Por Hernán Andrés Kruse.-

“Entre los numerosos factores que ayudan a germinar y a brotar la semilla del fanatismo encontramos los que enunciamos a continuación: a) Pobreza y miseria, exclusión o desposesión absolutas: esta circunstancia alienta o bien una actitud de pasiva conformidad, resignación o asunción de lo irremediable e irreversible -características de la indefensión y de la percepción de incontrolabilidad, como señalara Seligman (1981)-, o bien una actitud de desesperada reivindicación de justicia e igualdad. El sentimiento de fracaso vital, de amargura y desgracia irremediable, es un polvorín que aguijonea el propio thanatos (pulsión de muerte): si nada hay que perder, y la vida está tan devaluada y degradada, es fácil arriesgar lo único que se tiene, el cuerpo, para denunciar la injusticia, llamar la atención del mundo o modificar el escenario en favor de una quimérica posibilidad de mejora. Perdida la esperanza, la libertad se evapora, fácil es entonces esclavizarse a cualquier promesa que contenga, aunque sea vagamente, una posibilidad de restaurar la ilusión; a ese empeño se encadena; ¿qué hay de raro, pues, en la temeridad fanática, si aunque comportara la muerte, no entraña una verdadera disyuntiva a la vida sin objetivos ni dignidad suficientes? Asegura Trapiello que “Lo primero que desaparece con la esperanza es la libertad, y un desesperado es sobre todo alguien ciego y fatídico” (2002, p. 72).

b) Depauperación intelectual: si no se posee una amplitud y pluralidad de informaciones, elementos dialécticos para el debate intelectual interno, y no se ha cultivado el pensamiento crítico, la consecuencia probable será el empobrecimiento mental, la unilateralidad, el seguidismo gregario del pensamiento colectivo. El analfabetismo es una fuente de fanatismo, porque al carecer de medios propios para acceder a formas alternativas de pensamiento, a través de periódicos, libros, etc, se es propenso a aceptar el pensamiento inducido por los líderes de opinión, los gobernantes o los referentes grupales que actúan como cabecillas de las turbas anónimas e iletradas. Los analfabetos son carne de cañón, fácilmente manipulable. No serán fanáticos primarios, sino inducidos mediante la deformación tendenciosa y parcial que se les inculca en sus escasos y precarios centros de referencia (educativos y de culto, fundamentalmente). Cuando no existe un sistema público de instrucción o ésta carece de la libertad y la diversidad necesarias, el resultado es el pensamiento uniforme que conocemos como pensamiento doctrinario y la rigidez homogénea de los conocimientos. Todo ello desvirtúa la inteligencia, la priva de la lucidez y el fogonazo crítico, robotiza al sujeto, convirtiéndolo en un artefacto programable para recibir y ejecutar consignas elaboradas por otros. Sólo hay un paso desde el temor a lo desconocido e ignorado y el miedo a lo diferente y medio paso desde estas posturas a la demonización del extraño y la predisposición a considerarlo un enemigo a combatir. A fin de cuentas, como inteligentemente señalara Freud (1921), muchos fanatismos de masas se asientan sobre un narcisismo de las pequeñas diferencias.

c) Conflictos identitarios: Los humanistas consideran que una necesidad básica de carácter secundario (es decir, no fisiológica), pero extremadamente importante, es la necesidad de pertenencia: sentirse parte de algo es casi tan importante como sentirse alguien. Pertenecer a una familia, a un colectivo, suelo o nación, es algo que enraiza al sujeto y le dota de perspectiva. Nacer en un lugar puede ser algo fortuito, pero pertenecer a un lugar es una conquista que tiene que ver con el afecto, el apego, la memoria, los vínculos interpersonales establecidos, etc. La relación de pertenencia se adosa al yo como una seña de identidad de alta significación para los sujetos. Observemos que cuando la gente se presenta suele decir: “Me llamo Juan, soy andaluz y veterinario”. La pertenencia es una de las posesiones más cercanas al núcleo de la identidad. Tanto la acentuación como la disminución patológicas del sentimiento de pertenencia desembocan de forma directa o indirecta en actitudes fanatizadas. Frecuentemente produce un intento desesperado de defender la identidad amenazada cuando se aprecia riesgo de ataque o se tiene miedo de que tal identidad sea arrebatada, invadida o suplantada por otra. La sangrienta paradoja del fin de siglo es que, mientras todos hablan de globalización y mundialización, el mundo se desgrana en multitud de guerras y focos conflictivos, aguijoneados por enconados nacionalismos que tratan de defender sus identidades locales y regionales (T. Sánchez, 2001). Muchos pueblos se fanatizan cuando sus fronteras se ven asaltadas por otras identidades culturales u otras referencias localistas y existe riesgo de cambio de adscripción administrativa, de nombre o de identidad nacional, regional o local. Esto pasa a gran escala, y podemos comprobarlo con la repugnancia minoritaria pero fanática de ciertos pueblos o grupos al colonialismo cultural y económico norteamericano, como en otro nivel podemos observar las luchas encarnizadas en defensa de su convicción de ser vascos y sólo vascos de ciertos colectivos radicalizados.

Rozando la caricatura, estos mismos conflictos identitarios de pertenencia se aprecian entre barrios dentro de la misma ciudad, o entre comarcas limítrofes de una misma provincia, e incluso entre territorios demarcados por distintas pandillas dentro de un mismo suburbio. Llégase a considerar un ultraje y una ofensa el ser identificado erróneamente como español en vez de como catalán, como madrileño en vez de como vallecano, o como rocker en vez de como punk. Muy a propósito Borges parodiaba esto en su obra “Los conjurados”: “El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras” (J.L. Borges, 1985). El conflicto se acentúa ahora más que nunca cuando hemos de conciliar en cada uno de nosotros una doble exigencia: la de universalizarnos, integrarnos en un colectivo humano cada vez más exento de fronteras, aduanas, aranceles y discriminaciones diferenciadoras en función del país de origen, del color, de la cultura o del culto religioso, y la de radicarnos y enraizarnos. J.A. Marina (2000a) señala con agudo sentido del humor que todos pasamos de la aldea global a la aldea a secas. Somos cosmopolitas, por un lado, y de Villagordo del Cabriel, por otro. En forma más culta podemos representar esta disonancia como la tensión entre las fuerzas aglutinantes o de fusión (todos somos miembros de la humanidad sin más rasgos secesionistas), y las fuerzas centrífugas o de fisión (donde buscamos el reconocimiento a nuestra singularidad subrayando las señas identitarias que más cercanamente nos recuerden nuestra procedencia, nuestras raíces y nuestra memoria individual visceral e inmediata). Este asunto de las pertenencias deviene un factor fundamental donde se cuecen infinidad de actitudes fanáticas, la mayoría sin reverberación, pero algunas de sangrientas consecuencias. Acaso el conflicto paradójico aquí aludido sea la manifestación de la lucha entre el instinto territorial que nos arraiga a la nacencia propia y el instinto epistemofílico que nos impulsa a la curiosidad, a la expansión y a la afiliación fuera del propio territorio. Tal vez los etólogos debieran interesarse por esta hipótesis.

d) Rabia social: El sentimiento de derrota, desposesión, vejación o agravio experimentados por un grupo, etnia o pueblo, tanto más cuanto más prolongado en el tiempo sea, moviliza en los sujetos una rebelión tendente a suturar la herida narcisista que como colectivo sufren. Para ello no es necesario que la ofensa sea objetiva y cierta; basta con que así se la interprete, entrando a menudo en juego las mitologías y fabulaciones que componen una visión mistificada del mundo, en la que unos se sienten ultrajados y convencidos de su derecho a resarcirse, en tanto que los otros son tomados como los fuertes, prepotentes y avasalladores ofensores. En casi todos los radicalismos se constata la existencia de una mitología victimista, dominada por el resentimiento y la envidia no reconocida hacia el otro, disfrazada de rechazo o miedo a lo diferente. Podríamos hablar incluso de un discurso manifiesto que es el de la queja, la reivindicación y la querulante reclamación de justicia, y de un discurso latente que es el del resentimiento envidioso y la ira frente a todo aquello que representa lo que no pudiendo tenerse se prefiere tomar como una usurpación injusta del derecho. La rabia social se asienta comúnmente sobre uno o varios hechos históricos (vale decir, narrativamente sesgados en la dirección que interesa al grupo) que la comunidad ha vivido como traumáticos. Ello puede deberse al carácter sangriento, a la humillación política, a la desposesión o a la ridiculización pública, a la prohibición de la lengua o de las expresiones culturales idiosincrásicas, entre otras causas, ligados a dichos acontecimientos.

El sentimiento colectivo de victimización y persecución son permanentemente recordados para estimular el odio y el anhelo revanchista entre los miembros de la comunidad, por parte de portavoces o agitadores sociales. La ira unida a la indignación y a la burla narcisista experimentada por el colectivo pueden estar dormidas, en letargo aparente, esperando una oportunidad idónea o un detonante que opere como provocación externa inmediata para aflorar. Los fanáticos agitadores están, por ello, imbuidos de una historificación adulterada, poco rigurosa, a menudo fraudulentamente manipulada: bien sea ocultando datos o circunstancias contrarias a los intereses, bien exagerando la naturaleza o gravedad de ciertos hechos concordantes con la particular exégesis que resulte conveniente. Dicha tergiversación crea unas actitudes prejuiciadas, cautelosas y desconfiadas prontas a encontrar corroboración en nuevos acontecimientos que se viven como repetición de los viejos agravios. Muy sagaz, el siguiente comentario nos da la clave: “Estamos ante el pistoletazo de salida de una carrera en la que casi todos disputan por hacerse acreedores a la ventajosa condición de agraviado, actual o pasado. Los agravios no prescriben, aunque transcurran siglos y generaciones. En realidad, lo importante, por supuesto, no es ser agraviado sino parecerlo y, con ello, estimular el sentimiento de culpa de los demás. Quien gana la batalla del agravio, obtiene la recompensa del privilegio” (I. Sánchez Cámara, 2001).

El trasfondo psíquico de la rabia social es el miedo a la reproducción de las circunstancias traumáticas legendariamente exaltadas por los líderes grupales, o la anticipación de una eventual derrota traumática que se produciría si se permitiera avanzar al enemigo o se abrieran las puertas a las ideas foráneas que desequilibraran el statu quo. El elemento propagandístico que se enarbola es de tipo pasional, primario, irracional y estimula persecutoriamente el afán autoprotector: el “¡ojo!, que nos atacan!” legitima ora el contraataque o, lo más frecuente, el ataque anticipatorio que, por lo general, acaba desencadenando a posteriori el ataque que se temía. La reciente e inmoral propuesta ‘justificativa’ de Bush de una guerra preventiva contra Irak, sería un ejemplo de fanatismo gubernamental. Vemos que la acción en la que se vierte el impulso fanático está antecedida, en primera instancia, por una campaña proselitista hacia los candidatos más proclives y predispuestos; en segundo grado, por una campaña educativa y doctrinaria que inunda la comunidad tendente a seducir y sugestionar a los más tibios, ambiguos y fronterizos; en tercer grado, por el desdén despreciativo y paranoide hacia los fríos, críticos o claros oponentes a la mitología grupal mayoritaria. Respecto a éstos se juega a la proscripción, la exclusión o el ninguneo. Silenciar a los descreídos o heréticos de la doctrina oficial es parte del pundonor colectivo.

La libertad de expresión es incompatible con el fanatismo. Donde rigen sus leyes sólo cabe el acatamiento sumiso, el silencio -connivente, por aquello de que “quien calla otorga”, o intimidatorio, no sea que “por la boca muera el pez”-, o la huida, so pena de ser tratado como traidor a la comunidad o insensible a sus ‘justas reclamaciones’, o comprado espía al servicio del enemigo. Vemos que muchas más situaciones, coyunturas y escenarios sociales, culturales y políticos de los que pensábamos se pueden ver reflejados en esta ‘triyuntiva’. Nuevamente Maalouf pronostica: “…toda comunidad humana, a poco que su existencia se sienta humillada o amenazada, tiende a producir personas que matarán, que cometerán las peores atrocidades convencidas de que están en su derecho, de que así se ganan el Cielo y la admiración de los suyos. Hay un Mr. Hyde en cada uno de nosotros; lo importante es impedir que se den las condiciones que ese monstruo necesita para salir a la superficie” (A. Maalouf, 1998).

(*) Teresa Sánchez Sánchez (Papeles Salmantinos de Educación-Facultad de Pedagogía-Universidad Pontifica de Salamanca-2002):“¿Cómo se fabrica un fanático?

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