Por Luis Américo Illuminati.-

La Historia no debe ser una novela. Para saber quiénes somos los argentinos y saber adónde vamos, es necesario saber antes de dónde venimos. La Historia tiene que ir de la mano de la verdad. Si a los malos y a los buenos los historiadores los ponen en el mismo pedestal -siempre por motivos ideológicos subalternos- se tiene entonces una historia falsa, y eso es un estigma y un mal karma para el pueblo. Se cumple la cita de Macbeth: «la historia es el cuento de un idiota»; en el caso argentino: un relato fragmentado, una parte amputada del todo. Lo más justo es decir la verdad, valor que en la Argentina tiene un valor relativo. Todo mezclado, como en un Cambalache, lo malo y canallesco junto con lo bueno, lo sagrado y lo heroico. Una prueba inconcusa de esta anomalía o amnesia del espíritu son los Montoneros que sembraron el terror y la muerte en los ’70, sin embargo, son presentados por la izquierda como héroes. Presentamos este impecable trabajo de Bernardino Montejano, un intelectual de fuste, que le pone con este ensayo un freno a la mentira piadosa y a la ficción elegante.

Luis Américo Illuminati, Cba., 04/03/2025

Manuel Dorrego versus Juan Lavalle

Como estamos preparando las palabras a pronunciar el miércoles 12 de marzo en el Instituto de Filosofía Práctica (IFP) en el Curso de Figuras Ejemplares, acerca de nuestro prócer; Manuel Dorrego, consideramos que en su asesinato aparecen tres figuras destacadas, el general Juan Lavalle y los perversos civiles Juan Cruz Varela y Salvador María del Carril. Respecto del militar, recordamos las sabias palabras de San Ambrosio: “la fortaleza sin justicia es palanca del mal”; porque sin cosa justa, no hay fortaleza, sino arbitrariedad, prepotencia, injusticia, maldad. Respecto de los civiles existe resentimiento, envidia, ansias de venganza, en especial en el primero, quien periodísticamente fue destrozado por los argumentos de Dorrego, que ponía en ridículo desde “El Tribuno”, las falacias vertidas en “El Mensajero”; solo podía acallarlo instigando su asesinato, que era deseado por las logias. Intervino también la masonería, representada por el sacerdote apóstata Julián Segundo de Agüero, líder de los unitarios y ofendido con Dorrego por haber sido expulsado durante su gobierno del ministerio que ocupaba.

Pero el asesinato alevoso de Dorrego, fue el primer hito de una tiranía sanguinaria, que continuó como un reguero  por todo nuestro país en la larga huida, que concluyó con su muerte en Jujuy por una bala perdida y que aparece relatado en el libro “Las otras tablas de sangre” de Alberto Ezcurra Medrano (Haz, Buenos Aires, 1952), que había extraviado, pero que tengo a la vista, en otro ejemplar, regalo de María Esnaola, quien con esto, dio una nueva muestra de su diligencia y generosidad.

Lavalle, un verdadero tirano, sin legitimidad de origen ni de ejercicio, agregó al asesinato de Dorrego, “el fusilamiento de todos los oficiales tomados prisioneros en Navarro y Las Palmitas” (Las otras tablas… cit., p. 37).

Ezcurra Medrano cita a Paul Groussac, quien comenta así esta tiranía unitaria: “Delaciones, adulaciones, destierros, fusilamientos de adversarios, distribución de dineros públicos entre los amigos de la causa, se destacaron durante los seis meses de gobierno” (ob. cit. p. 38), mientras la campaña bonaerense era asolada por las ejecuciones del demente (en sentido estricto), coronel Estomba y por los asesinatos de las tropas mandadas por el teutónico coronel Federico Rauch.

En el año 1839 inició Lavalle su “cruzada libertadora”. El 2 de diciembre escribió al gobernador Ferré: “Si el enemigo se acerca, es bueno que se introduzcan hasta Santa Lucía, porque allí los degollaremos a todos, sin escapar uno solo” y en su proclama decía: “Es preciso degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de estos monstruos. Muerte, muerte, sin piedad” (Ob. cit., p. 70).

Algunos oficiales, ante esta demencia asesina empiezan a retirarse. Así, el coronel Martiniano Chilavert le escribe al Dr. Francisco Pico: “He tenido que abandonar las filas del ejército libertador… El general Lavalle tiene un orgullo infernal… bien convencido estoy que para él no hay patria”. Lo que hay es terror, terrorismo y lo proclama en carta a Benjamín Villafañe: “¿Disciplina en nuestros soldados? ¡No! ¿Quieren matar? ¡Déjeles que maten! ¿Quieren robar? ¡Déjeles que roben!” (Ob. cit., p. 75).

Con semejantes criterios, como señala Lamadrid, “no es extraño que la ciudad de Santa Fe, en manos de Lavalle haya sido saqueada durante mes y medio por más de mil soldados ‘libertadores’ que no volvieron al ejército sino después de cincuenta días de desorden, borracheras y escándalos”.

“Las fuerzas de Lavalle -dice Antonio Díaz- entraron en el pueblo de Loreto, Provincia de Santiago del Estero, asaltaron aquella población indefensa y cometieron las tropelías más inauditas con las mujeres, persiguiendo y lanceando a los vecinos hasta en el interior de sus casas” (Ob. cit,. p.76).

Un caso interesante sucede en La Rioja, donde se ordena fusilar al ex gobernador Villafañe, a un vecino y al fraile Nicolás Aldazor, enviado por Rosas como emisario de paz; pero Brizuela lo aprisiona y lo entrega a Lavalle quien dispone fusilarlos. Antes de cumplirse la orden, un distinguido vecino de Córdoba, José Fermín Soaje ¿tal vez pariente del maestreo Guido?, convence a Lavalle que la muerte del fraile solo logrará horrorizar a los religiosos habitantes del interior; entonces, Aldazor es separado mientras se fusila a los otros (Ob. cit., p. 78).

Lavalle llega a Salta y en Metán hace fusilar a los señores Boedo, Pereda y Chaves, por conspiradores contra el gobierno de la Provincia como “escarmiento ejemplar” (Ob. cit., p. 80).

Este hombre malvado y cruel tiene hoy su estatua, pues ha sido absuelto de sus crímenes por los falsificadores de nuestra historia, pero su vida nos trae el recuerdo de otro, un extranjero, que también la tiene, en la antigua “Plaza de los Portones” hoy “Plaza Italia”, un filibustero llamado Giuseppe Garibaldi.

Garibaldi fue un hombre “sin fe, sin honor y sin principios”, un verdadero mercenario, como escribió Félix Frías a Alberdi.

Aprovechando la agresión anglo-francesa contra la Confederación Argentina, en 1845  formó una flotilla en Montevideo con la cual tomó la isla de Martín García, bombardeó y asaltó Colonia del Sacramento y saqueó Gualeguaychú, Paysandú, Concordia, Salto, estancias y otros lugres, hasta que llegó la batalla de Costa Brava, en la cual tuvo que enfrentar a la Escuadra Federal, al mando del almirante Guillermo Brown, que destruyó la flota del mercenario.

El informe a Rosas del 17 de agosto de 1842 es un retrato de los vencidos: “La conducta de estos hombres ha sido más bien de piratas, pues han saqueado y destruido cuanta casa o criatura caía en su poder, sin recordar que hay un Poder que todo lo ve y que tarde o temprano premia o castiga nuestras acciones”; conceptos que ratifica en una carta a Oribe un par de días después: “la conducta del enemigo ha sido la más escandalosa que se pueda figurar: todas las leyes de la humanidad y de gentes fueron quebrantadas y abusadas por estos hombres” (en nuestro artículo “Garibaldi en América”, Verbo, Speiro, Madrid, 411-412, 2003). El asesino serial de Lavalle, el mercenario Garibaldi, son honrados. El enloquecido Estomba, tiene su calle, el cruel Rauch, tiene su partido y su Ciudad.

Nuestro deber es desenmascarar tanta mentira y liberar del engaño a los hombres que buscan la verdad. Los demás no interesan. (Bernardino Montejano, Bs.As. 03/03/2025)

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