Por Guillermo Tiscornia.-

En el transcurso del mes de mayo del año 2004 se verificó una iniciativa impulsada por de uno de los entonces Consejeros integrantes del Consejo de la Magistratura de la República Argentina, por la que se propiciaba para todo aspirante a ocupar un cargo en la magistratura, la realización de una evaluación psicológica integral la que -al margen de la determinación de pautas de orientación y vocación para el ejercicio de la función judicial- pudiera incursionar en la determinación de los rasgos de la personalidad del aspirante, y estableciera -además- parámetros acerca de la situación emocional y psíquica del mismo aspirante.

A propósito de lo comentado, bien viene al caso recordar las reflexiones de la Dra. Cecilia Farías Dopazo acerca de la aptitud mental de los magistrados («¿Y si el juicio lo pierde el juez?» -FOJAS cero, año 8 N° 80 de febrero de 1999).

La noticia publicada oportunamente el diario EL PAÍS S.A. -Miguel Yuste 40, 28037, Madrid, España- sobre los jueces y magistrados en punto a que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) jubiló durante los últimos ocho años por incapacidad permanente, nos introduce a la problemática que suscita la salud mental de estos profesionales que, además de ocuparse de cometidos donde la capacidad de raciocinio e intelecto resulta esencial, son titulares de uno de los Poderes del Estado, en este caso el Judicial, desde el que se administran los derechos fundamentales de la ciudadanía.

Tampoco se encuentran exentos del alcance de esta cuestión los otros titulares de los poderes públicos en general, como ser los parlamentarios, consejeros del Consejo de la Magistratura, o, miembros del Poder Ejecutivo, quienes no resultan inmunes a enfermedades de la mente que perjudiquen su actuación como servidores públicos. Pero en tales casos, amén de que no debe descartarse la revisión psiquiátrica periódica de los dirigentes políticos, aun cuando su poder o actuación no es perenne, sino que están sometidos periódicamente a las vicisitudes propias de la elección popular.

En el caso específico de los jueces, cuya actuación está constitucionalmente protegida por la independencia y la inamovilidad, el problema se retrotrae a los procedimientos de selección, centrados básicamente en la idoneidad técnico-intelectual, esto es la memorización de centenares de temas pero con total abstracción de pruebas psicológicas que acrediten capacidad o aptitud integral para desempeñar una función tal delicada como la judicial. Cualquier tarea -privada u oficial- demanda siempre una previa entrevista con un profesional en psicología. En cambio, de las aptitudes mentales de nuestros jueces ya designados y en funciones, al margen de su idoneidad específicamente funcional, nada o casi nada se sabe a ciencia cierta. Claro está, hasta el momento en que comienzan a emplear el raciocinio como herramienta clave de su trabajo.

Y bajo tal prisma, es altamente probable que las extravagancias o alteraciones psíquicas posiblemente evidentes en algunos casos originen denuncias tendientes a lograr un apartamiento de la función de juzgar por exclusivas razones de incapacidad mental. De hecho, no cabría descartar posibles depresiones anímicas en ciertos casos, lo que remitiría -en esos mismos casos- a una virtual imposibilidad de dictar sentencias, y, va de suyo, de administrar Justicia. Ese aspecto representa una de las causas más frecuentes de incapacitación permanente o temporal de los magistrados.

Pero resultan más preocupantes todavía los casos en los que la patología de salud mental del juez o magistrado no resulta ser tan palpable, a pesar de lo cual el perjuicio de tal enfermedad sobre las decisiones o resoluciones judiciales trae aparejada consecuencias efectivas.

No se trata -entiéndase bien- de ninguna perversión intrínseca del juez, sino del padecimiento de una enfermedad que puede afectar -de hecho- a cualquier persona. Pero en el caso puntual de un juez, la proyección de sus decisiones puede provocar estragos irreparables en la vida de la ciudadanía en general, con una aflicción de máxima nocividad.

Así resulta auspicioso el sistema adoptado en España, donde se ha recomendado a una unidad médica de valoración centralizada el reconocimiento de los jueces y magistrados sujetos a casos de virtual incapacidad mental. No sólo el sometimiento a pruebas psiquiátricas deviene imprescindible para los aspirantes a jueces, sino que su repetición periódica resulta altamente aconsejable en orden a evitar estragos insusceptibles de toda posible reparación ulterior. Promover revisiones periódicas para discernir el equilibrio psíquico-emocional de los magistrados en ejercicio se torna, en una sociedad civilizada, en exigencia de observancia inexcusable.

No parece, pues, desmedido que los jueces compelidos constitucionalmente a motivar sus decisiones -para lo que es imprescindible una salud mental en plena forma- se sometan periódicamente a controles o evaluaciones psíquico- emocionales. Así sucede en el caso de los pilotos de líneas aéreas de navegación o conductores de ferrocarriles o subterráneos. Si hasta los árbitros de fútbol son sometidos periódicamente a revisiones médicas ¿cómo puede soslayarse -sin más- que los jueces y funcionarios judiciales comprueben cada cierto tiempo que conservan en buen estado su fundamental herramienta de trabajo? Análoga problemática generan los casos de ineptitud por senilidad manifiesta de personas valetudinarias, quienes cumplen trascendentes roles en distintos estamentos institucionales, que muchas veces se resisten- por evidentes razones psíquicas- a asumir su falta de respuesta efectiva frente a las complejas e intensas vicisitudes de la vida activa.

Esta reflexión debiera proyectarse a todos quienes cumplan funciones en cualquiera de los estamentos institucionales de la República.

Ahora bien, no parece plausible, dar cauce a otro tipo de iniciativas, rayanas en lo paroxístico, e impulsadas recientemente por dirigentes políticos identificados con el sector oficialista y por las cuales se intenta escudriñar acerca del «origen social» de los aspirantes a la magistratura; o trazar un esquema periódico de evaluación sobre los estándares de productividad jurisdiccional o de retroceso o involución intelectual en los jueces en actividad.

Al respecto, vale recordar que la actividad jurisdiccional es la única que está sujeta a permanentes controles; ya que las sentencias de los jueces son materia constante de revisión en todas las instancias legalmente habilitadas, sumado a los controles de Superintendencia que -en simultáneo- monitorean la actividad de los magistrados.

En cuanto a la reciente iniciativa de sectores oficialistas de forzar la jubilación de aquellos magistrados que superen los 75 años de edad, en virtud de lo dispuesto por la reforma constitucional de 1994 (art. 99, inc. 4ª CN) cabrá decir que aquellos magistrados que fueron designados con anterioridad a dicha reforma constitucional, han obtenido un derecho irrevocablemente adquirido por cuanto tienen garantizada su inamovilidad mientras dure su buena conducta, único límite impuesto por la Carta Magna conforme la redacción dada en 1853 (art. 110 CN).

A contrario sensu, sí podría pensarse en un mecanismo de jubilación forzada para el caso de aquellos magistrados cuya designación se haya verificado con data posterior a la comentada reforma constitucional de 1994.

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