Por Hernán Andrés Kruse.-

El 10 de diciembre asumirá Alberto Fernández a raíz de su triunfo sobre Mauricio Macri el 27 de octubre. Es lógico y entendible el entusiasmo reinante en vastos sectores de la población que han depositado en su persona un sinnúmero de esperanzas. Sin embargo, conviene ser realista. Alberto Fernández recibirá una herencia tan pesada que no le dejará demasiado margen de acción. Quien espere, pues, a partir del 10 de diciembre cambios copernicanos en la política económica del flamante presidente se estrellará contra columnas de hormigón armado. Para tener una idea de lo que le espera a Alberto Fernández-lo que nos espera-conviene leer atentamente el siguiente artículo de economía firmado por Claudio Scaletta que fue publicado este domingo por Página/12.

Mi nombre es deuda

El traspié macrista se acerca a su fin y en materia económica no existe balance positivo alguno, ni siquiera entre sus partidarios más recalcitrantes, quienes apenas pueden hablar de cuestiones inasibles y en las que tampoco las cuentas están en orden, como la institucionalidad, la transparencia o la supuesta expansión de la infraestructura. Los más realistas se conforman con el nuevo equilibrio de poder surgido de las urnas, el aglutinamiento del histórico voto antiperonista. Pero el dato incontrastable e inocultable es que el proyecto político del macrismo fracasó por su insustentabilidad económica. Como se preanunciaba desde el primer día, la propuesta del mainstream ortodoxo para países como Argentina terminó nuevamente en un profundo deterioro de los indicadores sociales y en una súper deuda que condicionará la economía de los próximos años. Estos dos factores, deterioro social y endeudamiento, pero especialmente el último, constituyen el verdadero legado de largo plazo de la administración cambiemita.

Lo irremediable es que tanto la estabilidad macroeconómica como el crecimiento quedaron subordinados a la renegociación de una súper deuda. El macrismo fue el gobierno que más rápido y más intensamente endeudó y que, para coronar y consolidar el desastre, trajo de vuelta al FMI, con quien también generó un endeudamiento extraordinario. Tan preocupante como las condicionalidades que se heredarán, es que el proceso de endeudamiento no tuvo límites ni institucionales ni políticos.

Para comprender mejor la dimensión del problema se necesita hacer el breve esfuerzo de recorrer unos pocos números. Lo primero que debe dimensionarse es la magnitud y velocidad del endeudamiento; lo segundo es la carga que representa.

Sobre la primera dimensión basta decir que la deuda pública pasó de poco más del 50 por ciento del PIB en 2015 al 90 por ciento en agosto pasado. Para fin de año, se estima que rozará el 100 por ciento. La deuda que importa, sin embargo, es la nominada en la moneda que el país no puede emitir, es decir la deuda externa, la que en estos años pasó del 36 al 72 por ciento del Producto, es decir se duplicó exactamente. (El PIB de referencia es de 430 mil millones de dólares).

Mirando hacia adelante, lo que importa de la deuda no su magnitud absoluta, sino la segunda dimensión, la carga que representa en función de los recursos que la economía genera, es decir la estructura de vencimientos, así como a quién se le debe y en qué moneda. En los próximos cuatro años la administración de Alberto Fernández deberá pagar, redondeando cifras, casi 170 mil millones de dólares, es decir el equivalente al 40 por ciento del PIB. Si se excluyen los vencimientos en pesos, el número se reduce a algo menos de 130 mil millones de dólares o 30 puntos del Producto.

Considerando la deuda pública total (pesos y dólares) los vencimientos de 2020 suman el equivalente a 57.700 millones, los de 2021 28.400 millones, los de 2022 43.700 y los de 2023 38.400. Si se despeja la deuda en pesos los vencimientos se reducen a 30.400 millones de dólares en 2020, 20.400 en 2021, 40.700 en 2022 y 35.400 en 2023.

El punto a observar es que cuando se despeja la deuda en pesos, en 2022 y 2023 casi no hay diferencia en materia de obligaciones en divisas. Ello se debe a dos razones, los vencimientos de deuda en pesos (letes y bonos) se concentran en los próximos dos años y los vencimientos con el FMI a partir del tercer año. El detalle muestra que al Fondo se le deben pagar, siempre redondeado cifras, 1200 millones en 2020, 4900 en 2021, pero 21.100 y 22.000 en 2022 y 2023, respectivamente. Resulta evidente que los vencimientos con el FMI se estructuraron a propósito para ser renegociados, es decir para que no quede más alternativa que pasar del crédito puente o stand by, que demanda ajuste fiscal, al de facilidades extendidas, que obliga a las famosas “reformas estructurales” (fiscal, laboral y previsional).

Cuando la oposición legislativa de 2018 llamó a una reunión extraordinaria para tratar el acuerdo con el FMI quedó en total minoría. A la hora de las culpas deberá recordarse que la decisión de un pequeño grupo de funcionarios de endeudar por generaciones contó con la aquiescencia del grueso de la clase política. Más allá de lo que el Congreso podría haber hecho, no fue sólo un problema de limitaciones en los mecanismos de control constitucional, como le gusta pensar a los profesionales del Derecho. No se trata de pasar facturas históricas, sino de comprender la sociedad real en la que se deciden las políticas económicas.

Regresando a los números lo que se observa también es que los vencimientos mayoritarios de 2020 y 2021 son con privados. La carga fuerte con el FMI aparece recién en el tercer año. Si bien se trata de renegociaciones que van juntas, lo cierto es que la más inelástica, la que no se puede defaultear sin convertirse en parias globales e incluso, en la era Trump, sin sufrir represalias, son las obligaciones que se presentarán a partir de 2023, dato que puede dar cierto aire para políticas expansivas en los primeros dos años de gobierno.

En cualquier caso, el dato inexorable de la herencia macrista es que generó una crisis externa, que dejará una economía en virtual cesación de pagos y que frente a esta realidad no existe más alternativa que renegociar y reestructurar los vencimientos. En este punto comienza el burocrático e intricado mundo de las reestructuraciones soberanas y sus distintos modelos, por ejemplo con o sin quitas de capital, con o sin quita de intereses. La evaluación preliminar parece indicar que Argentina necesitará una reestructuración con quitas de capital e intereses y, además, no realizar pagos los primeros años para que la economía salga del estancamiento. La forma concreta que tomará esta reestructuración será el debate de los próximos años.

Anexo

Herbert Spencer y una distinción fundamental

En su libro “El individuo contra el Estado” (CF. Sempere y Compañía, Editores, Valencia) Herbert Spencer expresa que la mayoría de quienes se autotitulan liberales no son otra cosa que conservadores de una nueva especie. He aquí la aparente paradoja que el autor inglés se propone justificar. Para ello comienza por mostrar lo que los partidos conservador y liberal eran en sus comienzos. En una época anterior a tales denominaciones, ambos partidos constituían la vertiente política de dos tipos de organización social radicalmente opuestos. En efecto, el partido conservador representaba al tipo militar de organización social, caracterizado por el régimen militar del Estado; es decir, a un sistema de cooperación obligatoria similar al que impera en el ámbito castrense. El partido liberal representaba, por el contrario, al tipo industrial de organización social, caracterizado por el régimen del contrato; es decir, a un sistema de cooperación voluntaria similar al existente en el ámbito de las relaciones comerciales.

Durante el desarrollo del proceso evolutivo de la sociedad inglesa la distinción destacada precedentemente se verifica de manera gradual. Pero mucho tiempo antes de la entrada en vigencia de los términos “conservador” y “liberal”, emergen claramente las diferencias existentes entre ambas agrupaciones políticas quedando de manifiesto, aunque de manera un tanto vaga, sus conexiones con el militarismo y el industrialismo, respectivamente. El comienzo de la resistencia a la reglamentación coercitiva (nota distintiva de la cooperación obligatoria) tuvo lugar, tanto en Inglaterra como en aquellos países donde se produjo similar fenómeno, en las ciudades habitadas por quienes, como los trabajadores y comerciantes, habían adquirido la costumbre de cooperar bajo el régimen del contrato. Por el contrario, la cooperación obligatoria ejerció su dominio en el ámbito rural, habitado primeramente por jefes militares y subordinados suyos, en el que lograron sobrevivir las antiguas ideas y tradiciones. Este contraste en las aspiraciones sociales, culturales y políticas mostrábase, pues, en todo su esplendor aún antes de que los conservadores y liberales expusieran claramente sus respectivos idearios. En el período revolucionario, mientras los conservadores monopolizaban las aldeas y las pequeñas poblaciones, los liberales hacían otro tanto con las grandes ciudades, los distritos manufactureros y los puestos de comercio.

Pero la disímil naturaleza del conservadorismo y el liberalismo queda plenamente evidenciada, a su vez, en los primeros actos y doctrinas de cada uno. El liberalismo tuvo su bautismo de fuego en la resistencia opuesta a la voluntad de Carlos II por restablecer la monarquía absoluta. Es que para los partidarios de la filosofía política liberal la monarquía implicaba una institución civil destinada a servir al bien común público, a satisfacer las necesidades de todos sus miembros. Esta concepción partía, pues, del principio fundamental según la cual la sumisión del ciudadano era relativa, estaba sujeta a reglas perfectamente establecidas. Para los partidarios del ideario conservador, en cambio, el rey era el representante de Dios en la tierra, su delegado directo. En consecuencia, la sumisión de la ciudadanía a la monarquía debía ser absoluta, porque desobedecer al rey implicaba, lisa y llanamente, un acto de rebeldía a la autoridad divina. Emerge en toda su magnitud la diferencia de naturaleza existente entre ambas agrupaciones políticas. En efecto, mientras que en el partido liberal era manifiesto el deseo de contrarrestar y aminorar el poder de mando del gobierno, en el partido conservador era manifiesto el deseo opuesto: mantener y, si era posible, aumentar dicho poder. Pues bien, esta distinción doctrinaria entre ambas fuerzas políticas queda patentizada en las primeras empresas que llevaron a cabo. En efecto, los principios consagrados por el liberalismo comenzaron a materializarse en el “Acta del Habeas Corpus” en la medida que consagró la independencia de los jueces frente a la corona, en la fobia por el “Bill de no resistencia” (esta norma obligaba mediante juramento a los legisladores y funcionarios no resistir a la voluntad real por la fuerza en ningún caso), y en el “Bill de derechos”, cuyo objetivo último no era otro que garantizar la seguridad y la libertad de los súbditos contra el comportamiento arbitrario del monarca. Todas estas manifestaciones tienen un hilo conductor: el aliento del principio de la cooperación voluntaria como máxima vertebradora de una genuina sociedad libre.

Luego del período de guerra, los liberales realizaron una serie de cambios que condujeron al renacimiento del régimen industrial o, lo que es lo mismo, del régimen de cooperación voluntaria. Bajo la vigencia del espíritu liberal sus partidarios abrogaron las leyes que prohibían las asociaciones de artesanos; reconocieron a los disidentes el derecho de profesar sus creencias; prohibieron la trata de negros y el mantenimiento de la esclavitud; abolieron el privilegio de la Compañía de las Indias; lograron-a través del Bill de reforma y el de Reforma municipal-que disminuyera el número de los no representados (ampliación de la participación popular, en otras palabras) y que los más, es decir, la mayoría, fueran en parte liberados del despotismo ejercido por las minorías; consiguieron que el rito religioso del matrimonio dejase de ser obligatorio para los disidentes, pudiendo, de esa manera, casarse por civil; removieron las trabas que entorpecían el comercio internacional; y, por último, eliminaron los obstáculos que hacían prácticamente inviable el principio de la libertad de prensa. Resultaba evidente que estos cambios promovidos por los liberales se adecuaban perfectamente con los principios y máximas por ellos sostenidos desde siempre. ¿Pero qué sentido tiene-se pregunta Spencer-enumerar hechos por todos conocidos? La razón es muy sencilla: urge recordar a la opinión pública lo que fue el liberalismo en tiempos pretéritos para que pueda percatarse de cuánto se aparta de su naturaleza lo que hoy lleva su nombre. Hacer resaltar el carácter común a las medidas reseñadas precedentemente no persiguen, pues, otro objetivo que hacer recordar a la gente que el verdadero liberalismo implica, en última instancia, una defensa del principio de la cooperación voluntaria, columna vertebral de la sociedad libre. Es que muchos habían olvidado que gracias a la vigencia de los principios liberales su ámbito de intimidad estaba protegido de los embates gubernamentales; que el liberalismo implicó desde siempre una sagrada defensa de la libertad individual contra la coacción estatal.

¿Pero cómo fue posible que ello ocurriera? ¿Cómo fue posible que los liberales hubieran brindado su apoyo a medidas de gobierno marcadamente atentatorias de la libertad del hombre? ¿Por qué se produjo semejante confusión de ideas que no hizo más que provocar inseguridad y abatimiento espiritual? Spencer sostiene que este inconsciente cambio ideológico, tan incomprensible en apariencia, se produjo de un modo completamente natural. A raíz del criterio sintético que prevalece como herramienta de análisis de las cuestiones políticas, no cabía esperar otra cosa que la confusión mencionada. ¿De qué manera, entonces, explicó Spencer este concepto? Cualquiera que sea su sitio en la escala de la vida la inteligencia progresa por actos de diferenciación, lo cual queda perfectamente verificado en el ser humano (desde el más ignorante al más ilustrado). Clasificar acertadamente, situar en el mismo grupo cosas que son esencialmente idénticas y situar en grupos diferentes las que son esencialmente distintas, es una condición esencial para que una norma de conducta sea considerada como buena. La inteligencia progresa, pues, en la medida en que sea capaz de percibir cada vez con mayor claridad las diferencias y, en virtud de ello, elucubrar clasificaciones cada vez más exactas. Cuando ello no acontece la inteligencia es por demás imperfecta. Al igual que la visión física imperfecta, la visión intelectual no desenvuelta discierne muy mal, engañándose a sí misma. Un ejemplo aclarará la cuestión. Fue común en un principio aceptar la división de las plantas en árboles, arbustos y hierbas, en base al empleo del carácter más visible-la altura-como norma clasificatoria. De esa manera muchas plantas esencialmente distintas eran situadas en un mismo grupo, mientras que otras de la misma familia eran ubicadas en grupos diferentes. Queda en evidencia la precariedad de la clasificación sustentada en ciertas semejanzas exteriores, en ciertas circunstancias extrínsecas. Muchísimo más acertado hubiera resultado afectar dicha clasificación en base a la naturaleza intrínseca de las plantas, es decir, en base a su estructura, propio de una visión intelectual mucho más desarrollada.

Lo expresado precedentemente (que se refiere, como hemos visto, al mundo físico o de la naturaleza) cabe ser aplicado a las más elevadas esferas de la visión intelectual, a aquellos ámbitos inaccesibles a los sentidos, como el ámbito político-institucional. En efecto, las instituciones y las medidas de gobierno forman parte de un mundo, el político, completamente abstracto, y aquí también de una facultad intelectual inadecuada o de una cultura deficiente, o de ambas causas a la vez, resultan clasificaciones erróneas (como la primitiva clasificación de las plantas) que conducen, necesariamente, a la formulación de conclusiones erróneas. En realidad, en un mundo tan abstracto como el de la política la probabilidad de equivocarse es muchísimo mayor que la existente en el mundo de la naturaleza, puesto que los objetos políticos son, en comparación con los objetos físicos, más difíciles de analizar. Un arbusto puede verse y tocarse; no sucede lo mismo con una institución política. Ella sólo puede conocerse a través de un esfuerzo de la imaginación creadora. Es imposible efectuar un análisis de una decisión política mediante la percepción física; es necesario, a tal efecto, efectuar todo un proceso de representación mental que efectúe una combinación de todos sus elementos para poder, de esa manera, captar la naturaleza de la decisión política bajo estudio. Que muchas instituciones políticas hayan sido clasificadas erróneamente en función de su naturaleza externa o en función de circunstancias extrínsecas, se ve perfectamente en la creencia de muchas personas que la república romana era una institución política popular. Fueron los primeros revolucionarios franceses quienes, en su afán por configurar un estado ideal de libertad, tomaron como modelo político el quehacer político de los antiguos romanos. Sin embargo, la semejanza de las instituciones romanas con las instituciones verdaderamente libres es menor que la que hay entre un tiburón y un puerco marino, semejantes en lo externo pero muy diferentes en lo interno; porque el gobierno romano constituía, en verdad, una oligarquía situada en otra oligarquía de mayores dimensiones, constituyendo sus miembros autócratas arbitrarios químicamente puros. La antigua república romana no era, pues, más que una sociedad cuyos miembros monopolizaban el poder y que, además, eran incapaces de distinguir a sus esclavos e, incluso, a sus propias familias de las bestias de su propiedad. De manera pues que la famosa república romana era más parecida, en cuanto a su naturaleza intrínseca, a un régimen despótico que a una sociedad en cuyo ámbito la ciudadanía está compuesta por miembros políticamente iguales.

Todo lo expresado precedentemente ayudará seguramente a dilucidar el género de confusión en que se ha perdido el liberalismo, como así también el origen de esas falsas clasificaciones de las medidas políticas que obedecen a los caracteres externos de tales medidas y no a su naturaleza intrínseca. Era opinión generalizada que los cambios realizados por los liberales en tiempos anteriores perseguían como objetivo central la cesación de las injusticias que aquejaban a la mayoría. En efecto, este rasgo común a todas las reformas liberales marcó a fuego la conciencia colectiva. Como consecuencia de ello, aquejaban (las injusticias) seriamente a la salud popular; y como, para muchos, evitar un mal equivale a lograr un bien se terminó por considerar a las reformas liberales como otros tantos beneficios brindados por la clase dirigente a la comunidad. De esa manera, la satisfacción del bien común público emergió, según la óptica de los liberales, como el único objetivo a cumplir por dicha agrupación política. He aquí el origen de la confusión. Porque al constituir la obtención de un bien popular-la satisfacción de las necesidades populares-la fisonomía externa de las reformas liberales, sucedió que dicha fisonomía pasó a constituir el meollo o centro neurálgico del partido liberal. Expresado en otros términos, la búsqueda del bien común público pasó a ser considerada por los liberales no como un fin indirecto, fruto de la supresión de todo tipo de trabas y prohibiciones, sino como un fin que debe ser directamente perseguido. Y en su obsesión por alcanzarlo de esa manera (directamente) los liberales se valieron de métodos intrínsecamente opuestos a los que utilizaron al comienzo de su actuación política.

El sinnúmero de medidas adoptadas por los liberales en los últimos tiempos tienen, pues, una nota distintiva: su naturaleza coercitiva. Es por ello que para su ejecución (cada una de las cuales requiere, conviene no olvidarlo, un nuevo cuadro de funcionarios) no queda más remedio que aumentar cada año el monto de los impuestos locales. Pero cada nuevo impuesto implica, inexorablemente, una nueva coacción, una nueva limitación de la libertad individual del ciudadano. En efecto, al aplicar un nuevo impuesto el poder dirige al contribuyente el siguiente mensaje: “Hasta ahora has sido libre de gastar esta parte del fruto de tu trabajo como más te gustase; de ahora en adelante desaparece esa libertad; nos apoderamos nosotros de dicha parte para invertirla en beneficio del público” (Spencer). De esta forma, el ciudadano queda a merced de una legislación coercitiva que, como un ave de rapiña, le devora sin misericordia alguna libertad que antes tenía. He aquí, entonces, la naturaleza de los actos realizados por un partido que pretende ser considerado como liberal y, lo que es peor, que así se intitula él mismo, como si fuese el abanderado de la causa liberal-progresista. La libertad de que disfruta el ciudadano debe medirse, por lo tanto, por la cantidad reducida de restricciones que se le impongan al individuo. Únicamente quienes abogan por medidas políticas tendientes a resguardar el ámbito de intimidad de las personas merecen ser calificados como liberales. Porque quienes, no obstante enarbolar la bandera del bienestar general, abogan por medidas tendientes a aumentar la coacción del Estado sobre los individuos, son los nuevos conservadores que no han hecho otra cosa que cubrir sus rostros con una máscara liberal.

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