Por Enrique Arenz.-

La defensa de los derechos humanos y de las minorías han sido dos de las banderas más nobles del liberalismo desde su génesis en el siglo XVIII.

Pero ocurrió algo impensado desde mediados del siglo XX: pequeños colectivos de individuos muy radicalizados: homosexuales, transexuales, personas no binarias o similares, feminazis, abortistas, ambientalistas extremos, veganos, antivacunas y otros, se instalaron en el mundo occidental con la fuerza y el poder propios de las mayorías rígidas de otros tiempos. Y esos colectivos parecen dispuestos a imponerles, a las mayorías flexibles de hoy, ideologismos y reglas de conducta obligatorias bajo amenaza de cancelación, lo que reduce a esas mayorías a la condición de las indefensas minorías «preliberales».

La política en general, los medios de comunicación y los ámbitos culturales y artísticos apoyan a esas minorías curiosamente «empoderadas», como se dice ahora.

Hoy esas minorías hasta te reescriben textos de escritores clásicos, y las grandes editoriales los aceptan sin chistar. Hasta los cuentos para niños son modificados. En el mundo se exige el retiro de determinados libros de las bibliotecas públicas, lo que es equivalente a la quema de libros de otras épocas. Todavía no se metieron con el «Informe sobre ciegos» de Ernesto Sábato, pero podríamos afirmar que hoy el autor de Sobre héroes y tumbas no podría escribir esa atrapante ficción que pone a los ciegos porteños como tenebrosos miembros de una oscura secta que pulula en la red de cloacas de Buenos Aires.

En el 50 aniversario de la muerte de Pablo Picasso, se da la discusión de achicar la proporción de sus obras exhibidas en los museos porque el artista habría sido un misógino y un padre que abandonó a sus hijos. En Estados Unidos, una profesora fue obligada a renunciar por enseñar el David de Miguel Ángel a sus alumnos de 11 y 12 años. Este caso de censura tuvo al menos una compensación: en Florencia premiaron a esta docente por haber dado esa clase.

El escritor argentino Martín Caparrós, residente en España, acaba de insultar a los españoles proponiéndoles, en pleno Congreso de la Lengua, que el idioma español deje de llamarse con el nombre de los conquistadores coloniales, y propuso denominarlo «Ñamericano».

Algo parecido ocurre con el llamado «lenguaje inclusivo». Una minoría de intelectuales y políticos de izquierda no vacila en atropellar los derechos de una mayoría sensata que no quiere perder el tiempo discutiendo estupideces y trata de imponer un lenguaje machacón, reiterativo, despilfarrador de palabras innecesarias y propiciador de la oscuridad lingüística que estropea nuestro bello idioma. Por ahora sólo lo utilizan los gobiernos socialdemócratas, en particular el socialismo que gobierna España, además de nuestro kirchnerismo que ha copiado todo lo malo del mundo moderno.

Según nuestro último censo, los no binarios o aquellos que no se autoperciben según su sexo biológico, son una ínfima minoría, 8.293 personas, menos del uno por ciento. Y estas son cifras oficiales. Y sin embargo se han dictado leyes absurdas para modificar los documentos de identidad, cambios de nombres, facilidad en estos trámites, etc. (acá y en todo el mundo occidental). Y que no se nos ocurra criticar esto porque hasta te pueden demandar judicialmente.

En Bariloche, un hombre acusado de asesinar a su pareja declaró autopercibirse mujer para evitar una condena por femicidio. Y parece que el tribunal lo ha aceptado al cambiar la acusación de femicidio por la de homicidio doblemente calificado, que tiene la misma pena que el femicidio. Y así los jueces evitan cualquier intento de cancelación en su perjuicio.

No se tolera ni siquiera una expresión humorística que tome para la chanza a algún colectivo. Por ejemplo, los cuentos machistas, que siempre divirtieron por igual a hombres y mujeres; o alguna humorada que se refiera a la homosexualidad en tono de broma inocente. ¿Acaso los homosexuales no se ríen sanamente de ellos mismos? Se suelen ensañar con aquellos que ellos llaman «los mariquitas», porque desdeñan el amaneramiento en el comportamiento de cualquier homosexual.

Los mejores cuentos de judíos han sido creados y difundidos por artistas y humoristas judíos, y es sabido que los sacerdotes suelen divertirse contándose entre ellos cuentos de curas.

Analicemos ahora lo que le sucedió a Franco Rinaldi, candidato a primer legislador porteño en la lista de Jorge Macri. Alguien encontró unos viejos videos humorísticos en los que Rinaldi se burló de un periodista que admitió su homosexualidad dándole a esta confesión el carácter excesivo de una primicia. «¿Qué primicia? Si hace veinte años que sabemos que te hierve la cola», dijo Rinaldi muerto de risa.

¿A alguien sensato le parece que esta frase es discriminatoria? ¿Es acaso homofóbica? Podrá no ser de buen gusto, lo admito, pero en el contexto en que fue pronunciada no puede considerarse ni discriminatoria, ni ofensiva ni homofóbica. La burla estuvo más bien dirigida a la actitud de llamar primicia a una cuestión personal tan irrelevante, que a la condición sexual del periodista. En ese sentido, la chacota de Rinaldi fue bastante ingeniosa, aunque, repito, a mí no me parece de buen gusto.

En esos videos Rinaldi dice otras cosas qué sí son serias y reprochables, referidas a las villas y a sus habitantes. Tal vez en esto se extralimitó, no porque no tenga derecho a decir libremente lo que dijo, sino porque alguien que habla así de los indigentes, aunque sea en broma, no debiera ser un legislador porteño. Pero la corporación periodística sólo salió en defensa del colega afectado y repudió ese video como homofóbico y discriminatorio.

Los radicales de Loustau, con oportunismo electoralista, salieron enseguida a cancelar a Franco Rinaldi. Exigieron que se lo excluya de la lista de candidatos bajo la amenaza de denunciarlo ante la Justicia si no lo hace. Es decir, los democráticos radicales le niegan a Franco Rinaldi su derecho de expresar libremente su humorismo picante, a pesar de que éste ya pidió disculpas y aclaró que no tuvo la menor intención de discriminar ni ofender a nadie.

Vayamos a otro colectivo de la Argentina (y ahora voy a revolver el avispero): nosotros, los liberales. Dentro del grupo de liberales clásicos de la Argentina ha aparecido un subgrupo que se autodenomina «libertario». Curiosamente su conductor ha logrado la adhesión de cientos de miles de personas jóvenes que no son liberales y no lo serán nunca. (Pensemos que 4 de cada 6 jóvenes de este tiempo no comprenden los textos al salir de la escuela, ¿cómo podrían aprender en tan poco tiempo una doctrina avanzada como lo es el liberalismo?)

Pero los adherentes a esta corriente no son sólo jóvenes enojados. También muchos intelectuales del liberalismo clásico se han pasado a ella. Algunos muy importantes y de vasta trayectoria intelectual.

Pero nosotros, los liberales clásicos que no sucumbimos a la seducción de ningún líder mesiánico, ni, mucho menos, vamos calladitos detrás de algún león que guía a su manada con rugidos, seguimos siendo los mismos, un grupo muy importante de personas equilibradas que actúa con respeto y tolerancia hacia las ideas de los demás, que predica una cultura de la convivencia pacífica y del intercambio libre de pensamientos diversos, antes que una ideología política o económica.

En cambio, ese subcolectivo libertario dentro de la minoría liberal clásica, es implacable con quienes nos atrevemos, por ejemplo, a discutirlo a su histriónico líder cuando criticamos sus propuestas, como dolarizar la economía, cerrar el Banco Central, y propiciar la libre portación de armas, por ejemplo, o cuando simplemente profetizamos que dicho líder nunca podrá llegar a la segunda vuelta electoral. A lo sumo, podrá hacerle perder las elecciones a la principal fuerza opositora del peronismo y conseguir, por la división de votos opositores, que su amigo Sergio Massa (y su financista, según denuncian algunos) llegue a ser nuestro próximo presidente. No conciben que alguien opine de esa manera y nos maltratan. A Roberto Cachanosky, un prestigioso economista liberal que siempre tuvo una lúcida posición con respecto a la doctrina liberal que divulgó durante toda su vida, le han dicho viejo, antiguo, desinformado, retrógrado, fracasado, buscador de un carguito, y otras cosas peores que sólo desnudan a quienes las pronunciaron.

Aprendieron a insultar de su líder, que es un eximio insultador tanto de «zurdos de mierda» como de liberales clásicos, en lugar de exigirle a ese líder conducta y ética liberal, como debe hacerlo toda persona culta cuando un dirigente adopta comportamientos indignos.

Yo tengo una teoría para explicar este fenómeno nuevo en nuestro país: Creo que el peronismo dejó sus genes en toda la población de la Argentina. Nadie se salva de llevar algo peronista en sus neurotransmisores. Ni los militares se salvaron: los generales golpistas soñaban con parecerse a Perón. Los radicales, que fueron muy antiperonistas y hasta participaron de la Revolución Libertadora para voltear a Perón, cuando les tocó ser convencionales constituyentes en la reforma de 1957 demostraron estar colonizados de peronismo (ya en ese tiempo) al incorporar el artículo 14º (Bis), dislate del que nunca se arrepintieron; como no se arrepintieron de pertenecer a la Internacional Socialista, donde los afilió Alfonsín.

Los libertarios también parecen haber heredado esa molécula peronista, pero a ellos les tocó una variante más agresiva, la más autoritaria de todas, que viene bajando desde el propio Perón, el dictador que nunca respetó la democracia ni la libertad de expresión, y que odiaba tanto al periodismo independiente que hasta llegó a confiscar el diario La Prensa para entregárselo a la CGT. ¿No se muestran parecidos los líderes libertarios cuando inician acciones legales contra los periodistas que los critican?

Suele recordarse cada tanto que Perón intervino las pocas provincias donde el Justicialismo perdió. Pero tal vez olvidamos que siempre decidió qué candidatos iban en las listas de todas las jurisdicciones. Lo único que no sabemos es si Perón vendía esas candidaturas en su propio beneficio, aunque posiblemente «el primer trabajador» nunca llegó tan lejos.

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