Por Hernán Andrés Kruse.-

Consciente de que sus chances para suceder a Alberto Fernández crecen a diario Javier Milei analiza desde hace tiempo una reforma profunda del Poder Judicial, cuya imagen negativa es más alta que el Aconcagua. Para ello decidió contactarse con diversos estudios jurídicos, entre los que sobre sobresale el estudio Cúneo Libarona. Uno de sus miembros es el doctor Mariano Cúneo Libarona, un reconocido y mediático abogado penalista que adquirió notoriedad al tener en sus manos casos de enorme resonancia cono el caso AMIA y el caso del jarrón de Guillermo Coppola, en la década de los noventa. Todo parece indicar que el libertario tendría decidido, en caso de arribar a la presidencia de la república, modificar la composición del Consejo de la Magistratura y el nombramiento de un nuevo ministro de la Corte Suprema. Su objetivo central sería despolitizar de una vez por todas al Poder Judicial (Fuente: El Cronista, 3/9/023). Lo que Milei tiene en mente, me parece, es llevar a la práctica la privatización del sistema de justicia propuesta por su mentor Murray N. Rothbard en su libro “El Manifiesto Libertario”.

LA LEGISLACIÓN Y LOS TRIBUNALES

“Ahora resulta claro que tendrá que haber un código en la sociedad libertaria. ¿Pero cómo? ¿Cómo puede haber un código, un sistema legislativo sin un gobierno que lo promulgue, un sistema de jueces que lo instrumente o una legislatura que vote las leyes? Para comenzar, ¿un código es coherente con los principios libertarios? Para responder la última pregunta en primer lugar, debe quedar claro que un código implica necesariamente el establecimiento de líneas de acción precisas para los tribunales privados. Si, por ejemplo, la Corte A decide que todos los pelirrojos son inherentemente malos y deben ser castigados, es obvio que se trata de una decisión opuesta al libertarianismo, que una ley semejante constituiría una invasión a los derechos de los pelirrojos. Entonces, cualquier decisión de este tipo sería ilegal en términos del fundamento libertario, y no podría ser sostenida por el resto de la sociedad. Por lo tanto, se haría necesaria la existencia de un código generalmente aceptado y que los tribunales se comprometieran a respetar. El código, sencillamente, insistiría en el principio libertario de no agresión contra la persona o la propiedad, definiría los derechos de propiedad según los principios libertarios y establecería las reglas de evidencia (como las que funcionan en la actualidad) para decidir quiénes son los culpables en una determinada disputa y establecer un castigo máximo para cada crimen.

En el marco de ese código, los tribunales particulares competirían por los procedimientos más eficientes, y el mercado decidiría entonces si los jueces, los jurados, etc., son los métodos más eficientes para proveer los servicios judiciales. ¿Es posible tener códigos tan estables y consistentes cuando sólo hay jueces que compiten entre sí para desarrollarlos y aplicarlos, y no existe un gobierno y una legislatura? No sólo son posibles, sino que a lo largo de los años las mejores y más exitosas partes de nuestro sistema legal se desarrollaron precisamente de esta manera. Las legislaturas, al igual que los reyes, fueron arbitrarias, invasivas e incoherentes. Todo cuanto hicieron fue introducir anomalías y despotismo en el sistema jurídico. En realidad, el gobierno no está más calificado para desarrollar y aplicar la ley que para proveer cualquier otro servicio; y así como se separó la religión del Estado, y la economía puede separarse de él, lo mismo puede hacerse con cualquier otra función estatal, incluyendo la policía, los tribunales y la ley misma.

Por ejemplo, como ya lo hemos dicho, todo el derecho mercantil fue desarrollado por tribunales comerciales privados, no por el Estado ni en cortes estatales, y el gobierno se hizo cargo de él mucho después. Lo mismo sucedió con las leyes del almirantazgo, toda la estructura del derecho marítimo, los transportes, los salvamentos, etc. Tampoco aquí el Estado era parte interesada y no tenía jurisdicción en alta mar, por lo cual los fletadores llevaron a cabo no solamente la tarea de aplicar toda la estructura del derecho de almirantazgo en sus propios tribunales privados, sino también la de desarrollarla. Sólo mucho más tarde el gobierno se apropió de la ley de almirantazgo para aplicarla en sus tribunales. Por último, el cuerpo troncal del derecho anglosajón, el justamente célebre derecho común (common law), fue desarrollado durante centurias por jueces competentes que aplicaban principios sancionados a lo largo del tiempo en lugar de los cambiantes decretos del Estado. Estos principios no fueron decididos en forma arbitraria por ningún rey o legislatura; evolucionaron por siglos mediante la aplicación de principios racionales –y muy a menudo libertarios– a los casos que se presentaban.

La idea de seguir los precedentes no fue un mero tributo al pasado; tuvo su origen en que todos los jueces de épocas pasadas habían tomado sus decisiones aplicando los principios del derecho común, generalmente aceptados, a casos y problemas específicos. La opinión unánime era que los jueces no hacían el derecho (como suele suceder hoy); su tarea, su experiencia, consistía en encontrar la ley dentro de los principios aceptados del derecho común, y luego aplicar ese derecho a casos específicos o a nuevas condiciones tecnológicas o institucionales. La permanencia del derecho común a lo largo de siglos es testimonio de su éxito. Los jueces del derecho común, además, actuaban de manera muy similar a los árbitros privados, como expertos en derecho a los cuales acudían con sus pleitos las entidades privadas. No había ninguna “corte suprema” arbitrariamente impuesta cuya decisión fuera obligatoria, ni ningún precedente, aunque sancionado por el tiempo, se consideraba como de cumplimiento automáticamente obligatorio.

En este sentido, el jurista libertario italiano Bruno Leoni escribió: “[… ] las cortes de justicia en Inglaterra no podían sencillamente promulgar reglas arbitrarias propias, como tampoco estaban jamás en posición de hacerlo en forma directa, es decir, de la manera usual, súbita, ampliamente variable e imperiosa en que lo hacen los legisladores. Más aun, había tantos tribunales de justicia en Inglaterra y eran tan celosos uno de otro que incluso el famoso principio del precedente vinculante no fue abiertamente reconocido como válido hasta hace poco tiempo. Además, nunca podían decidir nada que no les hubiese sido sometido antes por personas privadas. Por último, eran comparativamente pocas las personas que solían dirigirse a las cortes para solicitarles normas que decidieran sus casos”. Y sobre la ausencia de “cortes supremas”: “[…] no se puede negar que la ley de los abogados o el derecho judicial pueden tender a adquirir las características de la legislación, incluyendo aquellas que son indeseables, toda vez que los juristas o los jueces tienen la potestad de decidir definitivamente sobre un caso […]. En nuestros tiempos, el mecanismo de la judicatura en ciertos países donde hay “cortes supremas” resulta en la imposición de puntos de vista personales de los miembros de esas cortes, o de una mayoría de ellos, a todas las personas involucradas, siempre que hay un alto grado de desacuerdo entre la opinión de los primeros y las convicciones de los últimos. Pero […] esta posibilidad, lejos de estar necesariamente implícita en la naturaleza de la ley de los abogados o del derecho judicial, es una desviación de ella […]”.

Con excepción de esas aberraciones, los puntos de vista personales impuestos por los jueces estaban reducidos al mínimo: a) porque los jueces sólo podían tomar decisiones cuando los ciudadanos privados les presentaban casos, b) la decisión de cada juez sólo servía para un caso particular y c) las decisiones de los jueces y los abogados del derecho común siempre consideraban los precedentes, cuya vigencia databa de siglos. Además, tal como lo destaca Leoni, en contraste con las legislaturas o el ejecutivo, donde las mayorías dominantes o los grupos de presión avasallan a las minorías, los jueces, por su misma posición, están obligados a escuchar y sopesar los argumentos de las partes contendientes en cada disputa. “Ante el juez, ambas partes son iguales, en el sentido de que tienen la libertad de presentar argumentos y evidencias. No constituyen un grupo en el cual las minorías disidentes ceden el paso a las mayorías triunfantes […].” Y Leoni señala la analogía entre este proceso y la economía de libre mercado: “Por supuesto, los argumentos pueden ser más fuertes o más débiles, pero el hecho de que cada parte puede producirlos es comparable con el hecho de que todos pueden individualmente competir con los demás en el mercado para comprar y vender”.

El profesor Leoni descubrió que, en el área del derecho privado, los jueces de la antigua Roma actuaban de la misma manera que los tribunales del derecho común inglés: “El jurista romano era una suerte de científico; los objetos de su investigación eran las soluciones de los casos que los ciudadanos le presentaban para estudiar, al igual que los industriales de hoy podrían someter a un físico o a un ingeniero un problema técnico referente a sus plantas o a su producción. Así, el derecho privado romano era algo que debía ser descripto o descubierto, no puesto en ejecución –un mundo de cosas que estaban allí, como parte de la herencia común de todos los ciudadanos romanos–. Nadie promulgaba ese derecho; nadie podía cambiarlo por ningún ejercicio de su voluntad personal […]. Éste es el concepto de largo plazo o, si se prefiere, el concepto romano, de la certeza de la ley”. Por último, el profesor Leoni pudo utilizar su conocimiento de las funciones del derecho antiguo y del derecho común (common law) para responder a la vital pregunta: “En una sociedad libertaria, “¿quién designaría a los jueces […] para permitirles realizar la tarea de definir la ley?” Su respuesta es: “la propia gente, los que fueran a ver a los jueces con mayor experiencia y erudición en cuanto al conocimiento y aplicación de los principios legales comunes básicos de la sociedad: En realidad, es bastante irrelevante establecer por adelantado quién designará a los jueces, porque, en cierto sentido, todos podrían hacerlo, tal como sucede de alguna manera cuando las personas recurren a árbitros privados para resolver sus propios pleitos […]. Porque la designación de jueces no es un problema tan especial como podría ser, por ejemplo, el de “designar” físicos o médicos u otras personas instruidas y experimentadas. La aparición de buenos profesionales en cualquier sociedad se debe sólo en apariencia a designaciones oficiales, si alguna vez es así. De hecho, se basa en el amplio consentimiento por parte de los clientes, los colegas y el público en general –un consentimiento sin el cual ninguna designación es realmente efectiva–. Por supuesto, la gente puede equivocarse acerca del verdadero valor de aquel a quien se ha elegido, pero estas dificultades en su elección son inevitables en cualquier tipo de decisión”.

Por supuesto, en la futura sociedad libertaria, el código básico no tendría como fundamento la ciega costumbre, gran parte de la cual bien podría ser anti-libertaria. Debería ser establecido sobre la base del reconocimiento del principio libertario de no agresión contra la persona o la propiedad de otros; en resumen, sobre la base de la razón en lugar de la mera tradición, por más lógicos que sean sus lineamientos generales. Sin embargo, puesto que tenemos como punto de partida un cuerpo de principios de derecho común, la tarea de la necesaria corrección y reforma sería mucho más sencilla que si intentáramos construir un código de la nada. El ejemplo histórico más destacable de una sociedad con leyes y tribunales libertarios, sin embargo, ha sido ignorado hasta ahora por los historiadores. Y no sólo los tribunales y la ley eran ampliamente libertarios, sino que operaban dentro de una sociedad puramente libertaria y sin Estado. Nos referimos a la antigua Irlanda –que persistió en este camino libertario durante aproximadamente mil años, hasta su brutal conquista por parte de Inglaterra en el siglo XVII–. Y, en contraste con tribus primitivas cuyo funcionamiento era similar (como los ibos en África occidental, y muchas tribus europeas), la Irlanda anterior a la conquista no era “primitiva” en ningún sentido: era una sociedad sumamente compleja que, durante siglos, fue la más avanzada, erudita y civilizada de toda la Europa occidental. Durante mil años la antigua Irlanda celta no tuvo nada que se pareciera a un Estado. Según la principal autoridad en materia de antiguo derecho irlandés: “No había legislatura, ni alguaciles, ni policía, ni aplicación pública forzosa de la ley […]. No había ni rastros de la justicia administrada por el Estado”.

¿Cómo, entonces, se aseguraba el cumplimiento de la ley? La unidad política básica de la antigua Irlanda era el tuath. Todos los “hombres libres” dueños de tierras, todos los profesionales y todos los artesanos podían convertirse en miembros de un tuath. Los miembros de cada tuath formaban una asamblea anual que decidía todas las políticas comunes, declaraba la guerra o la paz sobre otro tuath, y elegían o deponían a sus “reyes”. Un punto importante era que, en contraste con las tribus primitivas, nadie estaba ligado o limitado a un determinado tuath, por parentesco o por ubicación geográfica. Los integrantes individuales eran libres de separarse de un tuath y unirse a otro, y generalmente lo hacían. Por lo general, dos o más tuaths decidían unirse en una unidad más eficiente. El profesor Peden dice: “El with fue, así, el cuerpo de personas unidas en forma voluntaria con fines socialmente benéficos, y la suma total de las propiedades terrestres de sus miembros constituían su dimensión territorial”. En resumen, allí no existía el Estado moderno, con su demanda de soberanía sobre un área territorial dada (por lo común, en expansión), separada de los derechos de propiedad de sus integrantes sobre la tierra; por el contrario, los tuaths eran asociaciones voluntarias que sólo comprendían los bienes raíces de sus miembros voluntarios.

Históricamente, en un momento dado coexistieron entre 80 y 100 tuaths a lo largo de Irlanda. ¿Qué ocurría con el “rey” elegido? ¿Era una especie de dirigente del Estado? Principalmente, su función era la de sumo sacerdote, que presidía los ritos del tuath, el cual funcionaba como una organización voluntaria religiosa, a la vez que social y política. Al igual que en los sacerdocios paganos, anteriores al cristianismo, la función real era hereditaria, lo cual se mantuvo hasta las épocas de la cristiandad. El rey era elegido por el tuath entre un grupo de la familia real que tenía a su cargo la función sacerdotal hereditaria. Desde el punto de vista político, sin embargo, sus funciones eran estrictamente limitadas: era el líder militar del tuath y presidía sus asambleas, pero sólo podía conducir las operaciones de guerra o las negociaciones de paz como agente de esas asambleas; por lo demás, no era soberano en modo alguno y no tenía el derecho de administrar justicia a los miembros de los tuaths. No podía dictar leyes, y cuando él mismo tomaba parte en un pleito legal, debía someter su caso ante un árbitro judicial independiente.

Nuevamente, nos preguntamos cómo se desarrollaba la ley y se mantenía la justicia. En primer lugar, la ley se basaba en un cuerpo de tradiciones antiguas e inmemoriales, transmitidas oralmente y luego escritas, por una clase de juristas profesionales llamados brehons. Éstos no eran en modo alguno funcionarios públicos o gubernamentales; sencillamente eran elegidos por las partes en litigio sobre la base de su reputación como eruditos y conocedores del derecho tradicional, y de la integridad de sus decisiones. El profesor Peden destaca: “[…] los juristas profesionales eran consultados por las partes en disputa en busca de asesoramiento respecto de cuál era la ley en casos particulares; por lo general, también actuaban como árbitros entre querellantes. Siempre se manejaron como personas privadas, no como funcionarios públicos; su funcionamiento dependía de su conocimiento de la ley y de la integridad de sus reputaciones judiciales”. Además, los brehons no tenían conexión alguna con los tuaths o con sus reyes. Eran asesores absolutamente privados, de alcance nacional, y recurrían a ellos los querellantes de toda Irlanda. Más aun, y éste es un punto vital, en contraste con el sistema romano de abogados privados, en la antigua Irlanda el brehon era el único juez; fuera de él, no existían jueces “públicos”. Los brehons eran los instruidos en el derecho, y los que agregaban comentarios a la ley y la adaptaban a las condiciones cambiantes. Además, los juristas brehons no ejercían un monopolio, en ningún sentido; en cambio, existían varias escuelas de jurisprudencia, que competían por las tradiciones del pueblo irlandés.

¿Cómo se aplicaban las decisiones de los brehons? A través de un elaborado y voluntariamente desarrollado sistema de “seguros”, o garantías. Las personas estaban vinculadas entre sí a través de diversas relaciones de garantías, mediante las cuales se garantizaban unos a otros la compensación de los perjuicios y la aplicación de la justicia y de las decisiones de los brehons. En resumen, cabe reiterar que los brehons no estaban involucrados en la aplicación de sus decisiones; ésta se hallaba a cargo de los individuos privados vinculados mediante garantías. Había varias clases diferentes de garantías. Por ejemplo, el garante aseguraba con su propiedad el pago de una deuda, y luego se unía al demandante en un juicio por deudas si el deudor se negaba a pagar. En ese caso, el deudor debía pagar una doble indemnización: una a su acreedor original, y otra como compensación a su garante. Este sistema funcionaba en todos los delitos, agresiones y asaltos, así como también en los contratos comerciales; en resumen, se aplicaba a todos los casos de lo que llamaríamos derecho “civil” y “penal”. Todos los criminales eran considerados como “deudores”, los cuales debían una restitución y una compensación a sus víctimas, que se convertían así en sus “acreedores”. El damnificado reunía a sus garantes y procedía a atrapar al criminal o a proclamar su demanda públicamente y a exigir que el acusado se sometiera al fallo del litigio a través de los brehons. El demandado podía enviar a sus garantes a negociar un arreglo o hacer un acuerdo para someter la disputa a los brehons. Si no lo hacía, era considerado “proscripto” por toda la comunidad; ya no podía realizar ningún reclamo propio ante los tribunales, y era objeto de oprobio en toda la comunidad. Seguramente, hubo “contiendas” ocasionales en los mil años de la Irlanda celta, pero eran reyertas menores, despreciables en comparación con las devastadoras guerras que asolaron al resto de Europa. El profesor Peden señala que, “sin el aparato coercitivo del Estado, que a través de los impuestos y el servicio militar obligatorio podía movilizar grandes cantidades de armamento y hombres, los irlandeses eran incapaces de sostener cualquier fuerza militar en gran escala en el campo de batalla durante mucho tiempo. Las guerras irlandesas […], desde el punto de vista de los europeos, no eran más que lastimosas reyertas y depredaciones”.

De este modo, hemos demostrado que es perfectamente posible, en teoría e históricamente, que haya una policía eficiente y afable, jueces competentes y eruditos, y un corpus de leyes sistemática y socialmente aceptado –y ninguna de estas cosas enmarcada por un gobierno coercitivo–. El Estado –que demanda un monopolio compulsivo de la protección sobre un área geográfica y obtiene sus ingresos mediante la fuerza– puede ser excluido completamente del campo de la protección. No es más necesario para proveer este vital servicio que para proporcionar cualquier otra cosa. Y no hemos destacado un hecho crucial respecto del gobierno: que su monopolio sobre las armas coercitivas lo ha llevado, a lo largo de los siglos, a matanzas y actos tiránicos y opresivos infinitamente mayores que los que podría haber cometido cualquier agencia privada descentralizada. Si consideramos las masacres, la explotación y la tiranía perpetradas históricamente por los gobiernos, no debemos ser renuentes a abandonar al Estado Leviatán y… probar la libertad”.

Luego de leer lo que propone Rothbard en materia judicial cabe formular la siguiente e inquietante pregunta: ¿podrá Milei, si sucede a Alberto Fernández, privatizar el sistema de justicia?

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