Por Luis Américo Illuminati.-

«Wanda Nara vivió un insólito momento al aire de ¿Quién es la máscara?, el programa donde se desempeña como investigadora. Después de escuchar a la sapa “Mansa”, Roberto Moldavsky se convenció de que la famosa debajo del disfraz es la China Suárez, y sus palabras la incomodaron bastante».

Tal es la noticia que da cuenta la página digital de un conocido canal de noticias sobre las alternativas de ¿Quién es la máscara? Antes fue el «Hotel de los famosos» que saturó a la audiencia con rencillas, rivalidades y amores fingidos. Ahora tenemos otro opiáceo televisivo que luce el llamativo título «¿Quién es la máscara? El nuevo menú es copia de The Masked Singer, un reality show musical norteamericano que presenta a celebridades con vestimenta llamativa y máscaras faciales que ocultan sus identidades a otros concursantes, panelistas y a la audiencia. La serie está basada en la versión original surcoreana King of Mask Singer. Se estrenó en Fox el 2 de enero de 2019, y es presentado por Nick Cannon.

En términos generales, el programa presenta a dos concursantes (los cuales son famosos) que compiten cara a cara en tres rondas de eliminación y quienes usan máscaras y trajes creativos que esconden su verdadera identidad, con el objetivo de que se concentren sólo en sus voces. En la primera ronda, los concursantes cantan la misma canción, mientras que en la segunda y tercera rondas cada uno canta una canción en solitario. Los ganadores de cada par, son seleccionados por el público y el panel de celebridades a través de votos. La identidad de los cantantes es revelada sólo cuando han sido eliminados.

La Máscara no es la persona verdadera

Si se repara y se presta atención se verá que la estructura y el mecanismo del juego de «la máscara» funciona como un espejo de los designios enmascarados que existieron y existen en la vida política argentina. Y ello es así pues la ciudadanía tiene que adivinar y acertar quién es quién en «el baile de máscaras» o carnaval de bribones que se disfrazan de ovejas para ocultar sus hocicos y sus orejas de lobos. La máscara es la metáfora perfecta de la cara oculta de una gran parte de la clase política enquistada en el Estado. Es la cara falsa que le exhiben al público, la careta de buena persona, de sujeto honesto y transparente como San Francisco de Asís.

En su tratado la «Suma Teológica», Tomás de Aquino tiene una visión del ser humano como persona humana, siguiendo la famosa definición de Boecio: «la persona es sustancia individual de naturaleza racional”, pero le agrega el factor importantísimo de la unión sustancial de alma y cuerpo. Con esto, Tomás de Aquino quiere connotar que el ser humano se reconoce como un ser dotado de razón (capaz de obrar según un determinado fin) y además posee una voluntad o apetito racional, que le permite desear aquello que se le presenta como objeto. Y añade el Aquinatense que “persona significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, o sea, el ser subsistente en la naturaleza racional” (Suma Teológica, Ia, q. 29, a. 3, in c).

Aunque no existe una posición muy clara y homogénea sobre el origen del concepto de «persona», diversos autores coinciden en aceptar que deriva del término griego «prósopon», que era la máscara utilizada por los actores del teatro griego en las representaciones. De lo que se sigue que el compuesto o sustancia espiritual que posee la persona humana -ser que piensa y razona según Descartes y ser que se angustia según Heidegger, el dasein (ser-aquí)- no es de la misma naturaleza metafísica y ontológica que la máscara o «prósopon» que comenzó en Grecia con Esquilo, Sófocles y Eurípides y que más tarde la Psicología comenzó a usarla como equivalente de la personalidad del sujeto humano.

Y esa misma «máscara» que representaba al teatro griego, una cara riendo y la otra llorando -la comedia y la tragedia- fácilmente podría simbolizar la mentalidad de muchos argentinos influenciados por un relato cierto y otro mentiroso. Esa máscara dual es la típica cara del argentino que ha sido contagiado por el fanatismo de partido y que lo practica y profesa como devoción cuasi religiosa, razón por la cual este tipo de sujeto colectivo según categorías culturales identitarias es lo que se dice un perfecto «argento», que, en rigor, es una deformación o degeneración u ominosa caricatura del ser argentino o ser nacional de verdad.

Por ese ciego fanatismo contumaz que no razona y que choca con las mismas fuerzas que genera su cerrada intransigencia, se ha dicho que consciente o inconscientemente «el peronismo es una especie de religión paralela que permite a sus fieles todos los vicios que se encubren entre ellos solidariamente, practicando una suerte de credo coincidente con Lutero que proclamaba: peca cuantas veces puedas, pero no dejes de creer».

Si bien no compartimos enteramente la frase precedente, ella encierra algo de verdad en cuanto al ciego fanatismo, fenómeno psico-social que crea o genera una fuerza totalmente opuesta, que es como un clon o un hombre de dos cabezas que lucha contra sí mismo. Y es unánime la opinión fundada de observadores imparciales que coinciden en que esa cerrazón crea un amplio espectro de rechazo. Un rechazo que no es odio. Los culpables de este fenómeno son los falsos líderes -ultra millonarios- que encienden la desmesura de los fanáticos y que, en lugar de actuar como pueblo, son masa enfervorizada que choca contra su propio pueblo que son los opositores o adversarios políticos y que de ninguna manera son sus enemigos sino sus hermanos. El pueblo es uno solo. El rechazo a un populismo falaz no es odio sino franqueza. La resistencia al rechazo de una cosa que anda mal es un gasto de energía inútil.

Cuando mataron a José Ignacio Rucci -casi un hijo para Perón- yo dejaba para siempre el CMN con parte de enfermo desde hacía un mes. Un año antes, mi padre militar retirado de la FAA en 1970 y que no era peronista ni pro ni tampoco anti (conoció a Perón en 1948 en la Base Aérea de El Palomar estando de oficial de servicio) le envió una carta un año antes aconsejándole que su regreso exacerbaría los ánimos de todos los argentinos, que le convenía a él y al país imitara el ejemplo del Gral. San Martín que se quedó hasta su muerte en Francia (Boulogne-Sur-Mer). Perón le contestó con una frase muy escueta: «Muchas gracias por el consejo. No se preocupe, todo va a salir bien. Saludos».

El viejo líder dejó atrás las viejas antinomias y creyó que su regreso traería la pacificación y la unión definitiva de todos los argentinos. Pero se equivocó. El primero que lo traicionó fue Cámpora. En su llegada al país el 20 de junio de 1973, Ezeiza se convirtió en un campo de batalla sangriento. Se enfrentaron los viejos peronistas de derecha con las huestes de jóvenes peronistas de izquierda. Hubo muchos muertos. El avión de Perón tuvo que aterrizar en la base militar de Morón. Desde ese instante el peronismo se fracturó en dos facciones irreconciliables.

Los «jóvenes idealistas» se creyeron «salvadores de la patria». Fachos de un lado y zurdos del otro. Los «jóvenes idealistas» sembraron el pánico y enlutaron al país. Un año después moría Perón y la división cada día fue más grave. En ese sangriento interregno los montoneros y el ERP tomaron la ley por su cuenta, secuestraron, pusieron bombas, asesinaron a mansalva y entonces la violencia no paró más. Vino después el gobierno de Alfonsín y fueron condenadas las Juntas Militares.

Hoy, después de cuatro décadas, el peronismo ya no es peronismo. El peronismo fundacional ya no existe, ha devenido en una especie de aliens, una criatura frankensteiniana -el kirchnerismo- por obra de aquellos «jóvenes idealistas» cuya «máscara» de demócratas oculta la cara del montonerismo subversivo en sórdida connivencia con los gremios mercenarios y traidores a la patria que ni un mínimo acto hicieron para recordar el 25 de setiembre y repudiar el asesinato de Rucci, lo cual prueba lo lejos que estuvieron siempre de reconocer que nunca han sido víctimas sino victimarios. Son los mismos «idealistas» que en 1974 secuestraron, torturaron y asesinaron al coronel Argentino del Valle Larrabure cuyo proceso de canonización se le ha dado curso en el Vaticano.

Los que aplauden -por los motivos que sean- la película «Argentina, 1985» (que trata sobre el juicio a las Juntas Militares) no deberían olvidar los innumerables crímenes que consumaron fríamente los guerrilleros argentinos, los cuales tenían todo tipo de apoyo en la Cuba de Fidel Castro en donde se entrenaron para aprender a asesinar a sus compatriotas por puro odio que ellos llamaron «justicia». Todo ese período oscuro y sangriento es el guion de una película del terror cámporo-montoneril que se podría titular «Argentina, 1973». Algunos se citan a sí mismos, otros citan a Hegel, Marx, Rousseau o Maquiavelo y los que no comulgamos con doctrinas que endiosan al Estado, preferimos citar a Séneca, quien acerca de las máscaras y los enmascaramientos, dice: «No sólo a los hombres, sino también a las cosas, hay que quitarles su máscara y devolverles su aspecto real».

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