Por Luis Tonelli.-

Salgamos hoy un poco de la coyuntura y adentrémonos a vuelo de pájaro en cuestiones de pensamiento político. Carl Schmitt tiene una mal ganada fama en los círculos liberales porque fue tanto el jurista de Adolf Hitler como el más implacable crítico de la democracia parlamentaria. Para él, si lo ético se definía en la relación bueno/malo y lo estético en el par lindo/feo, la esencia de la política quedaba definida en la relación amigo/enemigo. Esa que alcanzaba su máxima expresión e intensidad en la situación definida por su famoso diktum: “Soberano es quien decide en el Estado de Excepción”. Si algo hacia el liberalismo para Shmitt era neutralizar esa esencia política, permitiendo a los poderes indirectos (partidos, corporaciones) jibarizar al Estado, abriendo precisamente la puerta a la crisis.

Como tantas veces sucede, de ser admirado en los círculos católicos conservadores, Carl Schmitt pasó a ganar notable ascendencia sobre la gauche champagne, y no sólo por eso de que el “enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Dada la finesse de su pensamiento, se convirtió no solo en un critico implacable, sino en un gran fisiólogo de la Modernidad.

En el crepúsculo de su dilatada carrera y su longeva existencia, Schmitt en sus obras Mar y Tierra y fundamentalmente El Nomos de la Tierra volvió su atención sobre las relaciones internacionales. En la misma línea de Heiddeger y Max Weber consideró a la modernidad definida por la irrupción y el dominio de la “racionalización técnica”, impulsada fundamentalmente por las nuevas potencias mundiales -donde tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética tomaban la posta dejada por Inglaterra-.

En su tan polémica como sugestiva interpretación del Leviathan de Thomas Hobbes, Schmitt había considerado que esas ideas solo se habían realizado parcialmente y en la Europa continental, en donde se constituyeron Estados burocráticos bajo el signo de la legitimidad barroca (lo que el mismo Hobbes había simbolizado con el monstruo bíblico terrestre Beemoth). En cambio, en su país natal, Inglaterra, contra lo preconizado por Hobbes, el monstruo marino Leviathan se había erigido dominante del Mundo pero sin un aparato estatal, fragmentándose en su vocación por el comercio, difuminándose la frontera entre los poderes políticos directos y los económicos e indirectos, apoyada en la aristocrática Royal Navy y los corsarios que robaban privadamente para la Corona. La conquista del mar, esa superficie indistinta y sujeta a la técnica anunciaría el pronto dominio del aire y de allí, sin escalas el del cyberspace de la actual economía globalizada en la que reinan las finanzas globales.

Relegados quedarían los “estados territoriales” de la Europa continental, sumidos en sus particularidades y al pretender ensanchar sus fronteras a costa de los demás y desatarían la guerra total. Y en la dinámica paroxística de esa decadencia, Schmitt consideraría prematuramente a los “guerrilleros” inorgánicos como los últimos “centinelas de la tierra” -qué como intentaron los nazis, vuelven a la técnica contra la técnica misma-, adelantándose al 11 de septiembre, cuando suicidas voltearon a las Torres Gemelas en nombre de Alá, guiando contra ellas aviones comerciales de última generación.

Manuel Mora y Araujo siempre ha sostenido que los problemas de la Argentina adelantan los que sufrirán luego los países más avanzados. Lo decía en los 70, a propósito de la crisis del Estado interventor vernáculo, que preanunciaría el fin del Estado de Bienestar. Luego la crisis del 2001 adelantaría la Gran Crisis Capitalista del 2008.

Hoy más que la distinción tierra y mar (o espacio o ciberespacio), la evolución de la globalización marca un límite nuevo entre los formal y lo informal. En donde paradójicamente, la informalidad de los agentes marítimos evoluciona convirtiéndolos hoy en los adalides del establecimiento de reglas e instituciones y el territorio queda relegado a los arrabales marginales, al mundo de la economía en negra, al de los condenados de las megas-ciudades.

Y sin forzar las cosas, podría decirse que la cruzada que se ha propuesto Mauricio Macri de modernizar el Estado y convertir a los sujetos sociales en agentes económicos autónomos, se inscribe en esta avanzada “marítima” y técnica contra la informalidad, aunque pretenda hacer como que el futuro ya llegó y que todo lo que es tejido muerto, es fácilmente removible.

Macri aparece paradójicamente como un político por vocación (en donde prima su ética de la convicción, antes que la ética de la responsabilidad) que, sin embargo, quiere terminar con todos los políticos ya sea por vocación o por profesión. Políticos qué bajo su óptica, se han convertidos en los aliados de la marginación, de lo territorial, viviendo consecuentemente en el pasado.

Visión maximalista que, en primer lugar, no considera que la política (la buena y la mala) es esencialmente territorial, que de aquí a lo que alcanza a ver la vista histórica, seguirá habiendo actores y organizaciones políticos, junto con Medios de Comunicación, y Opinión Pública. Y que ellos son vitales para que la savia de las decisiones públicas llegue y haga efecto.

Y en segundo lugar, su vocación tiene el problema de no llegar quizás a alcanzar la potencia suficiente como para ser realizada en el plazo de lo urgente, como se lo pretende. La estrategia modernizadora puede, entonces, fracasar por atolondrada, cuando en política, si no se tiene el sumo poder, la única forma de avanzar es haciendo coaliciones, acuerdos con los actores que, sin ser tan puros y por los motivos que sean, quieren acompañar el proceso, con sus condiciones y sus límites.

Por algo, en El Nombre de la Rosa de Umberto Eco ante la pregunta de su ayudante, Adso de Melo ¿qué es lo que más le aterra de la pureza?, el franciscano Guillermo de Barskerville contestaba “la prisa”. (7 Miradas, editada por Luis Pico Estrada)

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