Por Justo J. Watson.-

Se ha propuesto con razón que los beneficiarios de planes sociales y de otras dádivas personalizadas del gobierno no tengan derecho a voto en tanto sigan siendo subsidiados por sus conciudadanos. Si en verdad queremos, como decimos, acercarnos a un orden social no explotador debemos procurar que quienes viven de los impuestos de los contribuyentes no sigan tomando decisiones relativas a esos mismos impuestos ya que ello significa añadir al perjuicio, el insulto. Esto implica también, en estricta justicia y por el mismo motivo, excluir del derecho a voto a la totalidad de los empleados estatales y contratistas públicos que se hallen cobrando del erario, durante el tiempo que permanezcan en dicha situación.

Siendo ello políticamente imposible, queda demostrada otra vez por vía de este invisibilizado absurdo, la inviabilidad ética y económica del sistema democrático tal como aquí se lo entiende. Inviabilidad, al menos, en lo que respecta a la pretensión de que el pleno social se eleve a la mayor velocidad posible en dirección al bienestar que proveen la cultura, el mutuo respeto, las libertades públicas y su corolario… la riqueza.

Nos encontramos a una altura de la historia en la que nadie puede negar la evidencia de una experiencia empírica que más allá de todo relato sesgado o adoctrinamiento nacional-colectivista sostenido, demostró que el Estado ha marchado siempre hacia una explotación económica creciente de la ciudadanía con especial acento en sus minorías más creativas y productivas, con el consecuente freno social.

Teoría y praxis se unen hoy gritando ¡inconsistencia! frente a la creciente tendencia gubernamental a regular y gravar la renta y posesión de las propiedades muebles e inmuebles por ser contractiva del comercio, frenando su poder (único, irreemplazable) creador de riqueza a través de las reglas del mercado. Praxis y teoría vuelven a unirse gritando ¡incompatibilidad! con el propio interés del Estado que, se supone, existe para promover el progreso inteligente y veloz del mayor número posible de sus ciudadanos. Incompatibilidad que al no poder detenerse desnuda, otra vez, la torpe falacia de su justificación de ser.

Caro, innecesario (al decir libertario) y peligroso, el Estado sólo podría encontrar un muy resbaloso justificativo de existencia en la decidida promoción del capitalismo, pero esta implica a poco andar que tome más y más fuerza el (para sus burócratas letal) verbo “descentralizar”.

Es historia: el capitalismo y su gran promoción social (aún antes de la Revolución Industrial y del auge liberal) florecieron con fuerza -y no por albur- en numerosas ciudades Estado independientes del sur de Alemania, norte de Italia y otros sitios durante la post Edad Media, en condiciones de extrema descentralización política.

En verdad, la descentralización, el desguace de las estructuras piramidales (jerárquicas) estadocéntricas en beneficio de nodos administrativos más localistas y de menor tamaño burocrático, a escala más humana y más eco friendly, es hoy el futuro deseable.

El desarrollo económico y la integración voluntaria que suponen la inmigración honesta, la apertura comercial y cultural se ven naturalmente potenciadas en la diversidad de interacciones libres y de intereses específicos que se dan en sociedades con una libertad real de opciones civiles, en función de comunidades múltiples; cuantas más, mejor. Estructuras independientes o fuertemente federales que irradien su singularidad a sus entornos y progresen al modo de su elección cooperando, a nivel superior, en redes complementarias de mutua conveniencia (heterárquicas).

Vaya como ejemplo práctico de la actitud a adoptar: los adalides del indigenismo y de las culturas ancestrales que en nuestro país encuentran su más proactiva defensa en gente de simpatías socialistas, harían bien en tomar nota de que la centralización que ellos apoyan en lo político de hecho ha destruido y destruye desde el hueso a decenas de estas culturas, etnias, lenguas y religiones.

Y que, por el contrario, la diversidad que impulsa la descentralización (tanto por historia como por norma) es el ámbito ideal para el libre desarrollo de todos quienes estén interesados en explorar o conservar modos alternativos de vida; de organización social y económica. Apoyarla es la forma inteligente de revertir la integración forzada y de cambiar uniformidad cultural y resistencia social por cooperación voluntaria en libertad.

Contra el estatismo clientelar y asistencial, los libertarios visualizan en lo global un futuro de descentralizaciones anti mayoritarias con miles de regiones y ciudades libres como las hoy excepcionales Andorra, Mónaco, Singapur, Hong Kong, Liechtenstein o San Marino, con inmensas oportunidades de real movilidad social, diversidad y expansión económica en competencia.

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