Por Víctor E. Lapegna.-

El índice oficial que difundió recientemente el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC), amén de confirmar los datos que venía registrando el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), expuso la separación que existe entre el 32,2% de los argentinos excluidos situados por debajo de la línea de pobreza del 67,8% de los argentinos incluidos, que estamos por encima de esa línea de fractura.

Esa es la verdadera grieta que divide a la comunidad nacional, mucho más profunda y grave que la que nos enfrenta por el juicio de valor que unos y otros podamos tener acerca de los 12 años de gobierno del kirchnerismo.

Los trabajadores de 1945 y los pobres de hoy

Al igual que los pobres de hoy, antes de 1945 los trabajadores argentinos eran una masa excluida del acceso a condiciones de vida dignas y carente de participación en los sistemas de toma de decisiones.

Juan Domingo Perón comprendió mejor que ningún otro dirigente de entonces que ese estado de situación de la cuestión social, además de ser inmoral, era extemporáneo en tanto no se correspondía con la evolución histórica e impedía avanzar hacia el desarrollo económico y la estabilidad política.

Por eso promovió la transformación de los trabajadores de masa en pueblo mediante el impulso a su organización sindical, a la que reconoció como sujeto pleno de derecho y a la que dio participación efectiva en los sistemas de toma de decisiones. Al tiempo que aplicó políticas de Estado que pusieron en vigencia una justicia social que brindó a los trabajadores y sus familias el acceso a un nivel de vida digno y la posibilidad efectiva de ascenso social.

Una anécdota ilustra el tamaño de la esperanza en sus perspectivas de elevación social que tenían los trabajadores de entonces. Hacia mediados de la década de 1950, mi amigo y compañero Alberto Biagosch era un joven abogado al que se le encomendó organizar un programa de construcción de viviendas para trabajadores marplatenses con financiamiento público. Conforme su vocación democrática e innovadora, Alberto quiso que quienes iban a ser beneficiarios de ese programa participaran en el diseño de sus viviendas. Grande fue su sorpresa cuando los trabajadores propusieron que sus chalecitos tuvieran una entrada para autos y espacio para un garaje. En aquel tiempo eran muy pocos los propietarios de un automóvil y esa propuesta equivalía a que hoy los beneficiarios de un programa de vivienda social pidieran que el edificio que les esté destinado tenga un helipuerto. Sucede que esos trabajadores tenían la certeza de que la continuidad de su trabajo y del nivel de sus salarios les permitiría llegar a tener un coche propio.

Esa solidez de la esperanza en la posibilidad de que ellos y sus hijos serían protagonistas de un ascenso social efectivo que el peronismo dio a los trabajadores, es uno de los elementos que los diferencia de los pobres de hoy, privados de un trabajo estable y un salario digno que den fundamentos a la esperanza de acceder a un futuro mejor.

Hace 70 años su organización fue la primera y esencial condición necesaria que condujo a que los trabajadores dejaran de ser excluidos y fueran incluidos – en términos de Umberto Eco podría decirse que pasaron de apocalípticos a integrados – y consideramos que ese es también el desafío principal que presentan hoy el 32,2% de quienes están por debajo de la línea de pobreza.

Es cierto que, si se produjeran la reactivación económica y la baja de la inflación que vienen siendo anunciadas pero que por ahora son insuficientes, ello redundaría en una disminución del porcentaje de familias y personas situadas por debajo de la línea de pobreza. Pero esas mejoras de la macroeconomía no bastan para reducir en términos significativos lo que en los textos y discursos sobre el tema se denomina “pobreza estructural”, estimada en un piso de alrededor del 25%.

También la aplicación de las tres T (Trabajo, Techo y Tierra) del papa Francisco y de las tres C (Colegio, Club y Capilla) del padre Pepe Di Paola que propusimos como respuestas adecuadas a la pobreza en una nota que adjuntamos a esta, para ser plenamente aplicadas requieren que quienes serían sus principales beneficiarios construyan un grado adecuado de organización.

Lo mismo puede decirse respecto de una reciente iniciativa para afrontar la pobreza dada por el padre Rodrigo Zarázaga SJ, director del Centro de Investigación y Acción Social (CIAS), quien propone “cuatro ejes de inversión estructural fundamentales: la atención materno-infantil, la estructura sanitaria, la educación y la capacitación laboral” que “aunque no sean suficientes, todos ellos hacen a condiciones necesarias para superar la pobreza”.

Dado que el trabajo es el factor de organización social por excelencia, un escollo no menor a la organización de los pobres y excluidos es que tienen trabajos precarios e informales o carecen de trabajo, lo que resalta la creatividad de movimientos sociales como la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular, la Corriente Clasista y Combativa y Barrios de Pie, que han logrado construir un grado de organización de esa masa de pobres.

Como no podía ser de otro modo, las formas de organización de pobres y excluidos que construyen esos movimiento sociales son imperfectas y  parciales pero, aun con esas inevitables limitaciones, tienen el gran mérito de establecer un orden que ayuda a moderar y contener la anomia que genera una situación de pobreza de la extensión y duración en el tiempo como la actual. Es una verdad axiomática que la falta de orden repugna a la sociedad del mismo modo que el vacío a la naturaleza y así como todo vacío se llena, todo desorden se ordena. Bien o mal, pero se ordena. De ahí que el orden organizativo que vienen ayudando a construir los movimientos sociales, además de ser un aporte para los pobres y excluidos, es una contribución no menor al equilibrio social y a la estabilidad institucional.

Muestras elocuentes de ese aporte son las multitudinarias  movilizaciones callejeras en las que participan esos movimientos sociales, en las que no se registra ningún episodio violento y son ejemplares en términos de su carácter ordenado y pacífico.

En cuanto a los cortes de la circulación en calles y rutas mediante “piquetes”, que es una de las modalidades de expresión y protesta de estos movimientos sociales, más allá de los excesos y abusos en su ejercicio que los hay, debe entenderse que son funcionales a la situación de sus protagonistas.

Cartoneros, vendedores ambulantes, ladrilleros, amas de casa, empleadas domésticas, motoqueros, pequeños campesinos, artesanos o “cuentapropistas” de diversos oficios son algunas de las ocupaciones con las que buscan ganarse la vida los pobres y excluidos, a los que hay que sumar los desocupados.

Es obvio que en la demanda por sus reivindicaciones no pueden apelar a la huelga, forma de lucha de los trabajadores que tiene el rango de derecho constitucional. De ahí que recurran a cortes y piquetes, cuyo resultado disruptivo del tráfico afecta la economía de flujos que tiende a caracterizar al sistema productivo actual, así como la huelga e incluso la ocupación de fábricas afecta la economía de stocks.

A ello se añade que el “escándalo” y la consecuente difusión mediática que suelen tener cortes y piquetes son funcionales a los paradigmas que tienden a instalarse en la sociedad de la información y las comunicaciones según los cuales pareciera que sólo existe lo que se publica.
Por fin, vale recordar que las acusaciones de ilegalidad que se hacen hoy al método de los cortes y piquetes reproducen, casi a la letra, las que décadas atrás se hacían contra la huelga, que durante mucho tiempo fue ilegal.

Es de destacar que los movimientos sociales mencionados, lejos de proponerse sustituir al modelo de organización sindical de los trabajadores formalizados, lo que pretenden es que los trabajadores informales y desocupados que ellos expresan sean incluidos en ese modelo de organización sindical, a través del acceso a empleos formales.

Ello explica la convergencia sinérgica que se viene dando entre esos movimientos sociales y la Confederación General del Trabajo (CGT) unificada, coincidencia que puede ser un pilar esencial en la reconstrucción de una comunidad organizada.

La dimensión subjetiva o antropológica de la pobreza

El tercio de argentinos excluidos son pobres porque no tienen un trabajo formal y estable que les provea de ingresos suficientes para adquirir la canasta básica de bienes y servicios que elabora el INDEC; porque carecen de una vivienda digna con agua potable, cloacas, electricidad y gas; porque no poseen la tierra sobre la que viven o en la que trabajan y porque no tienen acceso a los servicios de educación, salud, transporte, deporte, recreación, que son parte de los derechos humanos que toda persona debe poder ejercer por el sólo hecho de ser tal.

No es nuestra intención intentar aquí una indagación sobre las causas de ese nivel de pobreza que en diciembre del año pasado al final del gobierno precedente llegaba casi al 29% y que en el primer semestre del nuevo gobierno creció entre un 3 y un 4%.

Vale mencionar el hecho que en esta Argentina con un 32,2% de pobres, una parte del 67,8% de los argentinos que no son pobres pudieron ahorrar unos 300 mil millones de dólares y los mantienen fuera de la economía nacional, lo que nos parece indicativo de las posibilidades de generar riqueza que tiene nuestro país.

Más allá de las vinculaciones entre la realidad económica y la cuestión social, nuestra intención aquí es llamar la atención sobre una dimensión de la situación de pobreza que padecen tantos compatriotas que no siempre es tenida en cuenta, a la que podríamos llamar subjetiva o antropológica y que va más allá de las carencias de bienes y servicios que padecen los pobres.

Uno de los signos más severos de esa dimensión antropológica de la pobreza es el deterioro o la pérdida de sentido de la vida y la relativización de su sacralidad, en alguna medida dada por la falta de esperanzas en poder acceder a mejores condiciones de existencia mediante el trabajo y/o la educación, habida cuenta que ambos tienden a ser inaccesibles e infructuosos para un efectivo ascenso social, situación que se prolonga por más de una generación.

Esa falta de esperanza es una de las diferencias entre los pobres de hoy y los de un ayer que se extiende hasta 40 años atrás en nuestra historia, cuando se podía tener trabajo y asegurar la educación de la prole y esas eran vías de una justificada esperanza de ascenso en la escala social, si no para sí, al menos para la descendencia.

Los adolescentes y jóvenes tienden a ser los más afectados por ese síndrome de desacralización de la vida, entre otros motivos, por el deterioro de la familia que les priva de modelos referenciales indispensables para la construcción de la identidad y la dotación de sentido de la vida.

Dadas la esperanza clausurada y el sentido de la vida diluido, es comprensible que adolescentes y jóvenes apelen al consumo de drogas en la búsqueda de un fugaz escape de la realidad que les tocó en desgracia y de una efímera sensación de placer, aunque en algún nivel de su conciencia sepan que se trata de un suicidio diferido, un camino ineluctable a la muerte.

Es también comprensible que se hagan cómplices del narcomenudeo, con lo que pueden obtener ingresos muy superiores a los que tendrían con un trabajo muy difícil conseguir, integrarse a una tribu que les proporciona sensación de pertenencia y compartir una cuota-parte del poder y dominio territorial que detentan los narcotraficantes en los barrios pobres, en muchos casos con la complicidad de la policía y los dirigentes políticos.

Otras expresiones de la desacralización de la vida se perciben en la dramática realidad cotidiana que muestra a jóvenes, en su mayoría pobres, que matan o son muertos en robos y también en la brutal respuesta de los linchamientos a quienes delinquen o la postulación de la aplicación de la pena de muerte, cada vez más difundida.

Otro componente que hace a esta dimensión subjetiva o antropológica de la pobreza es el consumismo, esa forma patológica del consumo conducente a la búsqueda obsesiva y en cierto grado compulsiva por poseer bienes materiales, que confunde a la satisfacción inmediata del deseo con la atención de una necesidad, impulsa a sustituir al ser por el tener, a idolatrar a ciertos objetos icónicos e hipertrofiar la ambición por apropiarse de ellos, deformación que afecta en forma transversal a todos los segmentos sociales pero en el caso de  algunos adolescentes y jóvenes pobres, los lleva al extremo de matar para robar unas determinadas zapatillas, un automóvil o cierto modelo de celular.

La religión y las iglesias frente a la pobreza

Esa dimensión subjetiva o antropológica de la pobreza puede ser vista como el modo específico en el que se manifiesta en parte de este sector social el deterioro de valores y principios morales (recordamos que moral viene de mores, que significa costumbre) inspiradores de comportamientos cotidianos que reflejaban un modo de entender los sistemas de relación de las personas consigo mismas, con las otras personas, con la naturaleza y con las cosas y con Dios, que venía dado por la evangelización de nuestra cultura.

Ese deterioro o ruptura de las concepciones, hábitos y pautas de vida tradicionales, que abarca a argentinos pobres y no pobres, evoca lo expresado por Pablo VI en el siguiente párrafo de su encíclica Evangelii Nuntiandi dada el 8 de diciembre 1975 que, pese a los más de 40 años transcurridos desde entonces, mantiene notable vigencia: “La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. Hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas”.

A propósito de ello, esta dimensión subjetiva o antropológica de la pobreza es uno de los factores que explican el papel central que la religión y las iglesias – que son su expresión institucional – tienen y deben tener en el proceso de conversión de excluidos a incluidos que es necesario que recorran el 32,2% de pobres.

Sucede que, contra el falso aserto comunista según el cual la religión es el opio de los pueblos, en la realidad cotidiana de la Argentina de los pobres se verifica que la religión, lejos de adormecer la conciencia del pueblo, la despierta, que estimula la organización popular y anima su movilización.
Una muestra de ello es la atención prioritaria que el sacerdote jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio, quien es también el papa Francisco, dedica al tema y si esa actitud fue proclamada desde el inicio de su papado al decir que anhelaba una Iglesia pobre y para los pobres, su especial aproximación a los movimientos sociales o populares que buscan organizar a los pobres y excluidos se constata en los discursos que pronunció en los encuentros de esos movimientos que se realizaron en la Santa Sede en octubre de 2014 y en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) en julio de 2015.
Pero el acompañamiento a nuestro pueblo pobre por parte de sectores de la Iglesia tiene antecedentes que se remontan a las misiones jesuíticas del siglo XVI, se continúa en la guerra de la Independencia, incluye a religiosos como el cura José Gabriel Brochero que en pocos días más será santificado o el padre Federico Grote que fundó la Juventud Obrera Católica, abarca al Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo y al padre Carlos Mujica, inspirador de los denominados “curas villeros” que hoy lidera el padre José María “Pepe” Di Paola.

Son estos apenas algunos ejemplos de “pastores con olor a oveja” – por usar una expresión del papa Francisco – que acompañan a los pobres y buscan alimentar su fe, su esperanza y su amor con la Buena Nueva del Evangelio, no sólo para guiarlos hacia la Patria Celeste sino también para que construyan una vida buena en el tránsito por esta Patria Terrestre.

Vale añadir el aporte teórico a ese quehacer que se expresa en la teología popular argentina, elaborada sobre todo por monseñor Lucio Gera, el presbítero Rafael Tello y el padre Juan Carlos Scannone S.J., que inspira el pensamiento del papa Bergoglio y comienza a ser reconocida en todo su valor por el mundo católico.

Pero hay que reconocer que esa siembra de semillas de esperanza en el castigado terreno del pueblo pobre no se agota en la Iglesia católica y a ella también aportan no pocas iglesias evangélicas que evitan incurrir en actitudes sectarias y fundamentalistas anticatólicas y que, en palabras del padre Tello, “muestran la presencia de Dios en la vida del hombre en esta tierra”.

Esa batalla cultural contra la pobreza que debe darse en la dimensión a la que denominamos antropológica o subjetiva es en medida decisiva una lucha religiosa en la que nada puede hacer el Estado, recayendo la responsabilidad  de librarla sobre todo en la Iglesia, entendida esta como pueblo de Dios que integramos todos los bautizados y no sólo el clero consagrado.

De ahí que diste de ser indebido, por mencionar un ejemplo, que la multitudinaria marcha del pasado 7 de agosto que protagonizaron los movimientos sociales partiera del templo de San Cayetano y fuera encabezada por imágenes de le Virgen de Luján. O que Juan Carlos Alderete, dirigente de la Corriente Clasista y Combativa (CCC) y del maoísta Partido Comunista Revolucionario (PCR), no haya hablado en la concentración con la que ese día culminó la marcha porque estaba en viaje a Roma, donde fue recibido en audiencia por el papa Francisco, tras la cual destacó sus coincidencias con las posiciones del Santo Padre.

Un componente religioso que también está presente en el peronismo, que declara en la 14ª  de sus 20 Verdades que “el Justicialismo es una nueva filosofía de vida simple, práctica, popular, profundamente cristiana y profundamente popular” y en el movimiento sindical de lo que da cuenta el hecho que todos los locales gremiales exhiban en lugar destacado, junto a las imágenes de Perón y Evita, la de la Virgen de Lujan y el Crucifijo.

Lo urgente y lo importante de cara a la pobreza

En la lucha contra la pobreza hay algunos desafíos que son urgentes y otros que, sin dejar de ser perentorios, son sobre todo importantes.

Entre las urgencias creemos que la principal es poner fin al hambre que golpea sobre todo al 6,3% de las familias y personas situadas por debajo de la línea de indigencia, lo que significa que sus ingresos no les permiten adquirir la canasta básica de alimentos. Sin mengua de medidas positivas que tienden a bajar el precio de esa canasta, como la instalación de ferias o mercados barriales; creemos perentorio otorgar a todas las familias en situación de indigencia un subsidio por el monto del valor de la canasta alimentaria básica a través de una tarjeta personalizada que sólo permita adquirir los alimentos de esa canasta.

Otra urgencia es proveer los recursos financieros, físicos y humanos que permitan la pronta instalación de centros de recuperación de adictos del tipo de los “Hogares de Cristo” en todo el país, sobre todo en los barrios humildes.

Otra urgencia es poner en marcha un programa educativo que se proponga instalar en las barriadas humildes las mejores escuelas, que funcionen en buenos edificios, equipadas con los dispositivos que se requieren para educar en el siglo XXI, con programas y métodos de calidad y pertinentes a la realidad presente del país y del mundo, dotadas de los docentes más calificados y mejor pagos del sistema educativo y con capacidad suficiente para atender la demanda existente en esos barrios en todos los niveles y modalidades del sistema educativo, partiendo de jardines maternales y pre-primarios, siguiendo con establecimientos primarios y medios de doble escolaridad, incluyendo escuelas de oficios relacionadas con las empresas del territorio y educación de adultos.

También consideramos urgente que desde los gobiernos – nacional, provinciales y municipales- se establezca un diálogo institucional y permanente con representantes de la CGT y los movimientos sociales, en el que sus demandas sean escuchadas y atendidas, en la medida que lo permita el bien común.

Entre las cuestiones importantes, creemos que la principal es elaborar, consensuar y poner en marcha una nueva matriz productiva que sea capaz de ofrecer puestos de trabajo formales y bien pagos a todos los que integran la Población Económicamente Activa.
Lo aquí expuesto dista de ser el programa de lucha contra la pobreza que es preciso elaborar, consensuar y poner en marcha y sólo pretende enunciar algunos de los aspectos que ese programa debería incluir.

Por fin, nos parece válido mencionar que si no logramos sacar de la pobreza al 32,2% de hermanos que están en ella, los efectos de esa grieta van a golpear también con dureza al 67,8% que hoy estamos por encima de esa línea de fractura, por lo que aquel es un desafío que nos interpela a todos.

Share