Por Jorge Raventos.-

Todavía no ha concluido 2022, pero tanto las principales fuerzas políticas como buena parte de los analistas parecen enfocados monotemáticamente en lo que ocurrirá con (y a partir de) las elecciones programadas para fines del año próximo.

Un paisaje atiborrado de acontecimientos coloridos es pintado con la encrucijada electoral como perspectiva dominante y, aunque el balance parece modificarse constantemente como producto de sucesivas peripecias convenientemente dramatizadas para no perder el interés del público (determinado recurso ante la Justicia, denuncias de escándalos, trifulcas en el Congreso, la integración de algún organismo, los encuentros o desencuentros entre dirigentes de líneas que se presume enfrentadas y hasta el fallo que el martes condenó a Cristina Kirchner), tanto los dirigentes como los comentaristas parecen conocer el desenlace de la trama y coinciden sobre el resultado del futuro comicio.

La vicepresidenta, cabeza del sector hegemónico del oficialismo, admite en su entorno que el Frente de Todos será derrotado a nivel nacional. Ella aspira, claro, a que la caída no sea catastrófica y, sobre todo, a que no determine un resultado negativo en la provincia de Buenos Aires, el distrito donde planea fortificarse para resistir los tiempos oscuros que prevé.

La vice suele acertar en sus vaticinios más oscuros. Había previsto que sería condenada y lo fue. Cree que su fuerza perderá el comicio presidencial y ese pronóstico es compartido por el conjunto del peronismo. Seguramente por eso no hay a esta altura allí ninguna disputa por la candidatura presidencial, si se exceptúa la obstinación de Alberto Fernández en conseguirla o, al menos, en sostener que lo hará. La preocupación del peronismo está, en rigor, menos centrada en quién deba ser candidato que en quiénes no deberían figurar porque serían garantía de catástrofe (Fernández, de hecho, encabeza esa nómina aunque cualquier cristinista que pretendiera lo mismo probablemente lo superaría). Lo que el peronismo cree necesitar es un voluntario dispuesto a dar una batalla que, si se confirma la derrota imaginada en las presidenciales, consiga la mejor derrota posible y habilite una nutrida representación legislativa, mientras las jefaturas locales procuran sostener sus territorios.

En contraste, todos los socios de Juntos por el Cambio dan por sentada la victoria de su coalición, lo que impulsa a los líderes de las distintas facciones a disputar encarnizadamente no sólo por las principales candidaturas, sino por el rumbo y el sistema de alianzas que resultarían de ese triunfo que consideran garantizado. Es decir, allí se discute sobre la naturaleza misma del frente político del que todos son accionistas.

Más allá del combate electoral cuyos resultados todos suponen anticipadamente definido y de ese espectáculo donde reinan simultáneamente el frenesí y la inmovilidad, ocurren cosas.

En el campo de las fuerzas políticas, se empiezan a hacer notar corrientes que se oponen a la llamada grieta. En la última semana, un encuentro virtual volvió a reunir a dos gobernadores de distinto origen que insisten en buscar coincidencias apoyadas en una concepción nacional- federal. El jujeño Gerardo Morales, jefe de la Unión Cívica Radical, y el cordobés (y cordobesista) Juan Schiaretti ya han dado muestras anteriores de apertura recíproca, provocando interés (e inquietud: la sección cordobesa de Juntos por el Cambio le arrancó a Morales la promesa de que no se reuniría nuevamente con Schiaretti, una promesa en cierto sentido incumplida ahora).

Morales discute abiertamente el “tironeo de los extremos” que obstaculiza las vocaciones dialoguistas de sectores de las dos coaliciones. Schiaretti insiste en la necesidad de “ponernos de acuerdo, hacer un acuerdo de producción y trabajo, de desarrollo integral del país (…) armar algo nuevo, que exprese la racionalidad, el federalismo serio y el respeto a las instituciones”, porque “los últimos gobiernos “se han preocupado en gestionar para el AMBA, lo que genera centralismo e inequidades para el resto del país”.

A la construcción paulatina y deliberada de esos consensos “antigrieta” hay que sumar los que se van gestando como consecuencia y por presión de los hechos. Sin la parafernalia y las alusiones al Pacto de la Moncloa que suelen asociarse a los grandes acuerdos de Estado, empieza a observarse un consenso objetivo, cuya explicitación es eludida en virtud de la lógica y el marketing de la grieta, pero que refleja la fuerza de la realidad. Con palabras, por señas o a través del asentimiento cauteloso, se acepta la necesidad de avanzar hacia el equilibrio fiscal, impulsar la competitividad y el crecimiento del trabajo argentino basándose prioritariamente en los sectores en que el país muestra fortalezas comparativas: la producción de alimentos, la energía, la minería, la economía del conocimiento, el turismo. En un plano más alto de abstracción ese consenso incluye la conveniencia de mantener los pies dentro del orden mundial centrado en el capitalismo. En rigor, el eje de ese programa es el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, votado por las dos fuerzas principales en el Congreso.

El kirchnerismo puede taparse la nariz y la coalición opositora puede molestarse por el hecho de que sea el ministro de Economía de este gobierno el que esté a cargo de administrar esa medicina en la actualidad, pero la necesidad tiene cara de hereje y es ella la que empuja la convergencia por encima de los detalles.

Juntos por el Cambio no podría oponerse consistentemente a políticas que, con sus más y sus menos, ha auspiciado y promete poner en práctica más enérgicamente si se confirma el triunfo que predice. Más significativo es el respaldo que -así sea con reparos verbales- presta el kirchnerismo. Al ofrecerlo, la señora de Kirchner confiesa que no tiene un programa alternativo y que debe confiar en el que encarna Sergio Massa si quiere evitar males mayores que la caída electoral que vaticina.

En sus interinatos presidenciales -cuando Alberto Fernández viaja- la señora de Kirchner se comporta con minuciosa discreción. Reserva sus modos más combativos a su rol como líder de su sector político y al de jefa provisional del Senado, donde se siente en libertad completa para manifestarse por encima de las formalidades. Desde allí encara sus batallas principales con la Corte Suprema de Justicia, demostrando que no ha dejado de sus viejas convicciones en el umbral del Palacio del Congreso. Es el respaldo K a Massa el que, a contrapelo, va afirmando aquellos puntos del “consenso silencioso” como incipiente plataforma de una nueva etapa.

El poder que va construyendo y encarnando Massa no surge del manejo de una organización política (aunque él haya construido y conduzca una). Es, más bien, la resultante de un posicionamiento que afronta con decisión el desafío de apartar obstáculos que traban el crecimiento del país. Y que, para hacerlo, sigue el consejo de Napoleón: “hay que apoyarse sobre lo que sostiene”. El acuerdo de intercambio de información que acaba de concretarse con Estados Unidos, que permitirá acceder de manera automática a los datos de cuentas bancarias y de inversión financiera de argentinos no declaradas, indica la ubicación de un fuerte punto de apoyo del ministro.

La declaración emitida a principios de diciembre por el FMI indica otro: el Fondo elogia ” la prudente gestión macroeconómica y los esfuerzos para movilizar financiamiento externo (que) están respaldando la estabilidad macroeconómica -se está restableciendo el orden fiscal, moderando la inflación, mejorando la balanza comercial y fortaleciendo la cobertura de reservas”. Los técnicos del Fondo dan por aprobado el tercer tramo del acuerdo, lo que -una vez respaldado por el directorio del organismo- dará a la Argentina acceso a una suma de casi 6.000 millones de dólares.

La sequía de recursos en el Banco Central -expresión de la recurrente “restricción externa”- aparece como el problema más acuciante para Economía, que ya ha experimentado las fuertes presiones devaluatorias fogoneadas por una combinación de intereses financieros y operaciones políticas y “de comunicación”, aunque ancladas en problemas reales Los saltos hacia arriba de los dólares libres son el mercurio del termómetro. Massa, si bien consciente de la necesidad de encontrar una respuesta de fondo que disminuya radicalmente la brecha cambiaria, rechaza la idea de una solución devaluatoria en las actuales condiciones.

Como explicó hace unos días Gabriel Rubinstein, el número 2 de Economía, devaluar sin tener bien aferradas algunas variables es jugar con la chance de un “rodrigazo” (es decir, de una explosión inflacionaria de todos los factores). Por eso, aunque con ese rumbo, Massa avanza paso a paso. Ha reiterado la devaluación acotada para las exportaciones de soja (dólar-soja) y está procurando pasar el verano, hasta que, en marzo lleguen los recursos de la cosecha gruesa. Los dólares del Fondo, el préstamos del BID, el swap con China, el dólar-soja son los instrumentos que permitirán cubrir el tramo.

Lo cierto es que lo que está haciendo Massa es implícitamente aceptado tanto por la, digamos, izquierda del oficialismo, expresada por la señora de Kirchner y La Cámpora, como por la oposición. Nadie aplaude, muchos reclaman “un plan”, pero todos admiten que lo que se está haciendo el Ministerio de Economía es algo que debe hacerse. Es el consenso silencioso (pero no por ello menos evidente).

El poder que está construyendo Massa puede ser poco, pero es el que hay. Y se sostiene en el acuerdo (implícito en algunos casos, claro y fuerte en otros) de un amplio espectro en el que, lógicamente, cada cual atiende su juego.

Fuera de ese consenso implícito está claramente la izquierda doctrinaria en sus distintas variantes y, en cierto sentido, también los libertarios que siguen a Javier Milei y a José Luis Espert. A ambos extremos se cultiva la consigna del mayo francés de hace medio siglo: “Sean realistas, pidan lo imposible”.

Una diferencia importante entre ambos bordes reside en que, en la época actual, la izquierda navega contra el viento, aunque cuenta con una tradición militante y también con un stock cultural y simbólico que, envejecido y todo, sigue atrayendo a contingentes juveniles. La misma indignación que en los seguidores de Milei se expresa como odio a “la casta”, la izquierda la decora con argumentos cientificistas, lenguaje “inclusivo” y trova de protesta.

Los programas de unos y otros solo podrían aplicarse por medios revolucionarios, pero no hay que temer, por el momento, que ni unos ni otros puedan concretar una revolución. Se trata de leones que rugen pero no muerden.

La ventaja que favorece a los libertarios es que la opinión pública ve en estos tiempos con más simpatía los cuestionamientos al estado (por la voracidad fiscal, por la ineficacia, por los hechos de corrupción) que la postura inversa. El activismo ideológico de los libertarios, al canalizar esa opinión, empuja la agenda política hacia la derecha del centro. Quizás en esa función radique su mayor importancia política.

A fines del gobierno de Raíl Alfonsín un fenómeno análogo se experimentaba con el ascenso de agrupaciones universitarias inspiradas por el liberalismo (UPAU) y conectadas con la fuerza política que dirigía Alvaro Alsogaray, la UCEDE. La resultante de la época fue una mayor influencia de las ideas liberales, que sin embargo no fueron encarnadas por el partido de Alsogaray, sino por el peronismo liderado por Carlos Menem, que las adaptó a la idiosincrasia de su movimiento y cooptó en su gobierno a muchos cuadros de origen liberal. Sergio Massa fue uno de ellos. No es imposible que Milei y los suyos terminen jugando un papel análogo al de aquel liberalismo de los años 80 y 90 que hoy tiene cuadros distribuidos en todo el espectro político.

Pero, ¿hay algún Menem a la vista en condiciones de propiciar una fusión semejante? Se ha señalado ya que, más allá de la audacia que exhibieron entonces tanto el riojano como Alsogaray, que fueron capaces de converger a pesar de tantas cosas (y tanta historia) que podían bloquearlos, lo que empujaba desde abajo eran los cambios de época y las consecuentes transformaciones en la opinión pública que creaban condiciones para nuevos consensos sociales.

Este aspecto parece empezar a manifestarse en la actualidad. Localmente, a través de lo que describimos como el “consenso implícito” sobre los caminos a desandar, las asignaturas a aprobar y las actividades a priorizar. Globalmente, a través del ascenso de fuerzas de derecha y centroderecha que ejercen el poder o tienen creciente influencia, tanto en países en desarrollo (el bolsonarismo en Brasil, el Partido Popular de la India), como en las grandes democracias occidentales (el Frente Nacional en Francia, el trumpismo en Estados Unidos, los “nuevos demócratas” de Suecia).

Si en aquel momento (años 90) Menem y Alsogaray aparecían como miembros de tribus tan diferentes que sus electorados, en principio, no se rozaban, hoy Milei es cortejado en primera instancia por los halcones de Juntos por el Cambio, con los que muestra coincidencias (y con los que, visto desde otra perspectiva, se ve obligado a competir por la subsistencia política). Paradójicamente, parece más sencilla la convergencia entre diferentes que entre parecidos.

El dispositivo político imaginado cuatro años atrás por la señora de Kirchner, encarnado en la candidatura presidencial de Alberto Fernández, está desarticulado y hasta su creadora lo da por concluido. La señora, cuyos apoyos mantienen su intensidad aunque se encojan en número, quiere ejercer su influjo sobre el amplio espectro peronista, pero lo cierto es que cuanto mayor es esa influencia en lo interno, más se aísla el peronismo del conjunto de la sociedad. Este es el problema que el peronismo deberá resolver.

En cuanto a la coalición opositora, la convicción de que el poder caerá en sus manos como fruta madura no se compagina con la dura pelea interna y la duda existencial sobre su propia naturaleza.

La disgregación del viejo sistema y la forja de un consenso nuevo abren la puerta para una reformulación del poder.

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