Por Luis Tonelli.-

La cultura política argentina se basa en un fuerte apego a los valores republicanos, aunque ellos extrañamente sólo se manifiestan cuando la economía comienza a andar mal. Somos así: la corrupción nos importa cuando la creemos causa de la recesión en ciernes. La simplificación explicativa, falsa en términos absolutos, es que “toda la plata que falta se la han llevado los políticos”, cosa realmente imposible desde el punto de vista presupuestario. Ahora si vamos al tema de cómo la corrupción erosiona la cultura del trabajo, afecta a las inversiones, y degrada a las instituciones, esta se erige como un factor clave, tanto variable independiente como dependiente a la hora de explicar la baja performance de nuestra economía.

Al unísono del encarcelamiento de uno de los funcionarios más impresentables del viejo régimen Ricardo Jaime apareció el nombre del Presidente de la Nación involucrado en la difusión de datos sobre paraísos fiscales en Panamá. Es cierto, como bromeaba un banquero, “el problema no es cuando un Presidente formó en el pasado parte de una off shore, sino cuando arma una cuando es Presidente”. De allí que el caso de Mauricio Macri no sea de ninguna manera comparable con los de Putin y el renunciado Primer Ministro de Islandia, por ejemplo.

Lo cierto es que, en un país con semejante inseguridad jurídica y recurrentes crisis económicas, la fuga de capitales naturalmente ha adquirido niveles récord (y se ha convertido a la vez en la principal causa del estancamiento económico). Frente a esto, y buscando santuario económico, los pobres compran cuando pueden algún plasma, la clase media hacer al exterior y acovacha lo que puede en el colchón y los millonarios abren cuentas y empresas en el exterior. Paradójicamente, por ser exitoso el marketing comunicacional que logró hacer olvidar al electorado que Mauricio Macri era un empresario ahora se lo trata como un simple político, y desde allí se lo juzga por formar parte de una off shore.

No habiendo en el mundo otro sistema que el capitalista (por más rezos que eleve al cielo el Papa Francisco), este sigue estando presidido por la búsqueda de la rentabilidad, cuyo primer y obvio apotegma es no dejar que una crisis evapore el capital acumulado y de ahí que la banca y las empresas off shore sean instrumentos financieros muy utilizados por los empresarios de cierta envergadura (esto poniendo de lado a los que usan los paraísos fiscales para lavar dinero proveniente de evasión impositiva o, más grave aún, el que obtenido con el narcotráfico o crímenes globales, aunque no parece ser este el caso del Grupo Macri).

De todos modos, hay una cuestión que el Gobierno debiera, a esta altura de la soirée, saber: que lo que vale en el plano del capitalismo y de las empresas no lo vale en el plano de la ética pública. Uno como CEO de una empresa puede justificar su accionar diciendo que le gusta más “la plata que el dulce de leche” pero digamos que esto sería un tanto chocante si se lo escucha de labios de un político (el video con la humorada de Néstor Kirchner abrazándose a una caja fuerte no hubiera tenido ningún impacto si el que lo hacía era, por ejemplo, Franco Macri).

Como ya Max Weber señalaba en su famosa Zwischenbetrachtung, el mundo moderno se encuentra constituido por esferas autónomas de racionalidad. Y si muchas veces lo que es racional en economía colisiona con lo que es racional en política, choca con más violencia todavía la lógica de los negocios con los principios de la ética que rige para un gobierno. Nadie le cree a un empresario cuando dice que “fundó su empresa por que le interesaba servir al bien público”. Paralelamente, un funcionario no puede decir que “dejó la actividad privada para hacerse rico en la actividad pública”. A quien se le permitió toda trasgresión nunca se le perdonó la frase “la Feyari es mía, mía”, aun quienes creían que se la habían regalado por lo simpático que caía ese Presidente entre el empresariado noventista.

Bienvenidos los CEOs al Gobierno, bienvenida la eficiencia en la gestión pública, la evaluación de los resultados, la optimización de los procesos, el ahorro de costos y los incentivos por productividad.

Eso en lo concerniente a la “administración del Estado”, cuestión esencial pero que no agota lo que lo estatal representa. También los funcionarios deben poder presentarse creíblemente como profesionales al servicio de la provisión de bienes públicos. Máxime, cuando ellos forman parte de un espacio que critica al Gobierno saliente porque algunos de sus integrantes cayeron en la máxima hipocresía de manifestar que estaban dispuestos a prenderse fuego abrazados a la bandera nacional (aunque en privado la única fogata que armaban era al encender sus cigarros con los billetes de 100 dólares que forraban sus pozos clandestinos). Y todavía más aún, cuando la situación demanda ajustar el cinturón del gasto público.

Un gobierno de CEOs es un gobierno sospechado ya antes de empezar de gobernar solo para los ricos. Los funcionarios que provienen del sector privado deben ser especialmente probos y fundamentalmente parecerlo, y todavía más. Deben someterse a un escaneo profesional ex ante y resolver todas las cuestiones abiertas y por abrirse. Y dejar todo bien constado y por escrito. La regla de oro a seguir es “documentate, pibe”.

Estamos en un mundo en el que más temprano que tarde, todo se sabe. Y si las cosas no se cuentan antes, entonces el que las descubra dará la interpretación más maligna que él pueda imaginarse. Por algo Winston Churchill decía eso “que la historia será amable conmigo porque pienso escribirla”. (7 Miradas, editada por Luis Pico Estrada)

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