Por Hernán Andrés Kruse.-

En diálogo con Eduardo Feinmann en Radio Mitre Mauricio Macri confirmó su decisión de apoyar a Javier Milei en el ballotage. Expresó el expresidente: “Quien lidera la propuesta de cambio es Javier Milei y hay que tener la humildad de reconocerlo”. Lanzó, además, duras críticas a sus socios radicales: “Ellos (Gerardo Morales, Martín Lousteau y Emiliano Yacobitti) han tenido permanentemente reuniones con Massa, con Morales a la cabeza. Le han apoyado todas las leyes que Massa les pedía en contra de la decisión de la mayoría, como el aumento de impuestos y las jubilaciones sin aportes”. Respecto a Elisa Carrió afirmó: “Cuando a la gente la gana el ego, se transforma en alguien que no puede construir nada bueno y lo que tenemos que lograr es recordar quién nos dio poder, que es la gente, y eso es para construir, no para dañar”. Y agregó: “Yo sé lo que ha pasado. En un contexto donde impera la angustia, con un dólar desbocado, una inflación que no para de subir, una inseguridad que crece todos los días, en ese momento se desató una discusión interna en cada familia, en la mesa de cada familia dividida entre los jóvenes y los padres sobre quién representaba el cambio. Lo he escuchado en casa de amigos. Llegó la hora de sanar esta discusión como la sanaron Patricia y Javier”. “Les pido a todos ellos (padres y adultos mayores), porque nos tocó a los más grandes, que tenemos que acompañar a los más jóvenes y reconciliarnos de vuelta, reconocer que “ustedes” (los jóvenes) son más”. “Esperemos que haya más moderación y que las cosas que no nos gustaron se corrijan para que realmente el cambio sea posible. Lo vi con una actitud más abierta a Javier”. “Sin institucionalidad no hay confianza, si no hay inversión no hay trabajo, y si no hay trabajo cada día estamos más pobres. Recuperemos la esperanza del cambio con todas las dudas que podamos tener. Milei sabe que hay mucha gente que duda, esperemos que desde la inteligencia convoque gente valiosa que lo puede ayudar. Y que realmente pongamos el eje de mejorarle la vida a la gente desde la libertad porque este cuentito del Estado de decirle a la gente lo que tiene que hacer ya sabenos que sirvió para que se hagan ricos unos pocos. Paremos con esto, basta de miedo” (fuente: Infobae, 27/10/023).

El ex presidente no hizo otra cosa que blanquear su desprecio por los radicales a quienes utilizó en su momento para acceder a la presidencia. Pero además, al decidir apoyar la candidatura de Milei, sentó las bases para la creación de una nueva fuerza política que podría denominarse “macrismo libertario”, es decir, una fuerza política conservadora que abraza la causa del anarcocapitalismo. Se trata de un hecho inédito en la historia política vernácula. Al cerrar filas con La Libertad Avanza el expresidente no hizo más que provocar a los radicales, quienes tienen decidido, aunque no lo reconozcan públicamente, apoyar a Sergio Massa. De manera pues que en el ballottage del 19 de noviembre competirán dos fuerzas políticas bien diferenciadas en lo ideológico: por un lado, el macrismo libertario y por el otro, el peronismo massista aliado con el radicalismo. Por un lado, la derecha; por el otro, la izquierda populista.

Y aquí ingresamos en un tema fascinante: la consideración de la derecha y la izquierda como meras referencias relativas. Para Massa, Cristina, Alberto, Morales, Lousteau y compañía la derecha, en este caso el macrismo libertario, es el enemigo, la peor plaga que asoló a la Argentina a lo largo de su historia. Para ellos la derecha es sinónimo de exclusión social, ajuste, relaciones carnales (con Estados Unidos, por supuesto), represión, autoritarismo y otras lacras similares. Si nos situamos en la vereda de enfrente, es lógico que Mauricio Macri, Javier Milei, Patricia Bullrich y compañía consideren a la fórmula presidencial de Unión por la Patria la genuina representación de la izquierda o, si se prefiere, del populismo. ¿Por qué? Porque como explica con meridiana claridad Jorge L. García Venturini en su libro Politeia, “en rigor, izquierda y derecha no son nada en sí mismas, sino meras referencias relativas, como “arriba” y “abajo”, “adelante” y “atrás”, etc. (…) Por de pronto, resulta evidente que, como en cualquier otro aspecto de la vida cotidiana, la izquierda lo es en relación a la derecha y viceversa, y lo que está a la izquierda de algo está, a la vez, a la derecha de otro algo, lo que ratifica la idea de relatividad y mutua dependencia. Una designación significa algo sólo en relación con la otra. Y esto es precisamente lo que más complica la cuestión”. El macrismo libertario está, pues, a la derecha de Unión por la Patria que está, a su vez, a la derecha del Frente de Izquierda. Para Myriam Bregman, Nicolás del Caño, Gabriel Solano y compañía Unión por la Patria está a la derecha y el macrismo libertario es lisa y llanamente la expresión vernácula del fascismo. Ello significa que toda fuerza política es de derecha o de izquierda en función de la fuerza política con la que es comparada.

Cabe preguntarse si en el actual mundo globalizado sigue resultando válida la dicotomía “izquierda-derecha”. Para despejar las dudas nada mejor que leer el esclarecedor ensayo de Alejandro Navas García (Dr. en Filosofía por la Universidad de Navarra) titulado “Izquierda y derecha: ¿una tipología válida para un mundo globalizado?” (2014). A continuación paso a transcribir las partes del escrito que tocan este apasionante tema.

“¿Qué significan exactamente izquierda y derecha en el plano político? Los científicos sociales reconocen que se trata de conceptos equívocos, pero las encuestas reflejan que los ciudadanos se siguen sirviendo de ellos para orientarse en el espectro político. De ahí que tenga sentido intentar una clarificación. En la tradición del análisis sociológico presentaré dos tipos ideales, para componer sendos talantes o estilos de hacer política. Seguramente ninguna formación de derecha o de izquierda se reconocerá del todo en este retrato robot, pero espero que sea de utilidad para situarse. A continuación, examinaré hasta qué punto esa esquematización es aplicable en el mundo globalizado de nuestros días”.

Dos maneras de ver la sociedad: mecanismo frente a organismo, planificación centralizada frente a iniciativa privada, igualdad frente a libertad

“Peter Glotz (1992), destacado dirigente socialista alemán, contraponía así las dos posiciones: la izquierda adopta un pensamiento racional y deductivo, habla de derechos humanos y de Estado de derecho, defiende normas universalistas y constituciones, es cosmopolita. La derecha, por el contrario, adopta un pensamiento vitalista, habla de instituciones llamadas a dar cobijo al hombre, defiende el espacio vital y el territorio nacional, opta por la polis. Habría bastante que matizar en el análisis de Glotz, pero sirve como punto de partida. La izquierda ve la sociedad como un mecanismo que se puede armar y desarmar a voluntad, como hacemos con las piezas de Lego. Esa plasticidad permite elaborar diseños sociales ideales; para llevarlos a la práctica cabe apostar por la vía pacífica —reformas— o por la revolución violenta. Para la derecha, la sociedad se parece más a un organismo.

Por tanto, no es posible descomponerlo en sus elementos sin mutilarlo o sin matarlo. Esta condición impone límites bastante estrechos a la proyectabilidad social. El hombre —como se sabe y acepta desde hace siglos— es un ser social: la persona no puede darse en singular. Al examinar la relación entre la persona y la sociedad se abren dos modalidades: o bien considerar que importa el conjunto social y que la persona debe quedar sometida al todo; o, por el contrario, dar la primacía a las personas y pensar que la sociedad está al servicio de ellas. La primera postura es de izquierda. Así, parece aceptable ver al hombre como determinado por el medio social. Para alumbrar una nueva humanidad bastaría con manipular adecuadamente las estructuras sociales. Se entiende por eso la importancia que la izquierda atribuye al sistema educativo y, en general, a la cultura como herramientas de transformación social. La derecha piensa más bien que el individuo debe asumir la gestión de su propia vida, en un ejercicio de libertad y de responsabilidad personales.

El valor político supremo para la izquierda es la igualdad o, muy emparentada con ella, la solidaridad. De ahí que su principal enemigo, auténtica bestia negra, sea la élite, el elitismo. De ahí también su hostilidad hacia la familia, fuente clásica de desigualdad: no hay dos familias iguales, y dentro de cada familia se dan diferentes roles –abuelos, padre, madre, primogénito, hijos menores–. La derecha prima la libertad como valor superior. La igualdad se entiende en ella como igualdad de oportunidades. Se supone que a partir de esas condiciones homogéneas de partida, los diversos actores, individuales y colectivos, llegarán a posiciones finales distintas, en función de la diversidad de capacidades, del esfuerzo desarrollado y de la suerte en la vida. La izquierda querría la igualdad final, como resultado y no como presupuesto. Dicho de otro modo: la izquierda busca la libertad a través de la igualdad; la derecha busca la igualdad a través de la libertad.

En economía, la izquierda confía en la planificación y regulación estatales. Pone el acento en la distribución. El principio de reparto, para todo tipo de ayudas o prestaciones, sería la necesidad. La derecha confía más en el mercado y en la iniciativa privada. Prioriza la producción, la creación de riqueza. Su criterio de reparto sería el mérito. Es típico que la izquierda en el Gobierno gaste más de lo que ingresa, incrementando la deuda y llevando la hacienda pública a la bancarrota. Entonces viene la derecha, para sanear las cuentas y, una vez aplicados los correspondientes ajustes, estimular el crecimiento económico. En cuando hay superávit, los ciudadanos se cansan de la disciplina y votan a la izquierda para incrementar el gasto público y las prestaciones sociales. Cuando el erario quede exhausto, se llamará de nuevo a la derecha… y así se explica en buena medida, desde el punto de vista económico, la alternancia entre izquierda y derecha al frente de los gobiernos (en las democracias occidentales)”.

Surgimiento de un mundo globalizado

“Podemos situar la aparición de un mundo globalizado en el último tercio del siglo XIX. A partir de 1870 y aprovechando los decenios de paz que median entre la guerra franco prusiana y la primera guerra mundial surge el mundo de hoy, altamente tecnificado. Los avances en el transporte y la reducción del proteccionismo propiciaron un extraordinario desarrollo del comercio mundial. La emigración experimentó un impulso similar. Casi el 10 % de la población mundial abandonó su patria en busca de mejores oportunidades. Por ejemplo, sesenta millones de europeos emigraron a América. Algo parecido sucedió en Asia, y esos ingentes flujos migratorios se desarrollaban sin papeles ni trámites burocráticos. En palabras de Stefan Zweig, testigo privilegiado de esos movimientos, “antes de 1914, la Tierra pertenecía a todos los hombres. Cada uno iba a donde quería y permanecía ahí el tiempo que quería. No había trámites ni permisos, y todavía me regocijo con la sorpresa de la gente joven cuando les cuento que en 1914 viajé de India a Estados Unidos sin tener ni haber visto un pasaporte”.

La primera guerra mundial, la gran depresión y la segunda guerra mundial ponen fin de modo traumático a esa primera etapa globalizadora. Una vez terminada la segunda guerra mundial, se impone sentar las bases del nuevo orden internacional y recuperar el terreno perdido. Se considera que el refuerzo de los lazos comerciales y económicos entre los países, tanto vencedores como vencidos, integrará eficazmente a los pueblos e impedirá nuevas aventuras bélicas. Los jalones son conocidos: Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, GATT, Comunidad Económica Europea, OCDE. Sin embargo, la guerra fría, con la consiguiente división del mundo en dos grandes bloques, empaña ese proceso. Hay acuerdo general en reconocer que con la caída del muro de Berlín y la implosión del sistema comunista comienza una nueva época, la de la globalización en sentido estricto. Se acaba la confrontación entre los dos grandes bloques, en el mismo momento en que las tecnologías de la comunicación sufren una auténtica revolución.

En los veinte años posteriores a la caída del muro, unas tres mil millones de personas se incorporan al mercado de trabajo global. La economía y la comunicación son seguramente los dos ámbitos en los que con más intensidad se advierten los efectos del proceso globalizador, por el que las fronteras dejan de ser relevantes y el mundo se convierte en un único escenario. Las manifestaciones son conocidas: bajan los costes de transporte, hasta hacerse en ocasiones casi despreciables; aumenta la inversión extranjera; los ordenamientos legales se homogeneizan, lo que da seguridad a empresario e inversores; descienden los costes de transacción; las fábricas se mueven casi con tanta facilidad como los bienes fabricados (deslocalización); muchas empresas se internacionalizan; el proceso de fabricación se descompone en fases, que pueden estar muy alejadas geográficamente entre sí, pues se busca que el montaje final se produzca cerca de los compradores; la desregulación gana terreno y se abren nuevos mercados; crece la competencia entre países por atraer inversiones; se incrementa la productividad. No obstante, conviene matizar. Se puede admitir que existe un único mercado mundial para las finanzas: no hay fronteras y el mercado funciona de modo ininterrumpido, pero no cabe decir lo mismo para el tráfico de mercancías y, menos todavía, para el de personas.

Después de haber descrito con un par de pinceladas someras la economía global, expondré con un poco más de detalle el nuevo escenario político, más relevante para nuestro tema. La implosión del sistema comunista y el fin de la guerra fría modifican tanto el mundo político como las reglas de juego. Mencionaré telegráficamente algunos de los cambios más importantes: a) Triunfo sin condiciones de la democracia y la economía de mercado. Se entiende que F. Fukuyama pudiera hablar del “fin de la historia”. La Unión Soviética se desintegra y nuevas naciones implantan regímenes democráticos: se estima que, a día de hoy, en torno a dos tercios de los Estados tienen una constitución más o menos democrática. b) Termina la bipolaridad propia de la Guerra Fría y se da paso a un régimen monopolar: hegemonía de los Estados Unidos, la única superpotencia mundial. El gasto en defensa estadounidense llega incluso a superar ligeramente al del resto del mundo. Su formidable aparato militar permite a los norteamericanos ejercer de gendarmes mundiales y se inaugura así la pax americana. c) Expansión de los derechos humanos, que conocen diversas “generaciones”: a los derechos civiles y políticos de la primera hora siguen los derechos sociales y económicos y luego, los derechos medioambientales y a la propia identidad (Carrillo, 1999). d) Abandono del principio de no injerencia en los asuntos internos de otros países, tributario de las condiciones propias de la guerra fría. Ahora se legitima la “injerencia humanitaria”. Se reconoce que una solidaridad particular une a todos los seres humanos: el sufrimiento del grupo más pequeño afecta al conjunto de la humanidad. El Consejo de Seguridad de la ONU enviará cascos azules en misiones humanitarias a los rincones más lejanos del planeta. Además de la maduración de la cultura de los derechos humanos, late detrás de este planteamiento una consideración bien pragmática: visto que las democracias no guerrean entre sí, la extensión de este sistema político en todo el mundo llevaría en el límite a la supresión de las guerras. De ahí que asegurar la estabilidad democrática de los países se considere una tarea que interesa a todos. e) Erosión de la soberanía nacional: los Estados pierden atribuciones, frente a los organismos supranacionales, las corporaciones multinacionales y los mercados financieros (Held, 1997). f) Creación de la Corte Penal Internacional (1998). El Tribunal quedó constituido en 2003, una vez logradas las suficientes ratificaciones nacionales. Inicia su andadura con un lastre no pequeño: la negativa de Estados Unidos a reconocer su jurisdicción. g) Protagonismo creciente de las ONG, que se convierten en interlocutores de los Estados y de los organismos internacionales en pie de igualdad”.

Nuevas crisis cuestionan la validez de los viejos conceptos

“A comienzo de los noventa el mundo parecía en orden: Occidente y la economía de mercado se habían impuesto de modo neto al comunismo. La democracia como régimen de gobierno se queda sin enemigos y sin alternativas. Pero no tardarían en surgir problemas, tanto en el ámbito político como en el económico. Los atentados del 11 de septiembre de 2001, que cientos de millones de espectadores en todo el mundo pudieron seguir en directo a través de la televisión, cambiaron el mundo. Estados Unidos moviliza a sus aliados y organiza una cruzada para combatir “el eje del mal”. Pero la lucha contra el terrorismo internacional se vuelve difícil: no hay enfrente un ejército regular, fácilmente identificable. Cambia el modo de hacer la guerra. Las guerras en Irak y Afganistán, que no acaban de ganarse, junto con los efectos de la crisis económica, terminan debilitando la posición hegemónica de Estados Unidos. Se habla incluso del final de la era norteamericana. Un documento de la Casa Blanca, elaborado en la primavera de 2010, viene a certificar el cambio de política: se reconoce que Estados Unidos tiene que acostumbrarse a partir de ahora a vivir dentro de los límites de su poder. El país ya no está en condiciones de participar simultáneamente en dos guerras, contra lo que había sido la doctrina vigente durante los últimos decenios. Después de diez años de combatir el terrorismo, se impone el recurso a una política que haga más hincapié en la actividad diplomática.

La Secretaria de Estado, Hillary Clinton, fue todavía más clara al anunciar que Estados Unidos pasaría del ejercicio bruto del poder a una política exterior más indirecta, que exigiría paciencia y aliados. Como casi siempre, este giro de la política exterior viene exigido por imperativos internos. El país no acaba de recuperarse de la crisis económica y se siente cansado de ejercer la función de gendarme mundial. Resulta significativo que en ese documento, que se propone redefinir la política exterior, apenas se concede atención a Europa, África y Latinoamérica. El único interlocutor exterior que interesa realmente a Estados Unidos parece ser China, por su propia magnitud como potencia económica y por su condición de financiador del déficit estadounidense. No obstante, las relaciones entre las dos grandes potencias no atraviesan su mejor momento. Estados Unidos reprocha a China desde hace tiempo que mantiene muy baja la cotización de su divisa, lo que le permite inundar el mercado norteamericano con productos baratos.

Pasamos de un mundo unipolar a otro multipolar, gracias a la emergencia de los países que conforman el grupo BRIC: Brasil, Rusia, India y China. Europa se encuentra en una imparable decadencia, demográfica -se calcula que perderá cincuenta millones de habitantes en los próximos cuarenta años-, política y económica, reducida de modo creciente al papel de simple testigo de los acontecimientos relevantes. Occidente da la impresión de sentirse inseguro, incluso desorientado. Estados Unidos, Europa y Japón acusan los efectos de la deuda creciente, la sobrecarga del estado del bienestar y el envejecimiento de la población.

Los BRIC pisan fuerte y plantan cara a Occidente. Por ejemplo, han conseguido imponer su criterio en las últimas rondas negociadoras de la Organización Mundial del Comercio. Sin embargo, no constituyen un bloque unido por intereses comunes y después de unos años de fuerte crecimiento económico aparecen síntomas de crisis. No sorprende que en los últimos meses se haya registrado una fuga de inversores extranjeros de esos países. El mundo globalizado debe afrontar retos igualmente globales, que trascienden el ámbito de acción de los Estados nacionales. En el entorno de la ONU y de otras organizaciones supranacionales de carácter regional proliferan las agencias y organismos creados para dar solución a esos problemas. Las cumbres, mundiales o regionales, proliferan sin cesar, pero los resultados dejan mucho que desear.

La erosión de la soberanía de los Estados nacionales se debe, en gran medida, a su incapacidad para solucionar problemas candentes que afectan a ámbitos supranacionales o incluso al planeta en su conjunto: protección del medio ambiente (contaminación de aire, tierra y agua; deforestación; efecto invernadero; cambio climático); lucha contra la pobreza; gestión de recursos escasos, como el agua potable; crisis energética; logro de la paz en zonas de conflicto; lucha contra la delincuencia internacional (tráficos de drogas, de armas y de sexo); terrorismo. La ONU se muestra con demasiada frecuencia inoperante, aunque no renuncia a sus ambiciosos objetivos. El fracaso de tantos intentos de acción mundial concertada para hacer frente a los problemas y retos globales se debe, sobre todo, a la crisis económica en la que nos encontramos sumidos desde 2008.

Sus manifestaciones son bien conocidas: especulación financiera descontrolada; endeudamiento general, de Estados, entidades financieras, empresas y familias; fallo generalizado de los mecanismos de control (agencias de rating y organismos gubernamentales); burbujas inmobiliarias; búsqueda de beneficios a corto plazo y del crecimiento rápido a cualquier precio; crisis de confianza; falta de ética en los comportamientos de muchos de los gestores. Robert Shiller (2008), el economista de Yale que acertó al pronosticar el desencadenamiento de la crisis, explica sus causas en clave más antropológica que económica: primacía del éxito económico y del triunfo individual frente a los valores sociales y solidarios; irresponsabilidad de tantos agentes económicos; falsa sensación de seguridad; incapacidad para aprender de los errores del pasado; el simple hecho de que la gente recibiera asesoramiento financiero de los empleados de los propios bancos y no de profesionales independientes.

La caída del Muro había sellado el destino del comunismo y de la economía estatalizada. El fracaso del socialismo se percibe con toda claridad en los países que todavía no lo han abandonado –Cuba, Corea del Norte–. El capitalismo ha sido mucho más eficaz a la hora de crear riqueza, pero la crisis actual muestra sus límites. Suena la hora de la ética y de los códigos de buen gobierno, en las administraciones públicas y en las empresas. Los excesos de los “mercados financieros” y del capitalismo desbocado han reabierto el debate en torno a las funciones del Estado nacional. Sin que se pretenda volver al keynesianismo, posición más bien minoritaria, muchas voces claman por un control gubernamental más eficaz, donde el Estado debería ejercer de verdad una función reguladora para asegurar el correcto funcionamiento de los mercados.

De repente nos hemos vueltos sensibles a los inconvenientes e incluso amenazas de la globalización, y surgen respuestas tan comprensibles como inquietantes: en política, el nacionalismo, adobado de populismo y xenofobia; en economía, el proteccionismo; en la cultura y en la religión, el integrismo y el fundamentalismo. Al encarar las manifestaciones de la crisis y la búsqueda de soluciones, los tradicionales conceptos de izquierda y derecha, junto con los programas que se solían adscribir a esas posiciones, se muestran inservibles. Tímidos intentos de encontrar una “tercera vía” entra ambas posiciones –como el programa de Tony Blair, inspirado por el sociólogo Anthony Giddens (1998)– han fracasado en la práctica. La inercia fruto de dos siglos de vigencia explica que mucha gente siga recurriendo a esos conceptos para interpretar la acción política, pero su excesiva simplicidad los hace inhábiles para abordar la complejidad de nuestra situación presente”.

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