Por Paul Battistón.-

Las agujas del reloj caminan hacia el punto en el que algunos de nuestros adalides apuestan a que, a quienes les tocará relatarlo como historia, lo indicarán como inicio de un espacio con nombre propio (algo exagerado así como una era).

¿Cuál es la peculiaridad que desdibuja monotonía al punto de que apuesten a llevarse en sus currículums un singular suceso? Apuesto a que simplemente su desquicio.

Quedan 9 meses en el eje temporal para alcanzar el punto donde la curva de la ecuación debería tener un valor conocido, un traspaso de mando sin otra posibilidad que las repetidas de siempre, continuidad o alternancia. Una alteración está modificando el trazado de nuestra ecuación democrática. Un elemento introducido (si así lo es, es adrede) la fragmentación, una versión de la grieta reafirmada como política de funcionamiento.

La fragmentación avanzando hacia límites extremos de tolerancia se traduce en un resultado de la función democrática en los límites de lo no funcional. Ningún consenso es posible.

La tendencia inamovible hacia el constante redoble de apuesta y más recientemente la resignificación de los sucesos desde el poder nos dan en el límite de esta tendencia el rumbo hacia una singularidad (situaciones particulares) que por ser sólo previsibles en un límite no puede recibir una valuación concreta.

El límite desde el lado del contrapoder sigue el arrastre provocado por los cambios de condiciones generados desde el poder.

¿Por qué debemos confiar en la coincidencia de valuaciones cuando el límite desde el extremo del poder tiende a la inconsistencia de valores?

No hay vestigios de que desde el poder la realidad deje de ser reinterpretada más allá de los hechos. Cada reinterpretación es la muestra de su dimensión paralela en la que imponen un tejido de fragmentación sin solución. O mejor dicho, cuya única solución es el final de una de las partes como reafirmación de la verdad opuesta.

Las constantes reinterpretaciones de acontecimientos de claridad innecesaria de ser profundizadas fuerza un rebote en la contraparte necesitada de despegar los hechos de esas visiones agregadas. Ese esfuerzo es, a su vez, reinterpretado por el poder como una orientación hacia una supuesta derecha. El paso obvio siguiente es otra reinterpretación forzada, la de la asociación exclusiva de derecha con dictadura.

Los constantes redobles de apuesta y las posteriores reinterpretaciones de hechos permitieron que en la firmeza y en el análisis equilibrado de Bullrich tomara forma un candidato, si bien los esfuerzos de activar un candidato Caballo de Troya en Larreta fueron exitosos, Bullrich sigue en pie y firme.

El alicaído por un instante Milei retoma fuerzas y la razón es también la intensificación de las reinterpretaciones de la realidad por parte del poder (a esta altura ya deformaciones descaradas).

La resistencia natural al quiebre del sentido común más básico radicaliza la actitud de quienes se ven afectados en el ninguneo de sus pasmosas realidades. El resultado, el reflote de Milei tras sus picos en baja.

Quien mejor represente una contraposición a la irracionalidad reinterpretativa del poder se erigirá como referente del sentido común. Bullrich comienza a correr el riesgo de convertirse en un yaguareté de plastilina cuando su dureza toma formas accesibles en un lenguaje analítico en un ambiente forzado hacia la radicalización.

Si su furia o sí la misma es redirigida para incendiarlo, Milei podría convertirse en un león de paja.

La ausencia de ambos candidatos duros no significaría la ausencia de una radicalización resistente.

El límite de la ecuación democrática desde la izquierda tracciona el límite de la derecha a igualar su intensidad, una discontinuidad dejaría al descubierto a los reinterpretadores de realidades como instigadores de un formato extrademocrático.

La fragmentación resultante de las lecturas directas y forzadas de la realidad agudizan los valores de malestar en que nuestra existencia podría verse envuelta, algo así como una discontinuidad o un punto singularmente violento.

El límite desde ambos extremos tiende a lo mismo induciendo uno al otro, sólo que es el inductor el que se arroga el dominio de investir con el rotulo conveniente. Lo que de un lado es revolución en el reflejo sería golpe. Autoprovocarlo sería una opción válida para superar la espera y ser dueño de la reinterpretación de sus pedidos y consecuencias.

Después del león Milei, nada queda más a la derecha ¿Cuánto pueden forzar la valuación de la función democrática sin provocar la discontinuidad fatal que los dejaría al descubierto y sin sustento?

Cada nueva revaloración de la realidad los deja más cerca de ese límite cada vez con menos posibilidad de ser transigido.

Con datos cada vez más extremos sin posibilidades de acallar el relato dogmático, la salida es inexistente, la ecuación se vuelve irresoluble y sólo el uso del límite desde cualquiera de los lados da cuenta de la singularidad (prohibida de referir).

Podríamos resumir la condición de estado fallido o destruido adrede; para ello el algoritmo está en marcha y su diagrama de flujo puede incluir la no aceptación de resultados, otra reinterpretación y su recálculo por retroalimentación. Ya hemos tenido golpes revolucionados y revoluciones golpificadas; el perfil actoral de los partícipes es repetido en parte.

Oponerse, enfrentar o acompañar no va a variar resultados; la valuación asintótica con una condición de singularidad está siendo generada desde un solo extremo, del que dispone el poder.

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