Por Hernán Andrés Kruse.-

En una conferencia pronunciada en el Colegio Libre de Estudios Superiores titulada “Intermedio Filosófico”, Lisandro de la Torre puso en evidencia su escepticismo filosófico.

Para De la Torre la pequeñez del hombre comparada con la inmensidad del universo es francamente sobrecogedora. Sin embargo, se empeña en descifrar el enigma de la vida, empeño que se torna extraordinario en función de la comparación recién expuesta. El hombre es, evidentemente, un ser con una capacidad intelectual limitada. No puede resolver problemas que sobrepasen el límite de sus posibilidades de investigación. Todo lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño le resulta incomprensible, al igual que la propia materia, siempre dispuesta a ocultarle sus últimos secretos. Ni el telescopio, ni el microscopio, ni los análisis químicos y físicos, resultan suficientes para desentrañar la esencia de la naturaleza. Por más que se esfuerce al máximo, por más que agote hasta la última neurona de su cerebro, el campo de lo conocido siempre será en comparación con el campo de lo desconocido, minúsculo, prácticamente microscópico. A pesar de ello, el hombre ha hecho demasiado (y continúa haciéndolo). Es que su impulso por averiguarlo todo es ingobernable. Convencido de que es el rey de la creación, procede como tal. Su pedantería es asombrosamente ingenua. Pero gracias a ella, el hombre ha progresado muchísimo en su afán por descifrar el enigma de la vida. Ahí está como testimonio irrefutable el avance incontenible de la ciencia, cuyos descubrimientos destruyen frecuentemente verdades consideradas hasta ese momento irrefutables. La química y la física, dice De la Torre, se sustentaban en la teoría del átomo, considerado la unidad de la materia tanto viva como inerte, su centro neurálgico, y sobre el concepto de los cuerpos simples, diferentes entre sí. Hoy la ciencia ha podido demostrar que ambos conceptos estaban equivocados. La unidad fundamental y elemental de la materia tanto viva como inerte ya no es el átomo sino el electrón, y la diferencia existente entre los átomos de los cuerpos simples estriba solamente en la cantidad de sus electrones y en la manera como tales electrones se combinan. La ciencia, pues, avanza y avanza, permitiendo al hombre expandir sus conocimientos sobre el mundo que lo rodea. Sin embargo, respecto a las causas primeras, respecto al origen de la vida y del universo, la ciencia enmudece, atreviéndose tan solo a desplazar las incógnitas sin resolverlas.

Ahora bien, que el progreso científico resulte harto evidente no significa que el coeficiente intelectual del hombre haya aumentado, aun cuando continúe siendo, por el momento, el más inteligente de los seres vivos. En su estructura física sucede algo similar. Es más, parece que el hombre antiguo era más fuerte que el hombre contemporáneo, a juzgar, dice De la torre, por su fenomenal resistencia para los ejercicios físicos y por el peso de las armaduras que utilizaba en combate. Es por ello que nadie, ni los filósofos, ni los artistas, ni los historiadores, puede pretenderse intelectualmente superior al hombre antiguo. Que el hombre moderno haya sido el autor de descubrimientos científicos notables, no significa que haya sido más inteligente que el hombre antiguo; simplemente poseyó instrumentos y medios de investigación de los que careció el hombre antiguo. Si los antiguos hubieran dispuesto de esos instrumentos y de esos medios de investigación modernos habrían realizado los mismos descubrimientos. A medida que profundiza su estudio, el hombre es cada vez más consciente de la majestuosidad de la estructura y el funcionamiento de su cuerpo. Sin embargo, no es el único ser en el mundo con una estructura tan sofisticada. Por el contrario, pululan en su ámbito infinidad de seres tan increíblemente estructurados como el hombre, lo que demuestra la inconsistencia del argumento que sostiene que el hombre es el único ser viviente merecedor de una corona y dotado de un alma inmortal. De esa hipótesis derivan consecuencias muy importantes. Los hombres que ignoraban lo que era el mundo en los primeros tiempos y, obviamente, lo que eran ellos mismos, se consideraban perfectamente capacitados para comprender lo que acontecía más allá de la tierra, y discutían acaloradamente acerca de la naturaleza y de los dioses que habían descubierto. Creían conocer el cielo cuando desconocían, al mismo tiempo, la naturaleza de la tierra y de la suya propia. Pero la preocupación del hombre por el enigma de la vida y del universo está lejos de ser pueril. Aun cuando lo haya querido resolver apelando a fórmulas mágicas, su magnitud es incuestionable. Dicho enigma constituye un misterio para su conciencia, constituyendo su propia conciencia otro misterio insondable. “La conciencia”, dice De la Torre, “es una realidad punzante hasta para aquellos que dudan-con respetables razones-de la exactitud de nuestro conocimiento del mundo exterior, y por lo tanto de toda realidad palpable”.

El hombre es consciente de sus actos, pero la esencia del pensamiento que se los revela y la manera en que se producen son misterios insondables. A pesar de sus descubrimientos acerca de la morfología y funcionamiento de las células cerebrales, todavía le resulta imposible observar en su interior algún proceso mental. El origen de la conciencia es, por ende, un arcano profundo. Tan a la deriva se encuentra el hombre en estas cuestiones que ni siquiera está en condiciones de probar fehacientemente que el pensamiento se origina exclusivamente en el cerebro. Y si la ciencia es incapaz de aprehender lo que es el pensamiento, también lo es de captar la esencia de la materia, y cuando se refiere a ella, o a la energía, o la luz o la electricidad, no sabe si tales palabras designan diferentes modalidades de un mismo fenómeno. A pesar de ello, el hombre no se da por vencido. Su afán por descubrirlo todo es ilimitado, lo que le permite, a pesar de todas sus limitaciones, desafiar la magnitud de su ignorancia. El hombre, por ende, ha investigado y estudiado mucho y ha arribado a comprobaciones relevantes, pero insuficientes. Sabe, por ejemplo, que los electrones tienen un diámetro de tres millonésimos de millonésimo de milímetro; sabe cuántos millones de glóbulos rojos y blancos hay en un milímetro cúbico de sangre; sabe que la presencia de un fermento puede transformar la materia inerte en materia animada; sabe que el aceitado funcionamiento de las vitaminas y de las secreciones de las glándulas endócrinas que defienden al organismo le aseguran un metabolismo perfecto; sabe eso y mucho más y, sin embargo, “se encuentra a la misma distancia a que estaba Heráclito hace 2400 años respecto del origen y del fin de la materia viva”.

En el terreno de las afirmaciones, de las negaciones y de las predicciones, el hombre debe ser extremadamente cauteloso. Los dogmas le nublan la vista haciéndole creer que gracias a ella ha logrado descifrar los enigmas que lo atormentan. La ciencia, por el contrario, permite al hombre ver con claridad, percatarse de que lo que sabe es prácticamente inexistente en comparación con lo que ignora. Es verdad que los alcances de la ciencia son limitados. Pero porque ella no esté en condiciones de pronunciar palabras definitivas acerca del origen y el fin del universo y de la vida, ni sobre la formación de la conciencia, no quedan legitimadas automáticamente las explicaciones, de imposible comprobación, dadas por la verdad revelada. Porque de aceptarlas, el hombre entraría inexorablemente en conflicto con los resultados de la ciencia que, aunque modestos, son merecedores de respeto. La teología pretende aclararle al hombre todos los enigmas que lo angustian. Le presenta “verdades eternas e inmutables” carentes por completo de rigor científico. Le hace creer que es poseedor de caracteres únicos y extraordinarios que lo hacen situar por encima de los demás animales, sus parientes próximos, y, para completar el cuadro de situación, afirma la existencia de un  ser supremo obsesionado por el destino del hombre, centro de la creación y su rey.

Pero el hombre, afortunadamente, no es el rey del universo. Por el contrario, “es un habitante de última hora del universo, aparecido en tiempos en que éste llevaba millones y millones de años de existencia, si es que alguna vez el universo no hubiera existido”. Idéntico razonamiento cabe aplicar respecto a la relación del rey del universo con el planeta tierra. En efecto, la tierra, un diminuto cuerpo celeste que tiene el honor de albergar al hombre, existió durante muchísimo tiempo sin su presencia. La edad de la tierra asciende a unos 100 millones de años, a partir del tiempo transcurrido desde el comienzo de las épocas que constituyen los períodos de su historia geológica. Y el hombre, el “rey del universo”, habría aparecido recién a fines de la época terciaria o principios de la cuaternaria, es decir, hace menos de un millón de años, quizá 500 mil, y únicamente habría estado en condiciones de vivir civilizadamente hará unos 6 mil años. El hombre es, pues, un habitante reciente de la tierra. Sin embargo, la Biblia afirma categóricamente que Dios creó todo, el mundo y las especies, al mismo tiempo, afirmación que colisiona con la realidad. Cuando el hombre hizo su aparición, en la tierra convivían desde hacía millones y millones de años especies de todo tipo, algunas de tamaño gigantesco, quienes, evidentemente, jamás pensaron que algún día iba a  aparecer un ser diminuto e indefenso que iba a tener el atrevimiento de considerarse el rey de la creación. “El hombre lleva, pues”, afirma De la Torre, “un tiempo brevísimo de vida sobre la tierra y la conoce poco; no se puede sospechar hasta dónde llegará su saber cuando la conozca mejor, dentro de diez mil o de cien mil años”. Es por ello que un ser aparecido “ayer”, carece de autoridad moral para irrogarse el título de “Ser supremo de la Creación”. El universo no necesitó del hombre para existir durante miles de millones de años, al igual que las especies que poblaron nuestro planeta mucho antes de que irrumpiera el “Comandante en Jefe del cosmos”. La teología sitúa al hombre en una posición que evidentemente no le corresponde, en una actitud que no ha hecho más que legitimar su vanidad incurable.

La manera en que es encarado el fenómeno de la conciencia considerada como facultad inmortal del alma, tal como lo consagra la verdad revelada, no es más que un aspecto de la deformación de criterio ocasionada por la presuntuosidad del hombre y una consecuencia de la ignorancia de la situación del “nuevo rico” que tiene el hombre en el universo. En efecto cuando se trata del rey del universo todo es superior y sublime, todo exige necesariamente la presencia de un alma inmortal como garante de su vida eterna; pero cuando se trata de los demás seres vivos, cuyas diferencias con el hombre son solo de grado, el alma inmortal desaparece como por arte de magia, con lo cual los seres que no son el hombre pasan a ser un conjunto de huesos y músculos destinados a pudrirse bajo tierra. Pero la verdad es que los restantes seres vivos son tan merecedores como el hombre de un alma inmortal. Por más que la vanidad humana no lo soporte, las diferencias entre el hombre y los demás seres (los animales) son mucho menores de lo que el hombre pretende. La física, la química y la biología, es decir, las ciencias naturales por excelencia, han demostrado fehacientemente que no existen diferencias de naturaleza entre el hombre y los mamíferos superiores. En efecto, la fisonomía de sus órganos es semejante, al igual que su funcionamiento. ¿Por qué, entonces, sólo el hombre es portador de un alma inmortal? Por ejemplo, en los laboratorios se estudia en las células cerebrales de los animales el proceso vital, buscando conclusiones que son útiles para comprender el proceso vital que se desarrolla en el hombre, a tal punto la similitud existe. ¿Por qué, pues, sólo el hombre es portador de un alma inmortal?

A pesar de todas las evidencias brindadas por la ciencia, la teología se empecina en afirmar que entre el hombre y los animales hay diferencias de naturaleza y que, por lo tanto, aquél es libre y éste no. ¿Sabemos, realmente, si ello es así? En su Ética afirma acertadamente Spinoza “que el libre arbitrio del hombre se reduce a la ignorancia de las causas que lo determinan”. En muchos casos los animales han demostrado ser capaces de actuar de diferentes formas y se determinan según su real saber y entender. Es cierto que, intelectualmente, el hombre es superior a los animales. Pero también lo es su inferioridad física respecto de muchos de los mamíferos superiores. El hombre es incapaz de realizar lo que la naturaleza ejecuta y su grandeza queda en evidencia sólo cuando se lo compara con los animales. Es, por ende, relativa. Es cierto que los mamíferos superiores no pueden escribir un libro ni pintar un cuadro, pero también lo es que si se le exigiera al hombre detener un alud, demostraría su impotencia. Sin embargo, sigue creyéndose el rey del universo. Su petulancia es conmovedora.

Para De la Torre no es correcto afirmar que las actividades asombrosas que desarrollan las células, las cumplen fielmente dentro de un plan preestablecido, es decir, dentro de un plan previamente elaborado e impuesto por la naturaleza. Porque quien efectúa semejante afirmación parece olvidar que las células se encuentran con harta frecuencia frente a situaciones imprevistas y las resuelven por sí mismas de una manera asombrosa. Una célula es incapaz de preveer una herida cortante sufrida por el hombre, pero apenas producido el daño las células lo repararán. El hombre no es, por lo tanto, quien cicatriza sus heridas. Su acción se limita a crear las condiciones de higiene adecuadas para facilitar al tejido lesionado que se cure solo, es decir, para que las células produzcan por sí mismas y de manera espontánea aquellas células aptas para cicatrizar la herida que el hombre, conscientemente, jamás podrá reparar. Si las células no actuaran libre y responsablemente, con conciencia, el hombre moriría a consecuencia de la primera herida sufrida. Muchos hombres de ciencia de renombre han admitido que las células actúan como si supieran lo que hacen. En la página 237 de su libro “El hombre, ese desconocido”, Alexis Carrel dice: “En toda la historia del desenvolvimiento del embrión los tejidos se conducen como si supieran el porvenir”. Y el premio Nobel de 1936 en Medicina y Ciencias Naturales, profesor Spemann, en su discurso rectoral de la universidad de Friburgo, en 1932, dijo, entre otros conceptos, lo siguiente: “La naturaleza actúa en el desenvolvimiento-de los seres-como un artista pinta o modela, y como procede cualquier organizador que maneja materiales vivos o inanimados”.

Las células actúan, pues, como si fuesen conscientes de lo que hacen. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que un corpúsculo casi invisible, el cromosoma, transmita caracteres hereditarios con una precisión sorprendente? Concluir, por ende, que las células y los órganos deben tener conciencia surge de los hechos, y que pueda existir una substancia etérea que dirija conscientemente el funcionamiento de las células y de los órganos implica, exclusivamente, una simple especulación metafísica. Afirmar, en consecuencia, que todas las especies tienen vida pero sólo el hombre tiene alma, aporte de resultar vejatorio para los animales, deja en suspenso la resolución del problema (grave, por cierto) del origen de la vida en los demás seres, del que depende todo, absolutamente todo. Si sólo el hombre tiene conciencia de lo que hace, ¿cómo explicar, por ejemplo, el proceso de reducción del número de cromosomas de las células germinales antes de la configuración del embrión? “Su sencillez es”, afirma De la torre, “tan maravillosa como su adecuación a un fin”. La célula humana tiene 48 cromosomas que son transmitidos invariablemente de generación en generación. No presenta dificultades el hecho de que cualquier ser transmita sus peculiaridades a sus descendientes, pero cuando se trata de la fecundación el problema se complica. Veamos por qué. Cuando se conjugan dos células diferentes, la masculina y la femenina con 48 cromosomas cada una, el embrión debería adquirir 96 cromosomas en la primera generación, 192 en la segunda generación, y así sucesivamente, con lo cual el organismo humano sería insuficiente para albergar en su seno semejante cantidad de cromosomas, pereciendo al fin por una feroz sobrecarga de tales micro-organismos. ¿Cómo resolvieron semejante problema las células sexuales? Con inteligencia e ingenio la encontraron. Las células masculina y femenina decidieron, en el momento de efectuar la maduración, reducir a la mitad el número fijo de cromosomas de la especie (48), con lo cual en la especie humana las células maduras o gametos quedan con 24 cromosomas cada una. De esa manera el embrión recibe únicamente 48 cromosomas y no 96, quedando así a salvo la especie humana. “Si esto no es inteligencia bien consciente de un fin”, sentencia De la Torre, “yo no sé cómo llamarla”.

Lo expresado precedentemente procura explicarlo la teología manifestando que los animales realizan tales funciones instintivamente. Los animales, dice la teología, tienen instinto, no alma. Pero lo que la teología no puede negar es la existencia en los animales de procesos biológicos muy  similares a los que se producen en el hombre. ¿Por qué, entonces, sólo el hombre es portador de un alma inmortal? La ciencia todavía es impotente en su intento por develar esos procesos misteriosos. Se limita a comprobar cómo y cuándo se producen, aún cuando no lo consiga enteramente. Ese mundo desconocido e inaccesible para la ciencia pretende explicarlo la teología con afirmaciones completamente irreales. Es por ello que es fundamental que el hombre haga intervenir una cualidad suya fundamental: el buen sentido. ¿Qué debería decir dicho sentido? Debería decir, lisa y llanamente, que si la existencia de un alma inmortal e inmaterial es condición sino qua non para la vida del hombre, también lo es para la vida de todos los demás seres vivos. Y es aquí donde, según De la Torre, se produce una gran confusión metafísica que exige prontamente su esclarecimiento. Con el término “alma” se designa una substancia inmortal e inmaterial distinta del cuerpo, encargada de animar la vida y que, por si ello no fuera suficiente, `piensa, siente y quiere. La teología, dogmática y autoritariamente, restringe esta definición al hombre. Pero si el alma fuera en verdad el principio vital habría, pues, que reconocerla a todos los seres vivos que tienen vida o a ninguno. Tanto las plantas como los animales, por ser materia viva, tienen, en consecuencia, el mismo derecho que el hombre, tan materia viva como las plantas o los animales, a poseer un alma inmortal e inmaterial.

Pero según la teología el hombre es el único ser vivo portador de esa energía espiritual, aun cuando nazca, crezca, se alimente, se reproduzca y muera lo mismo que los restantes animales, y aun cuando piense, sienta y quiera en una forma que sólo acusa diferencias de grado con los restantes animales. No es cierto, por lo tanto, que la teología sepa lo que no sabe la ciencia. La teología simplemente no aclara el enigma. Está imposibilitada de demostrar que el principio vital en el hombre es diferente al principio vital que rige en los animales y en las plantas. ¿Por qué el hombre habría de ser el único ser vivo inmortal? “El absurdo”, dice De la Torre, “es visible”. Y a continuación expresa: “El buen sentido deberá reconocer que todo lo que tiene vida tiene y muestra conciencia de su función, o bien, que “la conciencia es inseparable de la vida”, nociones que se complementan con la de que “todo lo que vive tiende esencialmente a perpetuar la especie”. El hombre como los animales”. Valer decir que tanto el hombre como los animales tienen conciencia “de todo aquello que les es necesario saber y hacer para vivir y perpetuarse, y cuando un ser es complejo, cada uno de los órganos superiores o elementales que lo integran debe tener conciencia de su función propia; el órgano como la célula, la célula como el electrón que gira con velocidad prodigiosa alrededor de su núcleo, como los planetas de nuestro sistema giran alrededor del sol. Y no necesitan saber más que eso, pero deben saberlo bien”.

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