Por Italo Pallotti.-

Aquí estamos. Hemos sido capaces de, a través de la tolerancia extrema, ir perdiendo valores que alguna vez sustentaron el incipiente nacimiento de una nación con todos los aditamentos para ser considerada como tal. A tal punto fueron decayendo las condiciones de vida normales que a través de la familia se fue degenerando un modo de vida que alguna vez pretendió ser considerado como lo ideal para ser llamada a formar una sociedad con la solidez necesaria. Cuando los factores iniciáticos de todo grupo social no fueron capaces de advertir el desenlace que la desviación de sus conductas les traería aparejado, de a poco se fueron debilitando a tal punto que lo que parecía sólo un amague de decadencia, se acentuó peligrosamente. Los principios morales, la obediencia, el respeto, la convivencia, la bondad, la solidaridad, el buen decir, la tolerancia y tantas otras cosas simples del comportamiento humano fueron declinando hasta caer en la anormalidad y paralelamente en la inmoralidad. Cuando, como primer factor, la familia, el grupo esencial de la educación del ser se dejó avasallar por la pérdida de los principios, a los que se hace referencia, es el primer escollo que encuentra la comunidad para su desarrollo integral. Las primeras víctimas de todo esto: los niños.

Ni qué hablar de la escuela “segundo hogar” como se estila decir, donde la educación que se recibe no está en condiciones, porque además no es su tarea original, de corregir las desviaciones que ya fueron grabadas a fuego en una niñez vulnerada y carente de solidez en su personalidad. Porque aquí encuentra generalmente un mundo agresivo y extraño, tantas veces, que lo aleja aún más del manejo de la autoridad de sus padres. En tales condiciones ya no parece aquella figura inocente, manejable con cariño y respeto; sino lo contrario. Y todo comienza a diluirse precisamente en el lugar donde debiera afianzarse y consolidarse (familia y escuela). Esto ha sido llevado a un extremo que lo anormal parece normal y un estado de beligerancia y desorden, es tomado como algo habitual. Lo dicho no solo ocurre en la escuela pública (en otras épocas ejemplares), sino también en las privadas (antes, reservorio de mejores valores). Y es así que en tal escenario el país, su comunidad, parece sumida en el caos, el desorden, la anomia, en un síntoma de confusión y desquicio al que parece, como una nube tóxica, ir ganando todo el cuerpo social.

En este encuadre, en la medida que los habitantes no se den cuenta que deben abandonar el papel de individuos y ponerse el traje de ciudadanos de una vez por todas, es casi seguro que el recupero del rumbo de la nación sea de muy difícil concreción. Solo un trabajo colectivo serio y responsable, sin grietas ni egoísmos, de familia, sociedad y Gobierno podrá redimirnos de los desatinos a los que hemos sido capaces de hacer caer la República. Será necesario que muchos pensantes, en función de comprender que al país hay que reorganizarlo sin ataduras del pasado; y obviamente sin idealismos estúpidos o proyectos mesiánicos. Esto, para recuperar un sistema, el mejor, alejado de ese Estado al que con políticas erráticas y en modo descalabro lo han sumido en una figura decorativa sobre la que se montaron influencias malsanas, nefastas y sin sentido. Basta. La clase o casta política (término de moda) debe entender que el país se hunde definitivamente, en esa guerra de guerrillas parlanchinas e inconducentes, siempre enfrentada con dos modelos (que en definitiva no es ninguno). América espera que nos subamos al tren del progreso. La familia, la escuela y un gobierno sensato, moderno, honesto, responsable y capaz de aglutinar con su nobleza y capacidad a ambos, son los garantes para que el “famoso mañana”, tantas veces prometido, vea la luz. De lo contrario, quedaremos expuestos por siempre al juicio de la historia por haber tirado a la letrina, vilmente, un país bendecido por la naturaleza.

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