Por Hernán Andrés Kruse.-

La libertad cultural sintetiza lo que de esencial tiene la naturaleza humana. Es más, coincide con ella. El hombre posee inteligencia y voluntad. En virtud de ello se diferencia de los demás seres, lo que permite afirmar que en ellas está su esencia característica. Y como la cultura implica la manifestación propia de la inteligencia y la libertad la expresión de la voluntad, la libertad cultural simboliza las raíces esenciales del hombre. La libertad cultural no es, pues, otra cosa que la manifestación propia de la naturaleza humana. En consecuencia, la libertad cultural afecta a aquello por lo que le permite al hombre sobresalir entre los demás seres, aquello que en el hombre implica su máxima dignidad. Y aquí Quiles fleta una idea fundamental: “por su libertad cultural el hombre es hombre” (“Persona, libertad y cultura”, obras de Ismael Quiles). Por su libertad cultural el hombre puede dar rienda suelta a su inteligencia y su voluntad, puede poner en funcionamiento todas sus capacidades mentales, espirituales y volitivas. La cultura y la libertad coinciden en una expresión: la interioridad. Al gozar de la libertad cultural el hombre pone en evidencia que posee su propia interioridad, su propio yo, lo que le permite diferenciarse de los brutos que siempre están determinados por el ambiente que los rodea, orientados o conducidos desde el exterior, desde afuera. Los brutos carecen, pues, de interioridad, no tienen un sí mismo, están imposibilitados de decir “yo”. Por dentro están vaciados de contenido cultural, presentándose como una cáscara hueca. Y en verdad lo son. No viven en función de su interioridad, sino en base a presiones externas que no hacen otra cosa que mancillar su dignidad. El hombre carente de interioridad no es, en verdad, un hombre. Sin cultura y sin libertad, la personalidad humana se desintegra inexorablemente, quedando en su lugar una masa de carne y hueso que se mueve al compás del ritmo que le impone el control social.

Pero más profunda es, aún, la interioridad propia de la voluntad, en que consiste, precisamente, la libertad. En efecto, el hombre sólo es libre cuando su conducta está determinada por su núcleo más profundo, cuando está movido por una energía que proviene desde lo más hondo de su ser. Únicamente bajo esas circunstancias el hombre es un ser libre. Porque cuando la determinación viene desde el exterior, la libertad cesa. Cuando la conducta del hombre es fruto de presiones exógenas el hombre ya no es una persona sino un mecanismo, un engranaje, una cosa que carece de existencia propia. La vida humana da paso a la coacción, a la fuerza. La persona se esfuma para ser reemplazada por un animal doméstico. Para que haya una acción propiamente humana es, pues, indispensable la existencia de la libertad cultural. Porque gracias a ella el hombre emerge en todo su esplendor como un ser pensante, como un ser que maneja su vida por sí mismo; como un ser libre, en suma. Lo expresado precedentemente nos está revelando que si la vida del hombre no procede de su interior, comienza a perder sus características esenciales para descender a lo infrahumano. Expresado en otros términos: si el hombre carece de interioridad, de libertad cultural, ingresa en un mundo lesivo de su dignidad, de su condición de hombre. Ingresa en un mundo donde la coacción, la opresión, la masificación, es decir, la aniquilación del hombre como persona, constituye una triste y lascerante verdad. “Por eso”, dice Quiles, “la libertad cultural es, en su origen, el fundamento de la dignidad humana y en cuanto se la afecta se viola la más sagrada dignidad del hombre”. Todo intento por dirigir al hombre desde afuera por más “buena” que sea la intención de quienes lo efectúan, es intrínsecamente perverso y ominoso. Lo es porque alejan al hombre del mundo humano, para introducirlo en el ámbito de lo infrahumano, de lo mecánico, de lo opresivo. Y cuando ello sucede, se agravia gravemente a la dignidad humana, valor esencial de cuyo respeto depende que el hombre viva como una persona y no como una hormiga.

La importancia de respetar la libertad cultural emerge, pues, en toda su magnitud. Porque cuando directa o indirectamente se la conculca, no se hace otra cosa que cometer un asesinato espiritual del hombre, un verdadero atentado contra la vida humana, porque implica,, lisa y llanamente, “la esclavitud más degradante, la de la inteligencia, y porque se rebaja al hombre a la categoría de irracional”. La libertad cultural implica, esencialmente, el derecho a la verdad, el derecho al libre acceso a la cultura. Todo hombre, por su condición de tal, tiene derecho a que nada obstaculice su ingreso en el mundo de la cultura. Cuando se priva a un individuo del acceso a la verdad, cuando se le impide adentrarse en el ámbito de la libertad cultural, se viola gravemente su dignidad. La condición humana se rebaja cuando alguien o algo excluye a los hombres del mundo de la cultura. Y al rebajarse, ingresa en el seno de lo infrahumano, de lo que está por debajo del decoro y la moral humanos. Para Quiles el hombre es libre en la medida de que goce en plenitud el derecho a la verdad, el derecho a la cultura, el derecho al conocimiento; el derecho a ser hombre, en suma. El derecho a la verdad reclama de la sociedad una ayuda positiva. Ello significa que la sociedad tiene la obligación moral de crear las condiciones que posibiliten a todos sus miembros el libre acceso a la cultura. Vemos pues que para Quiles la garantía del libre acceso a la cultura para todos los hombres no compete exclusivamente al Estado, sino también a todos los grupos sociales privados situados en el seno de la sociedad. En definitiva, la ciudadanía en su conjunto debe y tiene que esforzarse al máximo por lograr que el derecho a la verdad del que gozan todos los hombres, no sea una quimera sino un derecho que tenga plena vigencia. Pero este derecho reclama de parte de la sociedad “la exclusión de todo positivo impedimento, ya sea de los demás individuos, ya sea del Estado, que prive a los aptos de su acceso a la verdad”. En esta oración queda condensada la filosofía liberal que Quiles pregonó en materia educativa. El liberalismo educativo tiene vigencia sólo si la sociedad libera de obstáculos el camino de quienes, con su esfuerzo, tratan de acceder a la cultura. El liberalismo educativo efectiviza, pues, el ingreso de los hombres en el mundo de la cultura. Y al hacerlo transforma al pueblo en ciudadanía pensante, crítica, reflexiva. El libre acceso a la cultura posibilita al ser humano fortificar su libre albedrío, su capacidad de opción, su facultad de pensar por sí mismo. Es por ello que cuando la sociedad excluye a los hombres del acceso a la verdad, les niega, en el fondo, la posibilidad de ser personas. Todo plan de gobierno que, consciente o inconscientemente, favorece la exclusión cultural, embrutece al pueblo, lo masifica, aplasta su creatividad y paraliza su espíritu crítico.

Ahora bien, el derecho a la verdad incluye el que sea la propia persona quien compruebe si lo que va adquiriendo es o no la verdad. De esta manera, el hombre, al comprobar personalmente el valor de la cultura que se le ofrece, está en condiciones de hablar de su posesión cultural. El hombre, por ende, deja de ser un dogmático, un fanático, un irreflexivo que dice que el rojo es el color más lindo porque otros iluminados así lo estipularon como dogma infalible. Este mensaje de Quiles hace, en consecuencia, a la esencia de la libertad humana. El hombre no es verdaderamente libre si no es él mismo quien comprueba personalmente la verdad o el valor de cuanto aparece en el campo de su conciencia. “Debo ser yo mismo”, dice Quiles, “el que controle los fundamentos de la verdad que, como tal, encuentro o que se me ofrece desde afuera”. Si ello no acontece entonces puede suceder que al hombre se le ofrezca como verdad el error y como bien el mal, lo cual resulta inadmisible ya que el hombre no puede, en efecto, dar su asentimiento a uno y a otro (al error y al mal), no puede, en última instancia, hablar de su posesión cultural si no es él mismo el que puede dar razón de ello. La libertad cultural incluye, a su vez, el derecho de aprender, el derecho de acceder, de manera sistemática, a la verdad. Todo hombre tiene, pues, el derecho de adquirir, de acuerdo a su vocación individual y social, aquellos conocimientos que considera útiles para su vida profesional. En consecuencia, todo impedimento tendiente a entorpecer la adquisición de conocimientos lesiona gravemente la dignidad humana, agrede al hombre ya que lo aleja del mundo de la libertad cultural.

La realidad pone en evidencia la existencia de un sinnúmero de impedimentos que a diario alejan al hombre de la libertad cultural. La pobreza es uno de ellos. En efecto, el hombre pobre carece de aquellos recursos indispensables que le permiten ingresar en el mundo de la cultura. Ese hombre, por ende, se privado de adquirir los conocimientos que le posibiliten sobrellevar con éxito las exigencias de la sociedad contemporánea. Ese hombre se embrutece, se aísla, queda sumergido en la ciénaga de la ignorancia. Deja de ser una persona para transformarse en un ser amorfo que deambula sin ton ni son por el camino de la vida. La pobreza atenta, pues, severamente contra el derecho a aprender. De ahí que todo gobierno tenga la obligación moral de velar por su plena vigencia. En efecto, los gobernantes deben dedicar buena parte de los recursos que obtienen extrayéndolos coactivamente de nuestros bolsillos para favorecer a aquellos hombres y mujeres que, dados sus escasos recursos, no podrían por sí solos ingresar en el mundo de la cultura. De esa manera se evita que dicho mundo se transforme en un ámbito oligárquico, hermético, cuyas puertas sólo se abren para quienes posean el mayor poder económico. ¿A quién incumbe primaria y originalmente el derecho a aprender? Obviamente, a cada persona. Ahora bien, si se trata de una persona adulta, consciente de sí misma, resulta por demás evidente que este derecho puede y debe ejercerlo directamente y que es inalienable. Esta oración de Quiles sintetiza a la perfección la esencia de lo que podríamos denominar “la filosofía o concepción liberal de la educación”. En efecto, el ciudadano adulto tiene el derecho a educarse como mejor le plazca, a elegir él mismo el camino que considere más adecuado para ingresar al mundo de la cultura; en definitiva, el ciudadano adulto tiene el derecho a aprender lo que quiera y como quiera, siempre y cuando no atente contra derechos de terceros. El derecho a la verdad implica, en síntesis, “el derecho a elegir los métodos de acceso a la verdad, lo que, en concreto, importa el derecho a elegir aquellos centros de enseñanza, aquellos profesores, programas, exámenes, sistema pedagógico, y, en general aquel ambiente o medio, que yo creo más apto para adquirir la cultura”.

El hombre es un ser social. Es incapaz de vivir solo, a la intemperie, sin tener en cuenta a los demás. El hombre convive con otros hombres, y al hacerlo da forma a un sistema de convivencia social, a una sociedad. En su ámbito el hombre ejerce esa libertad cultural que brota de su esencia, de su naturaleza, de su condición de hombre. Pero no la puede ejercer de cualquier manera, irresponsablemente. ¿Por qué? Sencillamente porque el hombre no se encuentra solo sino rodeado por sus semejantes que también ejercen su libertad cultural. ¿Qué sucedería si todos los miembros de la sociedad ejercitaran la libertad cultural a tontas y a locas? La convivencia social explotaría por los aires, víctima del ejercicio desenfrenado de la libertad cultural por su componente humano. De ahí la obligación de todos los miembros de la sociedad de ejercitar la libertad cultural con responsabilidad. Y los hombres ejercitan la libertad cultural de manera responsable cuando tienen presente la libertad cultural de los demás. De manera pues que la convivencia social supone siempre una limitación en el ejercicio de las libertades culturales respectivas. Juan no puede (ni debe) ejercitar su libertad cultural de manera tal que lesione el ejercicio de la libertad cultural de Pedro. Tanto Juan como Pedro tienen, por ser personas, el mismo derecho a ejercer plenamente su libertad cultural. El respeto mutuo constituye, pues, el único dique de contención al desenfreno en el ejercicio de la libertad cultural de ambos. Una sociedad es justa en la medida en que cada uno de sus miembros ejerza su libertad culturar sin dañar a los demás ciudadanos, sin coartarles el ejercicio de su libertad cultural. Una sociedad es justa, entonces, en la medida en que no se produzca una absolutización del ejercicio de la libertad cultural, en la medida en que sus miembros no ejerzan sus libertades culturales desentendiéndose por completo de las libertades culturales del prójimo. Emerge, por lo tanto, una legítima limitación de la libertad cultural. En efecto, el ejercicio de mi libertad cultural, enfatiza Quiles, no debe limitar injustamente el de los demás. Se impone, pues, “el respeto mutuo a todas las libertades individuales”. Nadie tiene el derecho de exigir que los demás sirvan exclusiva y primariamente a su propia formación individual. El ejercicio de la libertad cultural es, por ende, relativo, no absoluto. Lo es porque nadie tiene por qué perjudicar, en aras de su propio ejercicio de la libertad cultural, a los demás. Todos los hombres, en su condición de tales, deben ejercitar la libertad cultural con una responsabilidad tal que haga factible la vigencia del bien común público. Porque si ello no acontece, la libertad cultural como bien moral sufre grave perjuicio, impidiéndose una convivencia social respetuosa de la dignidad del hombre.

Ahora bien, resulta evidente la escasa practicidad que tiene el problema de la limitación de la libertad cultural En efecto, resulta por demás complicado que, por ejemplo, mi saber científico limite la capacidad de saber de los restantes ciudadanos. A lo sumo, podría aspirarse a una distribución equitativa de las posibilidades de acceso al mundo de la cultura entre todos los hombres, de acuerdo con su idoneidad para ello. Quiles se muestra partidario, entonces, de un proceso de igualación de las posibilidades de ingreso a la verdad de todos los ciudadanos en función de su capacidad y no de su riqueza, de su linaje o de sus contactos políticos. La practicidad del problema bajo estudio queda en evidencia cuando la libertad cultural roza al bien común. La libertad cultural no puede ejercitarse de cualquier manera. Por el contrario, la libertad cultural es un bien moral que exige de sus protagonistas un ejercicio responsable destinado a bonificar el sistema de convivencia social. El ejercicio de la libertad cultural es legítimo cuando no es directamente nocivo a los derechos de la ciudadanía, cuando no socava las condiciones que posibilitan la configuración de una sociedad civilizada. Existe, por ende, una limitación legítima de la libertad cultural. Que se pongan diques de contención al ejercicio abusivo de la libertad cultural no atenta contra la democracia constitucional; al contrario, la resguarda, la protege, impidiendo que dicho ejercicio abusivo termine por destruirla. La limitación legítima de la libertad cultural tiende, en definitiva, a salvaguardar la dignidad de la ciudadanía. ¿Qué sucedería si, por ejemplo, la enseñanza fuese utilizada contra el orden público o la moral? El caos comenzaría a reinar por doquier, escalón previo al advenimiento del despotismo. Resulta inadmisible, entonces, que haya libertad para un tipo de enseñanza que implique una perversión moral o una inseguridad jurídica. ¿Es legítimo, entonces, en aras del principio supremo de la libertad, que se enseñase a los alumnos de un colegio a utilizar la picana eléctrica o a cometer atentados? A tales extremos se llegaría eventualmente si no existiera una limitación legítima de la libertad cultural. Es claro, por lo tanto, que la autoridad pública puede y debe intervenir en estos casos de violación flagrante de la libertad cultural. El estado no puede aplicar, en estos casos, el principio liberal del “dejar hacer, dejar pasar”, sencillamente porque si ello ocurriera la libertad de todos correría serio peligro. Por el contrario, cuando la libertad se desnaturaliza o, mejor dicho, cuando sus protagonistas la utilizan para dañar a sus semejantes, las autoridades gubernamentales tienen la obligación moral-para eso la comunidad les paga sus sueldos vía impuestos-de limitar su ejercicio. Únicamente en estos casos extremos el estado debe intervenir. Es, pues, de capital importancia que quede bien aclarado cuál es el principio de limitación de la libertad cultural: “es el respeto a un orden público básico y a una moral pública necesaria para la convivencia humana”. Vale decir que cuando se respetan tanto el orden público como la moral ciudadana, debe concederse a los hombres plena libertad cultural. Todo lo que desborde de esta exigencia básica del orden público y la moral no sería más que una limitación ilegítima de la libertad cultural.

Luego de reflexionar sobre todo lo atinente al ejercicio legítimo de la libertad cultural, Quiles formula el principio de la libertad cultural integral: “todo hombre tiene derecho a un acceso libre a la verdad, comprobada por sí misma, a aprender y a enseñar según aquellos métodos que crea más aptos para ello, sin más limitaciones que la que exige el respeto a un orden público básico y a la moral fundamental”. Este principio procede de la mayor conciencia que el hombre de nuestro tiempo ha ido adquiriendo del valor y de la esencia de la persona humana. El hombre se ha percatado de que, por su condición de tal, tiene derecho a ejercer en plenitud el principio de la libertad cultural integral, siempre que no atente contra los derechos de los restantes ciudadanos. Se ha percatado de que, a pesar de las diferencias ideológicas que existen naturalmente en la sociedad, la vigencia de la libertad cultural integral garantiza una convivencia basada en el respeto y la consideración mutuos. Se ha percatado de que, en definitiva, sólo es libre si es capaz de acceder a la verdad por sí mismo, sin dejarse influenciar por fuerzas exógenas que lo único que pretenden es manejarlo como si fuera una marioneta.

* Ismael Quiles: Filósofo y sacerdote español (1906-1993) de la compañía de Jesús que desarrolló toda su actividad en Argentina.

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