Por Jacinto Chiclana.-

Desde el fondo muy al fondo de los tiempos, el fuego, concierto único de llamas danzantes que se elevan hacia el cielo, irradiando ese intenso calor que puede ser tanto de abrigo como de destrucción, ha tenido un efecto de fascinación atrayente y misteriosa sobre los humanos, sin distinción de ubicaciones geográficas, razas o grupos étnicos.

Las huestes invasoras se encontraban casi siempre con los pueblos, ciudades y campos devastados por el fuego, negados entre lágrimas por los desplazados para quitarles recursos de subsistencia. Muchas veces el fuego fue considerado como el único método para lograr la purificación definitiva, la purgación de las almas y el remedio final contra las impurezas de la carne y los espíritus.

Abrazados por las llamas expiaban sus pecados los impíos, los acusados de brujerías y actos contra la fe, durante los largos años de la feroz inquisición.

Muchas otras veces el fuego constituyó el detonante de violentos giros de la historia, cuando no el inevitable final de estos.

La Argentina de los ‘50 lo tuvo como exclusivo protagonista de momentos de inflexión. Los fuegos pequeños pero numerosos de las antorchas caseras que desfilaron frente al cadáver de Eva Perón, el gran incendio producido por la quema del Jockey Club o los incendios de las iglesias.

Más cerca en el tiempo, los otros fuegos, los producidos por el estallido de las bombas colocadas indiscriminadamente por aquellos integrantes de la luego llamada “juventud maravillosa”, marcaron con letras candentes el imperio de las llamas como liturgia hábil para dirimir diferencias ideológicas.

El fuego parece ser dueño y señor en la Argentina. Se queman depósitos de documentación, llevándose de paso la vida de nueve servidores públicos, se queman oficinas judiciales donde se acumulaban pruebas de corruptas maniobras, se queman archivos y antecedentes, se queman silos bolsa y, por qué no decirlo, hasta aviones tristemente célebres por supuestos movimientos irregulares de dineros mal habidos o cargamentos de droga destinados a Europa.

Claro que en estos casos los fuegos no tienen ni una pizca de artilugio purificador, sino más bien hace de herramienta hábil e idónea para el ocultamiento de sucios negociados, casi siempre de oscuros personajes encaramados en el poder o cerca de él.

Ahora, como todo muta y a veces el mal también perece, como todo en esta vida, una gran llama amarilla parece haber nacido desde este domingo pasado y se extiende con efecto purificador sobre gran parte del territorio nacional, amenazando arrasar a su paso con las iniquidades de los políticos inescrupulosos.

Este gran fuego amarillo aparece ante nuestra vista como aquellos fuegos con los cuales los productores agropecuarios limpian de malezas bastardas sus campos, para preparar la tierra y dotarla de nutrientes fecundos en donde puedan desarrollarse felizmente las buenas semillas.

Como una gran epidemia de fiebre amarilla, pero bienhechora y anunciante de sanación y bienaventuranza, avanza sobre las, hasta ahora olvidadas comarcas de esa tierra de nadie bonaerense, trayendo una bocanada de esperanza de aires frescos, que corran sin remedio la fetidez de décadas de olvido, podredumbre y latrocinio.

Y por esos misterios que tiene la vida, ese mismo fuego, enmascarador de injusticias y prebendas, nos trae ahora la esperanza de iniciar una nueva etapa en la que los miasmas putrefactos de una era de vergonzantes privilegios y negociados, deje paso a nuestra unión en pos de objetivos acordes con los sueños de nuestros forjadores.

Quiera el destino que este fuego invasor y provechoso, encendido por aquellos que eligieron un camino de relleno de las grietas de artificio, cavadas para distraer, ocultar, dominar y dividir, nos permita alcanzar el camino definitivo de unión entre nosotros y así cumplir con el designio de grandeza y desarrollo que nos merecemos, después de décadas de engaños y estafas morales.

Quien nos quita que quizás esas llamas amarillas que proliferan desde el domingo pasado, propicien las rojas e intensas llamas de una justicia sin amnesia y veamos quemarse en el infierno de la prisión de los hombres a quienes nos vienen esquilmando sin pausa desde hace tiempo.

Pero que sea un fuego que no trance. Un fuego que no acepte dos palitos de vuelto y un año y medio de prisión en suspenso. Un fuego que consuma a los sonrientes ladrones de máquinas de hacer billetes, que envuelva a los nuevos ricos de la noche a la mañana, asociados sin pudor ni disimulo a quienes nos gobiernan para repartirse la torta robada. Un fuego que consuma también a los jueces comprados o encarpetados que fallan de manera funcional al esquema de corrupción descarada y abierta.

Un fuego que termine con la soberbia, los hoteles fastuosos, las fuerzas de choque y conquista, los vuelos innecesarios, los lujos inexplicables y monárquicos, la verborragia insolente, las tergiversaciones de la historia, los privilegios y el nepotismo, el advenimiento contranatural, como grandes estadistas, de viejos y sanguinarios asesinos; de ventajeros arrimados a la lumbre oprobiosa del poder de los que se autodenominan intelectuales.

Un fuego que consuma a esta recua de ratas de albañal, con domicilios desconocidos y larga fama de malandras, un fuego que acabe con los hechiceros y hechiceras que con sus inmoralidades, cual sacerdotes de un sucio culto vudú, clavan largos alfileres y agujas en el doliente cuerpo de esta Argentina inconclusa y maltratada, impidiendo que el sacrificio de aquellos que la parieron, se refleje en un país respetado y apreciado en el resto del mundo.

Un fuego que corra a lo largo de la mecha, imparable, incorruptible y prodigioso. Y encienda de una buena vez el mechero de un gran aerostático que nos eleve por sobre la basura y la podredumbre.

Todos los fuegos… el fuego.

Un fuego grande que aunque sin sangre, inicie una revolución moral en la Argentina y convenza a los que quieren llegar para forrarse que la mano ya no viene como antes, que la sociedad ya está harta de hacer el papel del indiferente o el incapaz.

Bienvenido este fuego si destruye nuestras miserias y acaba con ese maldito axioma que envuelve a los argentinos a la vista del mundo: el de tener un gran país que no nos merecemos y al que permitimos que sigan desguazando y arrasando desde hace casi cien años, sin castigo ni remedio.

Bienvenido ese fuego si quema la mala hierba que hemos dejado crecer casi impunemente.

Por eso, parafraseando al genial Benedetti: ¡Gracias por el fuego….!!

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