Por Hernán Andrés Kruse.-

Es saludable, de vez en cuando, desentenderse de la política, de los políticos que supimos conseguir, de sus mentiras, engaños y traiciones. Es saludable, de vez en cuando, no leer, aunque sea por unos minutos, artículos referidos a la política. Es imperioso, pues, hacer un paréntesis para enfocarse en otros temas de por sí mucho más elevados y nobles que los temas vinculados con la cruda y dura realidad que nos agobia sin misericordia. Es por ello que debemos agradecerles eternamente a aquellos intelectuales que, sin renegar de la política, dejaron como legado intelectual páginas notables en literatura, filosofía, música, etc., que enaltecen a la condición humana.

Uno de ellos es nuestro Jorge Luis Borges, el maestro más sublime que dio nuestra literatura. Admirado en el mundo entero, Borges fue un prodigio, un elegido por la providencia para deleitar a quienes aman la literatura; a quienes aman la cultura, en realidad.

En estos momentos de gran tensión política, social y económica, es saludable sumergirse en el pensamiento borgeano. Su lectura constituye, qué duda cabe, un bálsamo bendecido por el Creador. A continuación transcribo cuatro textos extraídos del segundo tomo de sus “Obras completas” (Círculo de Lectores, Emecé, Buenos Aires, 1974).

La creación y P. H. Gosse

“The man without a Navel yet lives in me”, (el hombre sin Ombligo perdura en mí), curiosamente escribe Sir Thomas Browne (Religio Medici, 1642) para significar que fue concebido en pecado, por descender de Adán. En el primer capítulo del Ulises, Joyce evoca asimismo el vientre inmaculado y tirante de la mujer sin madre: Heva, naked Eve. She had no navel. El tema (yo lo sé) corre el albur de parecer grotesco y baladí, pero el zoólogo Philip Henry Gosse lo ha vinculado al problema central de la metafísica: el problema del tiempo. Esa vinculación es de 1857; ochenta años de olvido equivalen tal vez a la novedad”.

“Dos lugares de la escritura (Romanos, V; I Corintios, XV) contraponen el primer hombre Adán en el que mueren todos los hombres, al postrer Adán, que es Jesús. Esa contraposición, para no ser una mera blasfemia, presupone cierta enigmática paridad, que se traduce en mitos y en simetría. La Aurea Leyenda dice que la madera de la Cruz procede de aquel Arbol prohibido que está en el Paraíso; los teólogos, que Adán fue creado por el Padre y el Hijo a la precisa edad en que murió el Hijo: a los treinta y tres años. Esta insensata precisión tiene que haber influido en la cosmogonía de Gosse”.

“Este la divulgó en el libro Omphalos (Londres, 1857), cuyo subtítulo es Tentativa de desatar el nudo geológico. En vano he interrogado las bibliotecas en busca de ese libro; para redactar esta nota, me serviré de los resúmenes de Edmund Gosse (Father and Son, 1970), y de H. G. Wells (All Aboard for Ararat, 1940). Introduce ilustraciones que no figuran en esas breves páginas, pero que juzgo compatibles con el pensamiento de Gosse”.

“En aquel capítulo de su Lógica que trata de la ley de causalidad, John Stuart Mill razona que el estado del universo en cualquier instante es una consecuencia de su estado en el instante previo y que a una inteligencia infinita le bastaría el conocimiento perfecto de un solo instante para saber la historia del universo, pasada y venidera. (También razona-¡oh Louis Auguste Blanqui, oh Nietzsche, oh Pitágoras!-que la repetición de cualquier estado comportaría la repetición de todos los otros y haría de la historia universal una serie cíclica.) En esa moderada versión de cierta fantasía de Laplace-éste había imaginado que el estado presente del universo es, en teoría, reductible a una fórmula, de la que alguien podría deducir todo el porvenir y todo el pasado. Mill no excluye la posibilidad de una futura intervención exterior que rompa la serie. Afirma que el estado q fatalmente producirá el estado r; el estado r, el s; el estado s, el t; pero admite que antes de t, una catástrofe divina-la consummatio mundi, digamos-puede haber aniquilado el planeta. El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos”.

“En 1857, una discordia preocupaba a los hombres. El Génesis atribuía seis días-seis días hebreos inequívocos, de ocaso a ocaso-a la creación divina del mundo; los paleontólogos impiadosamente exigían enormes acumulaciones de tiempo. En vano repetía De Quincey que la Escritura tiene la obligación de no instruir a los hombres en ciencia alguna, ya que las ciencias constituyen un vasto mecanismo para desarrollar y ejercitar el intelecto humano… ¿Cómo reconciliar a Dios con los fósiles, a Sir Charles Lyell con Moisés? Gosse, fortalecido por la plegaria, propuso una respuesta asombrosa”.

“Mill imagina un tiempo causal, infinito, que puede ser interrumpido por un acto futuro de Dios; Gosse, un tiempo rigurosamente causal, infinito, que ha sido interrumpido por un acto pretérito: la Creación. El estado n producirá fatalmente el estado v, pero antes de v puede ocurrir el Juicio Universal; el estado n presupone el estado c, pero c no ha ocurrido, porque el mundo fue creado en f o en b. El primer instante del tiempo coincide con el instante de la Creación, como dicta San Agustín, pero ese primer instante comporta no sólo un infinito porvenir sino un infinito pasado. Un pasado hipotético, claro está, pero minucioso y fatal. Surge Adán y sus dientes y su esqueleto cuentan 33 años; surge Adán (escribe Edmund Gosse) y ostenta un ombligo, aunque ningún cordón umbilical lo ha atado a una madre. El principio de razón exige que no haya un solo efecto sin causa; esas causas requieren otras causas, que regresivamente se multiplican; de todas hay vestigios concretos, pero sólo han existido realmente las que son posteriores a la Creación. Perduran esqueletos de gliptodonte en la cañada de Luján, pero no hubo jamás gliptodontes. Tal es la tesis ingeniosa (y ante todo increíble) que Philip Henry Gosse propuso a la religión y a la ciencia”.

“Ambas la rechazaron. Los periodistas la redujeron a la doctrina de que Dios había escondido fósiles bajo tierra para probar la fe de los geólogos; Charles Kingsley desmintió que el Señor hubiera grabado en las rocas “una superflua y vasta mentira”. En vano expuso Grosse la base metafísica de la tesis: lo inconcebible de un instante de tiempo sin otro instante precedente y otro ulterior, y así hasta el infinito. No sé si conoció la antigua sentencia que figura en las páginas iniciales de la antología talmúdica de Rafael Cansinos-Asséns: No era sino la primera noche, pero una serie de siglos la había ya precedido”.

“Dos virtudes quiero reivindicar para la olvidada tesis de Gosse. La primera: su elegancia un poco monstruosa. La segunda: su involuntaria reducción al absurdo de una creatio ex nihilo, su demostración indirecta de que el universo es eterno, como pensaron el Vedanta y Heráclito, Spinoza y los atomistas… Bertrand Russell la ha actualizado. En el capítulo noveno del libro The Analysis of Mind (Londres, 1921) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que “recuerda” un pasado ilusorio”.

Buenos Aires, 1941.

“Posdata: En 1802, Chateaubriand (Génie du Christianisme, I, 4, 5) formuló, partiendo de razones estéticas, una tesis idéntica a la de Gosse. Denunció lo insípido, e irrisorio, de un primer día de la Creación, poblado de pichones, de larvas, de cachorros y de semillas. Sans une vieillesse originaire, la nature dans son innocence eût été moins belle qu´elle ne l´est aujourd´hui dans sa corruption, escribió.

Nathaniel Hawthorne (comienzo)

“Empezaré la historia de las letras americanas con la historia de una metáfora; mejor dicho, con algunos ejemplos de esa metáfora. No sé quién la inventó; es quizás un error suponer que puedan inventarse metáforas. Las verdaderas, las que formulan íntimas conexiones entre una imagen y otra, han existido siempre; las que aún podemos inventar son las falsas, las que no vale la pena inventar. Esta que digo es la que asimila los sueños a una función de teatro. En el siglo XVII, Quevedo la formuló en el principio del “Sueño de la muerte”; Luis de Góngora, en el soneto “Varia imaginación”, donde leemos: “el sueño, autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto bello”.

“En el siglo XVIII, Addison lo dirá con más precisión: “El alma, cuando sueña-escribe Addison-, es teatro, actores y auditorio”. Mucho antes, el persa Umar Khyyam había escrito que la historia del mundo es una representación que Dios, el numeroso Dios de los panteístas, planea, representa y contempla, para distraer su eternidad; mucho después, el suizo Jung, en encantadores y, sin duda, exactos volúmenes, equipara las invenciones literarias a las invenciones oníricas, la literatura a los sueños”.

“Si la literatura es un sueño, un sueño dirigido y deliberado, pero fundamentalmente un sueño, está bien que los versos de Góngora sirvan de epígrafe a esta historia de las letras americanas y que inauguremos con el examen de Hawthorne, el soñador. Algo anteriores en el tiempo hay otros escritores americanos-Fenimore Cooper, una suerte de Eduardo Gutiérrez infinitamente inferior a Eduardo Gutiérrez; Washington Irving, urdidor de agradables españoladas-pero podemos olvidarlos sin riesgo”.

“Hawthorne nació en 1804, en el puerto de Salem. Salem adolecía, ya entonces, de dos rasgos anómalos en América; era una ciudad, aunque pobre, muy vieja, era una ciudad en decadencia. En esa vieja y decaída ciudad de honesto nombre bíblico, Hawthorne vivió hasta 1836; la quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren, los fracasos, las enfermedades, las manías; esencialmente no es una mentira decir que no se alejó nunca de ella. Cincuenta años después, en Londres o en Roma, seguía en su aldea puritana de Salem; por ejemplo, cuando desaprobó que los escultores, en pleno siglo XIX, labraran estatuas desnudas…”

“Su padre, el capitán Nathaniel Hawthorne, murió en 1808, en las Indias Orientales, en Surinam, de fiebre amarilla; uno de sus antepasados, John Hawthorne, fue juez en los procesos de hechicería de 1692, en los que diecinueve mujeres, entre ellas una esclava, Tituba, fueron condenadas a la horca. En esos curiosos procesos (ahora el fanatismo tiene otras formas), Justice Hawthorne obró con severidad y sin duda con sinceridad. “Tan conspicuo se hizo -escribió Nathaniel, nuestro Nathaniel- en el martirio de las brujas, que es lícito pensar que la sangre de esas desventuradas dejó una mancha en él. Una mancha tan honda que debe perdurar en sus viejos huesos, en el cementerio de Charter Street, si ahora no son polvo”. Hawthorne agrega, después de ese rasgo pictórico: “No sé si mis mayores se arrepintieron y suplicaron la divina misericordia; yo, ahora, lo hago por ellos y pido que cualquier maldición que haya caído sobre mi raza, nos sea, desde el día de hoy, perdonada”. Cuando el capitán Hawthorne murió, su viuda, la madre de Nathaniel, se recluyó en su dormitorio, en el segundo piso. En ese piso estaban los dormitorios de las hermanas, Louisa y Elizabeth; en el último, el de Nathaniel. Esas personas no comían juntas y casi no se hablaban; les dejaban la comida en una bandeja, en el corredor. Nathaniel se pasaba los días escribiendo cuentos fantásticos; a la hora del crepúsculo de la tarde salía a caminar. Ese furtivo régimen de vida le duró doce años. En 1837 le escribió a Longfellow: “Me he recluido; sin el menor propósito de hacerlo, sin la menor sospecha de que eso iba a ocurrirme. Me he convertido en un prisionero, me he encerrado en un calabozo, y ahora ya no doy con la llave, y aunque estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir”. Hawthorne era alto, hermoso, flaco, moreno. Tenía un andar hamacado de hombre de mar. En aquel tiempo no había (sin duda felizmente para los niños) literatura infantil; Hawthorne había leído a los seis años el “Pilgrim´s Progress”; el primer libro que compró con su plata fue “The Faerie Queen”; dos alegorías. También, aunque sus biógrafos no lo digan, la Biblia; quizá la misma que el primer Hawthorne, William Hawthorne de Wilton, trajo de Inglaterra con una espada, en 1630. He pronunciado la palabra “alegorías”; esa palabra es importante, quizá imprudente o indiscreta, tratándose de la obra de Hawthorne. Es sabido que Hawthorne fue acusado de alegorizar por Edgar Allan Poe y que éste opinó que esa actividad y ese género eran indefendibles. Dos tareas nos encaran: la primera, indagar si el género alegórico es, en efecto, ilícito; la segunda, indagar si Nathaniel Hawthorne incurrió en ese género. Que yo sepa, la mejor refutación de las alegorías es la de Croce; la mejor vindicación la de Chesterton. Croce acusa a la alegoría de ser un fatigoso pleonasmo, un juego de vanas repeticiones, que en primer término nos muestra (digamos) a Dante guiado por Virgilio y Beatriz y luego nos explica, o nos da a entender, que Dante es el alma, Virgilio la filosofía o la razón o la luz natural y Beatriz la teología o la gracia. Según Croce, según el argumento de Croce (el ejemplo no es de él), Dante primero habría pensado: “La razón y la fe obran la salvación de las almas” o “La filosofía y la teología nos conducen al cielo” y luego, donde pensó “razón” o “filosofía” puso Beatriz, lo que sería una especie de mascarada. La alegoría, según esa interpretación desdeñosa, vendría a ser una adivinanza, más extensa, más lenta y mucho más incómoda que las otras. Sería un género bárbaro o infantil, una distracción de la estética. Croce formuló esa refutación en 1907; en 1904, Chesterton ya la había refutado sin que aquél lo supiera. ¡Tan incomunicada y tan vasta es la literatura! La página pertinente de Chesterton consta en una monografía sobre el pintor Watts, ilustre en Inglaterra a fines del siglo XIX y acusado, como Hawthorne, de alegorismo. Chesterton admite que Watts ha ejecutado alegorías, pero niega que ese género sea culpable. Razona que la realidad es de una interminable riqueza y que el lenguaje de los hombres no agota ese vertiginoso caudal. Escribe: “El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal. Cree, sin embargo que esos tintes en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo…” Chesterton infiere, después, que puede haber diversos lenguajes que de algún modo correspondan a la inasible realidad; entre esos muchos, el de las alegorías y fábulas”.

“En otras palabras: Beatriz no es un emblema de la fe, un trabajoso y arbitrario sinónimo de la palabra “fe”; la verdad es que en el mundo hay una cosa -un sentimiento peculiar, un proceso íntimo, una serie de estados análogos- que cabe indicar por dos símbolos: uno, asaz pobre, el sonido fe; otro, Beatriz, la gloriosa Beatriz que bajó del cielo y dejó sus huellas en el Infierno para salvar a Dante. No sé si es válida la tesis de Chesterton; sé que una alegoría es tanto mejor cuanto sea menos reductible a un esquema, a un frío juego de abstracciones. Hay escritor que piensa por imágenes (Shakespeare o Donne o Víctor Hugo, digamos) y escritor que piensa por abstracciones (Benda o Bertrand Russell); a priori, los unos valen tanto como los otros, pero, cuando un abstracto, un razonable, quiere ser también imaginativo, o pasar por tal, ocurre lo denunciado por Croce. Notamos que un proceso lógico ha sido engalanado y disfrazado por el autor, “para deshonra del entendimiento del lector”, como dijo Wordsworth. Es, para cifrar un ejemplo notorio de esa dolencia, el caso de José Ortega y Gasset, cuyo buen pensamiento queda obstruido por laboriosas y adventicias metáforas; es, muchas veces, el de Hawthorne. Por lo demás, ambos escritores son antagónicos. Ortega puede razonar, bien o mal, pero no imaginar; Hawthorne era hombre de continua y curiosa imaginación; pero refractario, digámoslo así al pensamiento. No digo que era estúpido; digo que pensaba por imágenes, por intuiciones, como suelen pensar las mujeres, no por un mecanismo dialéctico. Un error estético lo dañó: el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula lo inducía a agregarles moralidades y a veces a falsearlas y a deformarlas. Se han conservado los cuadernos de apuntes en que anotaba, brevemente, argumentos; en uno de ellos, de 1836, está escrito: “Una serpiente es admitida en el estómago de un hombre y es alimentada por él, desde los quince a los treinta y cinco, atormentándolo horriblemente”. Basta con eso, pero Hawthorne se considera obligado a añadir: “Podría ser un emblema de la envidia o de otra malvada pasión”. Otro ejemplo, de 1838 esta vez: “Que ocurran acontecimientos extraños, misteriosos y atroces, que destruyan la felicidad de una persona. Que esa persona los impute a enemigos secretos y que descubra, al fin, que él es el único culpable y la causa. Moral, la felicidad está en nosotros mismos”. Otro, del mismo año: “Un hombre, en la vigilia, piensa bien de otro y confía en él, plenamente, pero lo inquietan sueños en que ese amigo obra como enemigo mortal. Se revela, al fin, que el carácter soñado era el verdadero. Los sueños tenían razón. La explicación sería la percepción instintiva de la verdad”. Son mejores aquellas fantasías puras que no buscan justificación o moralidad y que parecen no tener otro fondo que un oscuro terror. Esta, de 1838: “En medio de una multitud imaginar un hombre cuyo destino y cuya vida están en poder de otro, como si los dos estuviesen en un desierto”. Esta, que es una variación de la anterior y que Hawthorne apuntó cinco años después: “Un hombre de fuerte voluntad ordena a otro, moralmente sujeto a él, que ejecute un acto. El que ordena muere y el otro, hasta el fin de sus días, sigue ejecutando aquel acto”. (No sé de qué manera Hawthorne hubiera escrito ese argumento; no sé si hubiera convenido que el acto ejecutado fuera trivial o levemente horrible o fantástico o tal vez humillante). Este, cuyo tema es también la esclavitud, la sujeción a otro: “Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Esta se muda ahí; encuentra un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe expulsar. Este los atormenta; se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la casa”. Citaré dos bosquejos más, bastante curiosos, cuyo tema (no ignorado por Pirandello o por André Gide) es la coincidencia o confesión del plano estético y del plano común, de la realidad y del arte. He aquí el primero: “Dos personas esperan en la calle un acontecimiento y la aparición de los principales actores. El acontecimiento ya está ocurriendo y ellos son los actores”. El otro más complejo: “Que un hombre escriba un cuento y compruebe que éste se desarrolla contra sus intenciones; que los personajes no obren como él quería; que ocurran hechos no previstos por él y que se acerque una catástrofe que él trate, en vano, de eludir. Ese cuento podría prefigurar su propio destino y uno de sus personajes es él”. Tales juegos, tales momentáneas confluencias del mundo imaginario y del mundo real -del mundo que en el curso de la lectura simulamos que es real- son, o nos parecen, modernos. Su origen, su antiguo origen, está acaso en aquel lugar de la Ilíada en que Elena de Troya teje su tapiz y lo que teje son batallas y desventuras de la misma guerra de Troya. Ese rasgo tiene que haber impresionado a Virgilio, pues en la Eneida consta que Eneas, guerrero de la guerra de Troya, arribó al puerto de Cartago y vio esculpidas en mármol de un templo escenas de esa guerra y, entre tantas imágenes de guerreros, también su propia imagen. A Hawthorne le gustaban esos contactos de lo imaginario y lo real, son reflejos y duplicaciones del arte; también se nota, en los bosquejos que he señalado, que propendía a la noción panteísta de que un hombre es los otros, de que un hombre es todos los hombres”.

(*) Jorge Luis Borges: “Obras Completas (tomo 2)”, Círculo de Lectores, Emecé, Buenos Aires, 1974.

Kafka y sus precursores

“Yo premedité alguna vez un examen de los precursores de Kafka. A éste, al principio, lo pensé tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a poco de frecuentarlo, creí reconocer su voz, o sus hábitos, en textos de diversas literaturas y de diversas épocas. Registraré unos pocos aquí, en orden cronológico”.

“El primero es la paradoja de Zenón contra el movimiento. Un móvil que está en A (declara Aristóteles) no podrá alcanzar el punto B, porque antes deberá recorrer la mitad del camino entre los dos, y antes, la mitad de la mitad, y antes, la mitad de la mitad, y así hasta lo infinito; la forma de este ilustre problema es, exactamente, la de “El Castillo”, y el móvil y la flecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura. En el segundo texto que el azar de los libros me deparó, la afinidad no está en la forma sino en el tono. Se trata de un apólogo de Han Yu, prosista del siglo IX, y consta en la admirable “Anthologie raisoneé de la litérature chinoise” (1948) de Margouliè. Este es el párrafo que marqué, misterioso y tranquilo: “Universalmente se admite que el unicornio es un ser sobrenatural y de buen agüero; así lo declaran las odas, los anales, las biografías de varones ilustres y otros textos cuya autoridad es indiscutible. Hasta los párvulos y las mujeres del pueblo saben que el unicornio constituye un presagio favorable. Pero este animal no figura entre los animales domésticos, no siempre es fácil encontrarlo, no se presta a una clasificación. No es como el caballo o el toro, el lobo o el ciervo. En tales condiciones, podríamos estar frente al unicornio y no sabríamos con seguridad que lo es. Sabemos que tal animal con crin es caballo y que tal animal con cuernos es toro. No sabemos cómo es el unicornio”.

“El tercer texto procede de una fuente más previsible; los escritos de Kierkegaard. La afinidad mental de ambos escritores es cosa de nadie ignorada; lo que no se ha destacado aún, que yo sepa, es el hecho de que Kierkegaard, como Kafka, abundó en parábolas religiosas de tema contemporáneo y burgués. Lowrie, en su “Kierkegaard” (Oxford University Press, 1938), transcribe dos. Una es la historia de un falsificador que revisa, vigilado incesantemente, los billetes del Banco de Inglaterra; Dios, de igual modo, desconfiaría de Kierkegaard y le habría encomendado una misión, justamente por saberlo avezado al mal. El sujeto de otra son las expediciones al Polo Norte. Los párrocos daneses habrían declarado desde los púlpitos que participar en tales expediciones conviene a la salud eterna del alma. Habrían admitido, sin embargo, que llegar al Polo es difícil y tal vez imposible y que no todos pueden acometer la aventura. Finalmente, anunciarían que cualquier viaje-de Dinamarca a Londres, digamos, en el vapor de la carrera-, o un paseo dominical en coche de plaza, son, bien mirados, verdaderas expediciones al Polo Norte. La cuarta de las prefiguraciones la hallé en el Poema “Fears and Scruples” de Browning, publicado en 1876. Un hombre tiene, o cree tener, un amigo famoso. Nunca lo ha visto y el hecho es que éste no ha podido, hasta el día de hoy, ayudarlo, pero se cuentan rasgos suyos muy nobles, y circulan cartas auténticas. Hay quien pone en duda los rasgos, y los grafólogos afirman la apocrifidad de las cartas. El hombre, en el último verso, pregunta: “¿Y si este amigo fuera Dios?”

“Mis notas registran asimismo dos cuentos. Uno pertenece a las “Histoires désobligeants” de León Bloy y refiere el caso de unas personas que abundan en globos terráqueos, en atlas, en guías de ferrocarril y en baúles, y que mueren sin haber logrado salir de su pueblo natal. El otro se titula “Carcassonne” y es obra de Lord Dunsany. Un invencible ejército de guerreros parte de un castillo infinito, sojuzga reinos y ve monstruos y fatiga los desiertos y las montañas, pero nunca llegan a Carcasona, aunque alguna vez la divisan. (Este cuento es, como fácilmente se advertirá, el estricto reverso del anterior; en el primero, nunca se sale de una ciudad; en el último, no se llega.)

“Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincracia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema “Fears and Scruples” de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos. En el vocabulario crítico, la palabra “precursor” es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor “crea” a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. El primer Kafka de “Betrachtung” es menos precursor del Kafka de los mitos sombríos y de las instituciones atroces que Browning o Lord Dunsany”.

Buenos Aires, 1951.

Sobre el «Vathek» de William Beckford (segunda parte)

“Saintsbury y Andrew Lang declaran o sugieren que la invención del Alcázar del Fuego Subterráneo es la mayor gloria de Beckford. Yo afirmo que se trata del primer Infierno realmente atroz de la literatura. Arriesgo esta paradoja: el más ilustre de los avernos literarios, el “dolente regno” de la “Comedia”, no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La distinción es válida.

Stevenson (“A Chapter on Dreams”) refiere que en los sueños de la niñez lo perseguía un matiz abominable del color pardo; Chesterton (“The Man who was Thursday”, IV) imagina que en los confines occidentales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un árbol, y en los confines orientales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Poe, en el “Manuscrito encontrado en una botella”, habla de un mar austral donde crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero; Melville dedica muchas páginas de “Moby Dick” a dilucidar el horror de la blancura insoportable de la ballena… He prodigado ejemplos; quizá hubiera bastado observar que el Infierno dantesco magnifica la noción de una cárcel; el de Beckford, los túneles de una pesadilla. “La Divina comedia” es el libro más justificable y más firme de todas las literaturas: “Vathek” es una mera curiosidad, “the perfume and suppliance of a minute”; creo, sin embargo, que “Vathek” pronostica, siquiera de un modo rudimentario, los satánicos esplendores de Thomas de Quincey y de Poe, de Charles Baudelaire y de Huysmans. Hay un intraducible epíteto inglés, el epíteto “uncanny”, para denotar el horror sobrenatural; ese epíteto (“unheimlich” en alemán) es aplicable a ciertas páginas de “Vathek”; que yo recuerde, a ningún otro libro anterior.

Chapman indica algunos libros que influyeron en Beckford: la “Bibliothéque Orientale”, de Barthélemy d´Herbelot; los “Quatre Facardins”, de Hamilton; “La princesa de Babylone”, de Voltaire; las siempre denigradas y admirables “Mille et une Nuits”, de Galland. Yo complementaría esa lista con las “Carceri d´invenzione”, de Piranesi; aguafuertes alabadas por Beckford, que representan poderosos palacios, que son también laberintos inextricables. Beckford, en el primer capítulo de “Vathek”, enumera cinco palacios dedicados a los cinco sentidos; Marino, en el “Adone”, ya había descrito cinco jardines análogos.

Sólo tres días y dos noches del invierno de 1782 requirió William Beckford para redactar la trágica historia de su califa. La escribió en idioma francés; Henley la tradujo al inglés en 1785. El original es infiel a la traducción; Saintsbury observa que el francés del siglo XVIII es menos apto que el inglés para comunicar los “indefinidos horrores” (la frase es de Beckford) de la singularísima historia.

La versión inglesa de Henley figura en el volumen 856 de la “Everyman´s Library”; la editorial Perrin, de París, ha publicado el texto original, revisado y prologado por Mallarmé. Es raro que la laboriosa bibliografía de Chapman ignore esa revisión y ese prólogo.

Buenos Aires, 1943.

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