que se sale de los cauces jurídicos; pero es evidente, también, que no hay revolución si la insurrección no produce un cambio de carácter institucional. Una insurrección es siempre, por su forma, un acto ilícito con relación a1 derecho instituido o constituido o vigente; es decir, al derecho positivo. Es una actitud de rebeldía formal contra el Derecho, lo mismo cuando hay la intención de transformarlo que cuando lleva consigo el propósito declarado de imponer y mantener su respeto de un modo efectivo. La ilicitud de una insurrección finca en el empleo de 1a fuerza que, por naturaleza, es lo opuesto al Derecho. Sin embargo, la evolución del Derecho se ha operado mediante transformaciones producidas muchas veces por la fuerza, con la consiguiente quiebra momentánea de la normalidad, que consiste en la vigencia del derecho vigente. La rebeldía contra la normalidad jurídica de un orden instituido tiene indiscutibles caracteres de ilicitud pero ha sido, inevitablemente, uno de los cauces por donde ha circulado el contenido esencial del Derecho, siempre variable en sus manifestaciones.

Joaquín V. González desarrolla extensamente su concepto de la revolución en el derecho público, sobre las bases lógicas de estas premisas de contenido ético-institucional: a) la revolución supone cambio radical del derecho; el cambio de gobernantes o funcionarios es rebelión o revuelta; b) la revolución no es un derecho, sino lo opuesto al derecho establecido; c) toda revolución auténtica debe provenir de la mayoría del pueblo; d) una verdadera revolución no puede ser contraria a la libertad y “la ley no es sino la forma de la libertad”; e) la existencia de constituciones que pueden ser reformadas hace innecesaria toda revolución; f) es innegable el derecho a 1a reforma, pero es inadmisible el derecho a la revolución en los países que tienen constituciones republicano-democráticas en las cuales se reconocen y proclaman como principios fundamentales la “soberanía popular, la igualdad y la libertad”, porque “las ideas de constitución y del derecho a destruirlas se excluyen lógicamente”. González condena las revueltas indebidamente llamadas revoluciones y que constituyen, sin duda, un infortunio endémico de los países latinoamericanos. “Es costumbre de los jurisconsultos -dice- llamar revoluciones a los levantamientos armados con el fin de deponer las personas del gobierno constituido, ya sea un rey para reemplazarlo con otro, ya un presidente con igual fin, sin que se tenga en vista el fondo de los principios. Este ataque contra las personas encargadas del poder es, quizá, el que mejor reúne los caracteres del delito de rebelión y el que mejor manifiesta los móviles de sus autores. En efecto, ¿qué significa un cambio de personas, sino la lucha de los partidos, que no tienen otro objeto que poner a la cabeza de la Nación a sus respectivos jefes, sin más fin que satisfacer sus pretensiones? ¿Qué derecho (Joaquín V. González: Obras completas, tomo I, pág. 267. 40) les asiste para turbar así la paz y el orden social, si no llevan otra bandera que 1a satisfacción de sus ambiciones?»

La Constitución argentina plantea y resuelve a su manera el problema de la resistencia a la opresión. No lo considera un derecho individual y tampoco lo reconoce explícitamente como un derecho del pueblo. Afirma que “El pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución” (artículo 22). Con esto deja establecido que la función del pueblo consiste exclusivamente en elegir a los funcionarios para el desempeño de funciones creadas y reglamentadas por ella. Ahí termina la intervención del pueblo en el gobierno, sin perjuicio, claro está, de los derechos individuales reconocidos a1 hombre y al ciudadano para la defensa institucional. La 2a parte del artículo 22 dice así: “toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición”. ‘La redacción de esta segunda parte es culpable de que se la interprete como si la sedición proviniese del hecho de peticionar, o que se requiera petición para que haya sedición. Hay sedición cuando una fracción del pueblo se atribuye la soberanía, pero es evidente que no la hay cuando se peticiona, porque quien peticiona, pide o ruega, no se arroga ningún poder, mucho menos un poder soberano. La correcta redacción de la segunda parte del artículo 22 sería ésta: “Toda fuerza armada que se atribuya los derechos del pueblo o peticione a nombre de éste en forma intimidatoria, comete delito de sedición”. Así quedaría claramente establecido que el solo hecho de atribuirse los derechos de todo el pueblo una fuerza armada o un grupo de personas, configura el delito de sedición y, también, que no basta peticionar a nombre del pueblo, sino que es necesario el empleo de la fuerza o la amenaza de emplearla.

El recuerdo, aún fresco, de la dictadura de Rosas movió a los constituyentes a redactar la declaración contenida en el artículo 29 que, si bien reviste los caracteres formales de un delito netamente configurado, es también la proclamación de un principio político que bastaría para fundamentar la insurrección. ¿Cómo se podría negar al pueblo el derecho a insurgir o a rebelarse contra gobernantes afectados por la sanción constitucional con que se reprime a los infames traidores a la Patria, por ejercer, autorizar o consentir la suma del poder público o las facultades extraordinarias? Aunque no aparecen en la letra de la Constitución argentina el derecho de resistencia a la opresión ni el derecho a la insurrección, podemos encontrarlos correlacionando el artículo 29 con el artículo 21 que dice: “Todo ciudadano argentino está obligado a armarse en defensa de la Patria y de esta constitución…» Como se puede ver, aquí no sólo se autoriza a defender la patria y la constitución, sino que se impone la obligación -único caso de obligación impuesta expresamente- de hacerlo por medio de las armas; y debe entenderse que no se trata de la Constitución en abstracto, sino de su imperio efectivo y de su aplicación concreta. Sin embargo, todo eso resulta luego condicionado por las palabras que van a continuación de las transcriptas del artículo 21: “…conforme a las leyes que al efecto dicte el Congreso y a los decretos del ejecutivo nacional”. De lo que se infiere que, en caso de no dictarse esas leyes, faltarían los elementos jurídicos indispensables para poner en movimiento la prescripción constitucional. Por lo que atañe a los decretos del poder ejecutivo debe entenderse, por supuesto, que se trata de decretos de carácter general y normativo, reglamentarios de las leyes que dictare el Congreso. Es inadmisible que puedan ser aplicables fuera de esas condiciones. En resumen: la Constitución argentina procura consagrar, como principio político fundamental, el derecho del pueblo a resistir la opresión y llevar su resistencia hasta la insurrección misma, pero no para alterar la Constitución, sino para defenderla e imponer su respeto.

Conclusión

¿Hubo un golpe de Estado que acabó con el gobierno constitucional de Evo Morales o el pueblo ejerció el derecho de resistencia a la opresión para desembarazarse de un tirano? Las opiniones están fuertemente dividas en dos bandos antagónicos. Por un lado, están quienes enarbolan la bandera del golpe de Estado; por el otro, están quienes enarbolan la bandera del derecho del pueblo de Bolivia a rebelarse contra un gobernante que pretendía perpetuarse en el poder.

En mi opinión lo que aconteció en el país del Altiplano fue un típico golpe de Estado de mediados del siglo pasado. Rafael Martínez define el golpe de Estado como “las acciones concatenadas y realizadas en un corto espacio de tiempo (exitosas o no) encaminadas, mediante la amenaza (creíble pero no forzosamente materializada), a remover (o a impedir que se alcance) el poder ejecutivo, por parte de un pequeño grupo con alta capacidad de disuasión que utilizará cauces ilegales que luego tratará de justificar arguyendo la defensa de unos intereses propios a ese grupo que se revisten de colectivos y que vienen a paliar el desastre al que abocaba la acción del Gobierno depuesto”.

Esta definición se adecua muy bien, me parece, a lo que sucedió en Bolivia. El domingo 10 de noviembre el comandante en jefe de las fuerzas armadas boliviana, Williams Kaliman, le dijo en la cara a Evo Morales que lo más conveniente para descomprimir la situación que se había generado a raíz de las elecciones del 20 de octubre, era que él renunciara inmediatamente a la presidencia. La renuncia de Morales lejos estuvo, por ende, de ser una acción libre y voluntaria sino el efecto de una feroz presión de parte de la autoridad máxima de las fuerzas armadas bolivianas. La renuncia presidencial fue la consecuencia de una serie de acciones concatenadas y realizadas en pocas horas-pero que seguramente fueron planificadas con mucha antelación-por militares y civiles que contaron con el apoyo de un importante sector de la sociedad y de poderosos presidentes del continente.

Luego de la “renuncia” de Morales hizo su aparición triunfal el empresario Luis Fernando Camacho anunciando a viva voz que ese día se terminaba la Bolivia de la Pachamama para dar lugar a la Bolivia de Cristo. Cuarenta y ocho horas más tarde asumió como presidente de la nación la senadora Jeanine Añez quien, al igual que Camacho, portaba una Biblia. El golpe de Estado se había consumado pese a tratarse de una vulgar usurpación de la presidencia ya que Morales no había renunciado voluntariamente y los legisladores del MAS no se hallaban presentes en el momento de la asunción de Añez. Quien primero salió a justificar el golpe fue el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, quien enfatizó que si hubo golpe de Estado se produjo el 20 de octubre cuando tuvieron lugar las elecciones presidenciales, en obvia alusión al supuesto fraude cometido por el gobierno de Morales. Por su parte Añez manifestó que al viajar al exterior tanto el presidente como su vice, se produjo un abandono que obligó a la aplicación de la sucesión presidencial. Vale decir que Morales y el vice simplemente dejaron acéfalo al país, lo que obligó a los golpistas, en aras de la continuidad institucional, a reemplazarlos inmediatamente. ¿Cómo explicar, entonces, la feroz represión desatada por las fuerzas armadas y la policía? El ministro Murillo expresó que el flamante gobierno estaba amenazado por grupos subversivos internos, grupos armados externos, bandas de narcotraficantes bolivianos y mexicanos, y miembros de las FARC colombianas. Con ese relato el gobierno de facto legalizó la acción represiva.

Como expresó apenas se conoció el derrocamiento de Morales el diputado Lipovetzki -“si camina en cuatro patas, tiene cola y ladra es un perro”-, lo que sucedió el pasado 10 de noviembre en Bolivia fue un golpe de Estado.

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