Por Luis Tonelli.-

Entre tantas paradojas de la Argentina, hay una particularmente extraña: mientras en el país imperaba un sistema político corporativo (dominado por las corporaciones militar, sindical, eclesiástica) la sociedad argentina podía exhibir una fisonomía igualitaria. Imperio de las corporaciones que estuvo en la base de la debilidad de la democracia y la proliferación de golpes militares.

El paulatino retroceso del conflicto corporativo (no confundir con el ascenso de las global business corporations), en donde el menemismo fue un solvente inesperado y eficaz -otra paradoja- se vio acompañado de un factor desconocido en la Argentina: el crecimiento de la exclusión social.

Contra la ideología ochentosa y alfonsinista (me cuento entre los que la abrazamos entusiastas) que pregonaba que las corporaciones eran un obstáculo a una sociedad más justa, la disolución corporativa no llevaba a un mayor igualitarismo sino a una división cada vez más importante entre los “que lo tienen todo” y los “que no tienen nada”.

A contramano de América Latina, que empezaba un tardío y lento camino en su mejoramiento del índice Gini de desigualdad, en la Argentina vivimos un espantoso retroceso, que ni el kirchnerismo pudo evitar, pese a toda la “manteca al techo” tirada durante la bonaza de las commodities.

Hace tiempo, pasaban en la televisión un comercial en donde un joven indio veía en Nueva Delhi pasar un fabuloso Peugeot nuevísimo y brillante. Entonces, con su elefante empezaba a pegarle topetazos y sentadas a su viejo auto hasta convertirlo en algo parecido en la forma de ese Peugeot 0 km, pero hecho pelota. Orgulloso, paseaba por la ciudad con ese engendro, con el bracito apoyado en la ventanilla.

La Argentina puede de los 60 y 70 a su vez, me recuerda ese comercial: no tuvimos nunca un Estado de Bienestar Democrático a la europea. Tuvimos conflictos corporativos tremendos, que culminaron en la más espantosa y criminal dictadura de toda América Latina. Pero de esa lucha corporativa quedaba una sociedad igualitaria, aunque cada vez más exánime, perdiendo calidad de capital humano, y decreciendo en productividad en forma alarmante.

Las sucesivas crisis fueron dejando capas pleistocenicas de pobreza, en una Argentina en la que antes, ser pobre era un “estacionamiento temporario” hasta que se pudiera tomar -más temprano que tarde- la senda de progreso. Con una sociedad con más de un tercio de pobres, y una economía en negro de la misma magnitud, crecientemente desindustrializada y primarizada, las otrora poderosas corporaciones síndicales como la U.O.M, del legendario Lorenzo “Loro” Miguel, o el SMATA del poderoso José Rodríguez, perdieron base de sustentación.

Incluso la representación parlamentaria sindical cayó a plomo, y surgió otro tipo de líderes síndicales: los sindipresarios. En realidad, empresarios que utilizaban su posición privilegiada en sindicatos claves que le permitieran hacer fabulosos negocios y constituir monopolios empresariales.

El más renombrado, por su ferocidad, astucia, y ambición, Hugo Moyano, generó un verdadero imperio familiar en el que se ufanaba de ser el dueño político de “todo lo que tuviera volante”. Con su ascendente dominio sobre rutas, transportes, su capacidad de chantaje se tornó inmensa: con un solo camión podía bloquear una ruta entera o generar el colapso de la ciudad. Con una huelga de los camiones basureros podía poner en jaque a un Intendente. Con una decisión unilateral podía bloquear la distribución de diarios y revistas. O, el clearing bancario.

El ascenso del transporte de camiones, paralelo a la crisis del sistema ferroviario, encareció de modo dramático el flete, afectando a la productividad de nuestra economía y siendo un factor clave para que nuestros productos no pudieran ganar más mercados por una simple cuestión de costos: él envió de un container de Buenos Aires a Shangai por barco costaba varias veces menos que hacerlo llegar al transporte en camión desde la Ciudad de Mendoza al puerto para ser embarcado.

Del acercamiento inicial al Gobierno, Moyano no evalúo que su capacidad de chantaje estaba siendo minada por el nuevo ordenador de la política argentina: las encuestas de opinión pública. Tanto el Gobierno como la Justicia debieron descorchar champagne del bueno cuando el Camionero se subió al ring, reemplazando a Cristina Fernández de Kirchner como el villano favorito de estos tiempos.

Aislado de los sindicatos más importantes, sin apoyo político, Hugo Moyano genio y figura, libra la batalla por su impunidad con la actitud que le ha sido característica: meter la trompa para pasar el camión entero. Salvo que esta vez, enfrenta un contexto diferente donde su chantaje se ha vuelto un bluff, ya que las medidas de fuerza se vuelven un boomerang, que más que garantizarle su impunidad lo convierten en un dinosaurio condenado. Sin capacidad para poder hacer otra cosa que protagonizar su propia decadencia y la de una variante sindical mafiosa que desaparece también con él.

Ojalá que esta caída sea aprovechada para una renovación de un sindicalismo a todas luces necesaria en una Argentina que, pese a todo, sigue añorando a la Noble Igualdad como uno de sus valores constitutivos. (7 Miradas, editada por Luis Pico Estrada)

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