Por Justo J. Watson.-

El gran desafío del presente gobierno “libertario” (por ahora sólo aspirante a minarquista) está en su habilidad para generar las sinergias de una épica de esperanza.

Así, para allanar ese camino de fe, orgullo argentino y nuevo entusiasmo creador, lo conducente es seguir con el proceso de quiebre de espinazo al pobrismo de izquierdas (en particular al peronista), el gran cáncer emocional que carcomió el ideal de la democracia republicana en nuestro país, arruinándolo para siempre.

Hay que decirlo una y otra vez: el justicialismo votado por once millones y medio de argentinos el pasado mes de Diciembre constituye una ideología violenta. Sus líderes siempre apuntaron con cinismo a lo más bajo del común denominador social, ampliándolo y estallando sus mentes para galvanizar una onda expansiva de mafias entramadas tan lucrativa (para la nomenklatura) como difícil de revertir.

Concedamos, por otra parte, que el constitucionalismo liberal fue un ideal bienintencionado aunque ingenuo con respecto a la verdadera naturaleza humana y por eso mismo, constructo de improbable concreción.

Así las cosas, la utopía más inspiradora que puede ofrecerse hoy es “prosperidad y cultura para todos” cambiando el modelo social “proletarios regimentados, empobrecidos y embrutecidos” por el modelo “propietarios liberados”.

Y a esa atractiva sociedad de riquezas extendidas, paz y cooperación se llega soportando las reformas legales que el gobierno intenta en estos días en su afán de estabilizar el desastre heredado e impulsar algunas inversiones. Y apoyando más adelante (elecciones parlamentarias del ’25) las nuevas leyes e instituciones sociales inclusivas que orientarán al pleno comunitario en un giro, ese sí, copernicano. Virando la nave nacional para que ingrese de lleno en la más poderosa de las corrientes del progreso: aquella cuyas instituciones inteligentes, en sintonía con la Ley Natural, mejor se adapten a los seres humanos reales (no a la estúpida entelequia del “Hombre Nuevo” socialista), permitiendo aprovechar todas sus potencialidades.

Abriendo licitudes. Liberando al Hombre y a sus innatas “ganas de hacer”; de ganar dinero sin cortapisas, ayudar y progresar en toda actividad lícita imaginable.

Instituciones inversas, por cierto, a las del actual modelo extractivo en las que debemos adaptarnos por la fuerza a las visiones y reglas de gobiernos depredadores.

Arruinado el ideal del constitucionalismo liberal emerge, generacionalmente, su reemplazo. Recambio ideológico nacido de una batalla cultural que empieza a identificar correctamente el origen del problema, que no es otro que el del monopolio estatal.

Cada vez son más quienes lo perciben: bajo sus auspicios, los precios reales de la administración estatal, la justicia estatal, la educación estatal, la salud estatal y la protección estatal en relación a nuestros ingresos reales aumentaron, al tiempo que su calidad y cantidad bajaban.

¿Cómo pudo abusar de los argentinos este ente monopólico de la coerción territorial, esta gran asociación de personas puntuales con intereses particulares llamada Estado (que de ningún modo “somos todos”)? Por la vía clientelar del fiscalismo, la deuda, la emisión… y el déficit.

La ausencia de competencia conduce casi siempre al abuso y a la ineficiencia sin que esta sea la excepción. Las propias normas, frenos y contrapesos constitucionales, por más bienintencionadas que hayan sido, sucumbieron aquí, allá y en casi todas partes a la naturaleza humana que, fiel al interés personal de los individuos empleados por el Estado, no hizo otra cosa que cumplir su destino genético haciendo crecer sin pausa la estructura y competencias del Leviatán hasta ahogar y desincentivar (por vía impositiva y reglamentaria) al decreciente número de quienes, produciendo, lo sostienen.

La ronda de privatizaciones, desregulaciones y demás incentivos capitalistas que el actual gobierno propone al hartazgo argentino de cara al “Estado mínimo”, no es más que una antesala. Una posta alberdiana o concesión transitoria a la susodicha democracia republicana en una hoja de ruta de décadas, balizada de rebajas impositivas.

De guiños al principio libertario de la no-agresión frente a la peor de las violencias cívicas innecesarias, cual es la tributaria. Violencia consecuente con un orden artificial (socialista) hijo de la envidia y el resentimiento; orden inhumano en el que vivimos sin darnos acabada cuenta y que supone que sólo los burócratas tienen sapiencia y corazón mientras todos los demás estamos imbuidos de maldad y desinterés por el prójimo.

Un orden artificial redistributivo cuyo derecho liminar es a la igualdad en el parasitismo y la miseria, aniquilador por estrés de lo que resta de fe en el sistema.

En esa línea, comienza a estar a la vista del común la contradicción de que el Estado “proteja” (con su monopolio de seguridad y justicia) la propiedad que al mismo tiempo expropia (con impuestos ruinosos), cosa que no puede sino conducir a cada vez menos protección y a más impuestos, dada la definición universalmente aceptada de que un monopolio siempre tenderá a subir los precios y/o a bajar la calidad y cantidad de lo que sea que produzca; en este caso, justicia y seguridad. El concepto-antídoto es, claro está, “libre competencia”.

En la actualidad cunde la idea de que los legisladores son básicamente vivillos de alto sueldo, que el diálogo es allí una negociación entre tahúres y que su consenso es casi siempre cuestión de precio. De que la mayoría de los jueces no son independientes ni creíbles y de que la cacareada igualdad ante la ley es sólo una falsedad más.

Por su parte, las tan ponderadas mesas de diálogo políticas corporativas o sectoriales no serían más que guitarreo para la tribuna, orientado en realidad a articular acuerdos espurios destinados a perpetuar los privilegios de los dirigentes y sus amigos. La legión de gobernadores, intendentes y protegidos tan visiblemente corruptos de estos últimos años, sumado a la debacle nacional en economía, salud, educación, justicia y seguridad abonan (y certifican) la concepción de que vivimos en un país surcado de mafias; fallido… y con instituciones fallidas.

En esta visión, el pueblo es sólo un conjunto de idiotas útiles a ser usado en las elecciones y los electores, borregos irredentamente crédulos.

En los años ’30, los conservadores abrieron la puerta al peronismo al establecer banca central, controles cambiarios, impuestos progresivos y juntas reguladoras.

Es hora de volver a cerrar ese cancel, reiniciando y repotenciando entre todos el apogeo perdido.

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