Por Hernán Andrés Kruse.-

Javier Milei logró poner patas para arriba al sistema político argentino. Logró poner de rodillas al tradicional bipartidismo que emergió luego de la recuperación de la democracia en 1983. Es por ello que los resultados que arrojaron las PASO son históricos ya que por primera un outsider de la política, carente de una estructura nacional que apoye su candidatura presidencial, venció al peronismo y la coalición conformada por el radicalismo y el macrismo. Nadie previó semejante debacle electoral del bipartidismo tradicional. La irrupción fulgurante de Milei en el escenario político obligó al oficialismo y la principal oposición a tomar en serio a un personaje que hasta hace poco tiempo era un ilustre desconocido.

La reacción del establishment político fue la esperada. Lejos de intentar contrarrestar las ideas libertarias de Milei en el plano intelectual, lo hizo desde el plano emocional. Apenas consumada la histórica victoria del libertario, las fuerzas políticas derrotadas comenzaron a descerrajar munición gruesa sobre Milei. Algunos opositores, como Gerardo Morales, intentan convencer a la sociedad que Milei es, lisa y llanamente, un desquiciado. Otros, en cambio, lo acusan de ser, lisa y llanamente, un fascista. Es interesante analizar esta última acusación porque se basa en el supuesto de una coincidencia ideológica entre el anarcocapitalismo y el fascismo, es decir, entre Murray N. Rothbard y Benito Mussolini. La acusación es fácilmente rebatible ya que basta con comparar el pensamiento de ambos personajes para hacerla añicos.

Para que emerja en toda su magnitud el antagonismo ideológico entre el anarcocapitalismo y el fascismo invito al lector a que se sumerja en la lectura de los párrafos que he seleccionado de un escrito sobre el fascismo del egregio filósofo político italiano Norberto Bobbio (Fascismo. Extraído del Diccionario de Política, por Norberto Bobbio, N. Matteucci y G. Pasquino Ed. Siglo XXI, México, 1993). Una vez finalizada la lectura de estas reflexiones invito al lector a que las compare con lo escrito por Rothbard en “El Manifiesto Libertario”, especialmente la parte que le dedica al análisis del Estado, al axioma de no agresión y a la libertad individual. En ese momento comprobará que el anarcocapitalismo y el fascismo son antagónicos.

LA ORGANIZACIÓN DEL ESTADO FASCISTA ITALIANO

“En la construcción del régimen fascista italiano se pueden distinguir diversas fases. En un primer momento el fascismo en el poder colabora con las demás fuerzas políticas y no modifica sustancialmente el ordenamiento vigente, limitándose a retoques destinados a suavizar ciertas estructuras y ciertos mecanismos administrativos y a plantear alguna veleidad tecnocrática. Las únicas disposiciones innovadoras son la creación de la milicia voluntaria para la seguridad nacional y la ley electoral con premio a la mayoría (ley Acerbo). En un segundo período, una vez terminada con el crimen Matteoti la fase en que la represión de la oposición estuvo confiada a fuerzas extralegales, empieza el desmantelamiento del sistema pluralista representativo que se realiza prácticamente en el transcurso de dos años (1925 y 1926); se limita la libertad de asociación (26 de noviembre de1925); se le quita al parlamento el control del ejecutivo (24 de diciembre de 1925); se le asigna al ejecutivo la facultad de emitir normas jurídicas (31 de enero de 1936); se suprime el autogobierno de los municipios y de las provincias ampliando los poderes de los prefectos y sometiendo los municipios a “potestades” nombradas por el gobierno (4 de febrero de 1926, 6 de abril de 1926 y 3 de setiembre de 1926); se establece el confinamiento policíaco de los elementos de oposición (6 de noviembre de 1926); se instituye el Tribunal Especial para la Defensa del Estado y se restablece la pena de muerte (25 de noviembre de 1926). El 9 de noviembre de 1926 se termina prácticamente la actividad legal de la oposición mediante la expulsión de la Cámara de Diputados de los parlamentarios que se habían adherido a la secesión del Aventino. Al final del mismo año dejan de existir los partidos incluyendo los colaboracionistas.

La tercera fase es la de la “fascistización” del estado. El régimen trata de establecer para sí mismo instituciones originales. Estas últimas no se apoyan por otra parte en el partido al que se le aplican las mismas reglas autoritarias adoptadas en el país. La inspiración de la “fascistización” es la estadista concentradora del ministro Gurdasellos Alfredo Rocco, proveniente de las filas nacionalistas. El totalitarismo fascista no se traduciría en la transformación del estado sino en la acumulación de nuevas funciones dentro del estado tradicional. “El estado fascista”, se ha dicho justamente, “se proclamó constantemente y con gran exhuberancia de tonos, estado totalitario, aunque siguió siendo hasta el último también un estado dinástico y católico, y por lo tanto no totalitario en sentido fascista”. “Bajo el fascismo, el estado totalitario en cuanto integración sin residuos de la sociedad dentro del estado no logró nunca ser verdaderamente tal” (Aquarone, 1965). La misma inspiración meramente autoritaria y burocrática del poder que daría muerte al partido sin lograr hacer del estado un organismo capaz de promover la movilización social, comprimiría y daría muerte a las corporaciones con las que debería articularse la relación entre el régimen y las fuerzas productivas.

En el período 1927-1930 se configura de algún modo la apariencia del estado fascista: se aprueba la Carta de Trabajo (1927) y se instituye la Magistratura del Trabajo (1928), se fija la competencia del Gran Consejo del fascismo en cuestiones institucionales y constitucionales (1928 y 1929); el Consejo Nacional de las Corporaciones se incorpora a los órganos del estado (1930). Por regio decreto n. 504 del 11 de abril de 1929 se incluye el Fascio en el escudo de armas del estado. Los años que van desde 1930 hasta 1935 son los “años de efervescencia” del régimen. Ya que el partido, bajo la guía del secretario general Aquiles Starace, a pesar de sus crecientes ramificaciones en todos los sectores de la vida nacional, se manifestó cada vez menos capaz de realizar una movilización de masa, una serie de iniciativas clamorosas (desde la primacía de los aviadores hasta las bonificaciones agrícolas y determinadas obras públicas), el uso adecuado de los modernos medios de propaganda masiva, le permiten al régimen con ocasión de la guerra de Etiopía (1935-1936), maximizar y casi unanimizar el consenso del país; las carencias del partido como órgano de movilización, el carácter subalterno de los poderes intermedios como las corporaciones se presentarán, sin embargo, en toda su gravedad durante el período de 1937-1940 para explotar durante el conflicto mundial hasta el derrumbe del 25 de julio de 1943. En síntesis, en la década 1930-1940, el régimen experimentó una serie de fórmulas desde el totalitarismo hasta el corporativismo y el dirigismo económico, ninguna de las cuales se aplicó a fondo. El resultado de los modelos innovadores haría que en el momento del desastre la sucesión fuera recibida por el elemento tradicional del sistema, por el elemento “dinástico” y “católico”.

Sólo desde hace poco el balance global de la experiencia del régimen fascista es objeto de juicios críticos meditados. Se acepta que en el plano económico el régimen logró crear un parque industrial diferenciado, un sector público robusto y dinámico, preparando además una gama de instrumentos de intervención de tipo dirigista que se utilizarían plenamente en la posguerra. En el plano social, el régimen aceleró, o por lo menos no se opuso, al ascenso de las clases emergentes y al acantonamiento de las viejas gerencias. Respecto de las clases subordinadas, a pesar de no haberse propuesto una política de bienestar, se trazaron los primeros lineamientos de un Welfare State, sobre todo gracias a una avanzada legislación asistencial. Son más oscilantes las decisiones del régimen en materia de salarios reales y de pleno empleo, debido también al estado de recesión en que se encontraba el mercado de trabajo italiano después de la clausura de las corrientes migratorias. En la política agraria y meridionalista el concepto de la “bonificación integral” elaborado por Arrigo Serpieri, después de un principio de actuaciones brillantes en el Campo Pontino, sufrió oposiciones y hasta la ley para la colonización del latifundio siciliano (1940) que debería marcar la recuperación. La política militar y la diplomacia del régimen fueron catastróficas. En el campo militar se utilizó el personal y hasta los implementos prefascistas sin introducir ninguna innovación técnica digna de tomarse en cuenta. En el campo de las relaciones internacionales, el régimen exasperó los elementos básicos de la diplomacia tradicional sin el correctivo de la desprejuiciada flexibilidad que le había permitido a esta última evitar los cambios de rumbo trágicos.

El régimen fascista italiano se caracteriza fundamentalmente por un ejercicio del poder marcado por un pragmatismo absoluto: obedeciendo a este impulso dinámico, a esta obsesión realizadora que no sólo es la “polilla” de los fascismos, como afirma Camillo Pellizi, sino la auténtica razón de vida, se dispersó en todas direcciones como un torrente de lava, deteniéndose donde encontraba resistencia y lanzándose hacia adelante donde no la había. El partido, el sistema totalitario y las corporaciones fueron encontrando, a su turno, su punto de detención. Y siempre, por último, quedó solo el estado, el viejo estado, con sus sedimentaciones tradicionales, obligado a adoptar el papel revolucionario ya que, en realidad, su expansión parecía la menos temida y, en último análisis, seguía siendo el único punto de apoyo indiscutible de una unidad de emergencia. El uso revolucionario de un estado tradicional, de un ejército tradicional, de una diplomacia tradicional, determinan el resquebrajamiento del régimen al que, por otra parte, debido al proceso de despolitización que se lleva a cabo en el país desde 1937, a la desmovilización emotiva de las dirigencias y de las masas, a la transformación del régimen en “dirección”, de acuerdo con la afortunada expresión de Bottai, no le queda otra cosa que el dilema entre un autoritarismo estático, o sea el no fascismo, y el verdadero fascismo, o sea la marcha ininterrumpida, el dinamismo aun nihilista.

LA IDEOLOGÍA DEL FASCISMO

“Los prejuicios son mallas de hierro o de oropel. No tenemos el prejuicio republicano, ni el monárquico, no tenemos el prejuicio católico, socialista o antisocialista. Somos cuestionadores, activistas, realizadores”, declara Mussolini en una entrevista al Giornale d’Italia después de la fundación del Fascio de combate de Milán. Missiroli llama al fascismo “herejía de todos los partidos”. En el preámbulo doctrinal del estatuto del PNF de 1938, Mussolini afirma: “El fascismo rescata de los escombros de las doctrinas liberales, socialistas y democráticas, los elementos que todavía tienen un valor vital. Mantiene los que se podrían llamar hechos adquiridos de la historia, y rechaza todo lo demás, es decir el concepto de una doctrina buena para todas las épocas y para todos los pueblos”. El posibilismo ideológico está ligado a la subordinación de las ideas a la acción. Diez años después de su asentamiento en el poder, Mussolini le dirá a Ludwig: “Me he convencido de que la primacía le corresponde a la acción, aun cuando esté equivocada. Lo negativo, el eterno inmóvil es condenación. Yo estoy de parte del movimiento. Yo soy un marchista”. En todos los fascismos existe un florilegio de declaraciones semejantes: “Debéis caminar, debéis dejaros arrastrar por la corriente […] debéis actuar. Lo demás llega por sí solo”, exhorta León Degrelle, “No nos preguntaréis primero -escribe Drieu la Rochelle cuál es nuestro programa sino cuál es nuestra mentalidad. El espíritu del PPF es un espíritu de vida, de acción, de velocidad”. “Perón me ha enseñado -proclama Eva Duarte- que para conseguir algo no es necesario, como cree la mayor parte de la gente, hacer grandes planes. Si los planes existen tanto mejor, pero si no existen, no importa: lo que importa es comenzar a actuar. Los planes vendrán después”. Y Oswald Mosley afirma por su parte: “Un gran hombre de acción observó: “el que sabe exactamente a donde se dirige no llega muy lejos”. Para Hitler, el nacional-socialismo era un “socialismo potencial que no se realizaría nunca porque estaba en una condición de cambio continuo”. Plinio Salgado, que no obstante trata de darle al integrismo un contenido doctrinal preciso, habla de “una concepción integral de la idea, del hecho y del movimiento”, atribuyéndole a este último “una importancia fundamental”. Weber habla del fascismo como de un “activismo oportunista inspirado en la insatisfacción producida por el ordenamiento vigente, sin la intención o la capacidad de proclamar una doctrina propia y más bien con la tendencia a destacar la idea del cambio y la conquista del poder” (Weber, 1964).

Respecto de la primacía de la acción, las mismas teorías que se van incorporando poco a poco a la doctrina fascista, como el corporativismo, el sindicalismo, el totalitarismo, el dirigismo económico, doctrinas que por otra parte se contradicen entre sí desde sus premisas, aparecen como meros ejercicios abstractos que sólo han influido marginalmente en el desarrollo del movimiento. En ese sentido es explicable que el fascismo no logre negar o rechazar in toto las demás ideologías, incluso el comunismo: tiende más bien a conciliarlas, a servirse de ellas una después de la otra de acuerdo con las circunstancias. El fascismo húngaro (las Cruces Flechadas) aceptará los votos comunistas, Mussolini restablecerá las relaciones con la Rusia de los Soviets, los fascistas españoles siguiendo a la izquierda italiana, alabarán simultáneamente la revolución de octubre y la revolución fascista, Hitler no dudará en pensar en una división del mundo con Stalin, las relaciones entre los actuales sistemas nacional-populistas y los partidos comunistas locales son demasiado ambiguas. El activismo no es incompatible con el nacionalismo sino encuentra en este último el instrumento más adecuado, no entendiéndolo en el sentido de la conservación tradicional sino de la consolidación dinámica y de la expansión permanente de la comunidad nacional. No obstante, respecto del dinamismo, el nacionalismo es un elemento subordinado.

Algunos fascistas aceptan concientemente la hegemonía alemana. El último fascismo italiano, el de 1945-1946, evocará en el Manifiesto de Verona la idea de la comunidad europea. Los nazis se consideran a sí mismos defensores de Europa. La concepción dinámica de la nación y el “orden europeo” explica la catástrofe diplomática y militar de los regímenes fascistas que, no obstante, en el plano económico y en parte en el plano social, lograron éxitos efectivos. Una característica peculiar del fascismo es la percepción de la crisis. Este no cuaja como una ideología de emergencia con un programa de inmovilización y de hibernación de la sociedad enferma (no lo hacen en cambio, los sistemas de tipo militar) sino de huida hacia adelante. La unidad propuesta por el fascismo no es estática sino dinámica. El fascismo, por lo tanto, “vive y lucha en una atmósfera de crisis”. “Todos los fascismos se consideran como el último recurso; todos están amenazados por un mundo hostil, en un estado de sitio en que la autosuficiencia material e ideológica es la única esperanza” (Weber, 1964). En 1929, Gregor Strasser proclama: “Nosotros llevamos adelante una política de catástrofe porque sólo la catástrofe, es decir el derrumbe del sistema liberal nos allanará el camino para la construcción del nuevo edificio que llamamos nacional-socialismo”. La revista Die Komenden, órgano de un grupúsculo nazi, afirma en el mismo período: “Deseamos el caos porque lo dominaremos”. Antes de la intervención de 1915, Mussolini plantea el dilema: “Guerra o revolución”.

Sin embargo, es factible detectar un punto de contacto entre el anarcocapitalismo y el fascismo. Bobbio afirma que el fascismo es una ideología de crisis. Ello significa que el fascismo apareció para millones de personas carcomidas por la angustia y la desesperanza como la solución mágica de todos sus pesares. Pues bien, en la Argentina el anarcocapitalismo está emergiendo como una ideología de crisis. Milei está a un paso de ser elegido presidente de la república porque millones de compatriotas están hartos de tanta hipocresía, de tanta falsedad, de tanta falta de respeto, de tanto menosprecio. Bobbio culmina su análisis afirmando que el fascismo se le presentó a la sociedad italiana como una alternativa mesiánica. Ello significa que la sociedad italiana vio en Benito Mussolini a un salvador providencial, a un Mesías enviado por Dios para rescatarlo del infierno. ¿No estará ocurriendo algo similar con Javier Milei?

A continuación paso a transcribir el párrafo en el que Bobbio efectúa tal afirmación.

CONCLUSIÓN

“El fascismo es pues una ideología de crisis. Nace como respuesta a una crisis a la que Talcott Parsons llama el incremento de las anomias, o sea “la falta de integración, bajo diversos aspectos, entre muchos individuos y los modelos institucionales constituidos” (Talcott Parsons, 1956). La crisis puede estar relacionada con un evento determinado (una guerra o una desocupación masiva), pero es necesario tomar en cuenta que el evento revela la crisis, no la provoca. El sistema democrático-liberal italiano ya se había derrumbado en 1915 antes del ingreso a la guerra. La crisis se manifiesta principalmente a través de la disgregación del ordenamiento existente. Un caso típico de crisis es el del dualismo de la sociedad en vías de industrialización. El contenido de la respuesta fascista a la crisis es la unidad. El concepto de unidad está implícito en la denominación: Fascio. El autoritarismo, la violencia, el racismo, el totalitarismo son derivaciones y algunas veces desviaciones del principio unitario. La unidad sigue siendo el dato prioritario y esencial. La apelación a la unidad atrae de manera particular a la juventud y a las clases medias que se consideran, dentro de la escala social, en una posición de equidistancia de los extremos y, por lo tanto, de interclasismo. Bajo este aspecto, el fascismo se adapta a las clases medias de tal manera que se puede definir tendencialmente como la ideología típica de las clases medias y sobre todo como la ideología de las élites juveniles de la clase media.

Esto no excluye que el fascismo adquiera un consenso masivo aún dentro del proletariado y en ciertos sectores del establishment. Su sustrato social típico es la pequeña burguesía de origen proletario que tiene cualidades de combatividad y de agresividad desconocidas para la burguesía tradicional (las investigaciones recientes sobre los cuadros del integrismo brasilero demuestran su ubicación dentro del sector social en ascenso; la proveniencia de los jefes fascistas italianos y nazis, en su mayoría de la izquierda política o de lo que se podría llamar “la izquierda social”, es conocida). En este sentido el fascismo es una ideología de clases que está emergiendo, radical más bien que revolucionaria. Tiene por objeto el trastocamiento del establishment (Carsen, 1970). La conexión entre fascismo e industrialización está ya manifiesta en la conexión entre fascismo y crisis. En efecto, el recurso a sistemas de tipo fascista o influidos por el fascismo es casi recurrente en el período de la industrialización. La subordinación de las reivindicaciones sociales a las reivindicaciones nacionales se presenta como el instrumento más eficaz para proponerse a las masas la prórroga de la era del bienestar. También los sistemas populistas revolucionarios toman esta característica del fascismo.

¿Cómo tiende el fascismo a superar la crisis? Se puede decir que trata de domarla mas no de anularla. El fascismo es un organizador de la tensión. La tensión es su combustible. Esta le permite mantener la movilización permanente de las masas bajo una disciplina de tipo más bélico que militar. El dinamismo fascista es un germen negativo del sistema, un detonador que tarde o temprano provoca su explosión. La conciencia de la tragedia final está presente en el sistema fascista aún en el momento del triunfo, y de ella se deriva un sentimiento de religiosidad negativa, el pesimismo activista que impresiona a Malraux en el hombre fascista, el romanticismo desesperado que aflora tarde o temprano de manera inevitable en todo fascismo, en sus ritos desde las reuniones de Núremberg hasta la “Noche de los Tambores Silenciosos” de los integristas brasileros. Este pesimismo se pone de manifiesto, dentro de la simbología fascista, en el color “negro”, en la evocación obsesiva de la muerte y en el lugar que ésta ocupa en la iconografía fascista. El decálogo del fascio turinés proclama la fe en el éxito de las “minorías de voluntad y muerte”. La agonía del fascismo está rodeada de alusiones a la “muerte bella”, a la “belleza de morir”. La desesperación se contrapone a la esperanza como un elemento activo. La desesperación se sublima como activismo absoluto. La Disperata es el nombre de una escuadra de acción florentina. Por esto, también el fascismo triunfante se presenta al conservador Rauschning como “la revolución del nihilismo”.

El dinamismo distingue claramente al fascismo, como se ha señalado, de los demás sistemas de tipo militar que cuando mucho podrían definirse, con una distorsión sustancial del término, como “fascismos estáticos”. El hecho de que se proponga resolver la crisis, aunque se alimente simultáneamente de la crisis, distingue al fascismo aún más de los sistemas populistas revolucionarios, que son capaces de sobrevivir precisamente por su activismo optimista. Talcott Parsons habla, a propósito del fascismo, de una “reacción a la ideología de la racionalización de la sociedad”, y en ese sentido éste se contrapone al radicalismo de izquierda y se clasifica como “un radicalismo de derecha”. Aunque, a su manera, también el fascismo es un intento de racionalizar la sociedad, apoyándose en el factor dinámico y aplicándole a la sociedad un esquema de evolucionismo político. Racionalizando en cierto sentido el pesimismo, o haciéndolo trascender en el tema de la fe y de la muerte, propone la utopía del fuego y del peligro. El fascismo queda fuera, por lo tanto, de la rígida dicotomía derecha-izquierda. Unas veces minoritarios y otras mayoritario, pequeñoburgués o proletario, siempre plebeyo e interclasista, dispuesto a no apelar a la uniformidad de las condiciones sino a la igualdad y a la unidad de los sentimientos, se le presenta a la sociedad en crisis como una alternativa mesiánica”.

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